Raúl Ortega
Terapeuta de orientación junguiana
-Y ¿qué podría temer un hombre para quien los imperativos de la fortuna son los que le pueden dominar, y no existe previsión clara de nada? Lo más seguro es vivir al azar, según cada uno pueda. Tú no sientas temor ante el matrimonio con tu madre, pues muchos son los mortales que antes se unieron también a su madre en sueños. Aquel para quien esto nada supone más fácilmente lleva su vida.
Yocasta, en Edipo Rey (Sófocles)
Amigo mío, ésta es justamente la obra del poeta,
observar e interpretar sus sueños.
Creedme, la ilusión más verdadera del hombre
se le ofrece en los sueños;
Todo arte poético y toda poesía
no es sino interpretación de sueños verdaderos.
Los Maestros Cantores (Hans Sachs)
La última encarnación de Edipo, el continuo romance de la Bella y la Bestia, estaban esta tarde en la esquina de la calle cuarenta y dos y la Quinta Avenida, esperando que cambiara el semáforo.
El Héroe de las Mil Caras (Joseph Campbell)
En una carta de 1924, Freud le escribe a Fliess (1): «El complejo de Edipo, cuya ubicuidad he ido reconociendo poco a poco, me ha ofrecido toda una serie de sugestiones. La elección y creación del tema de la tragedia, enigmáticas siempre, y el efecto intensísimo de su exposición poética, así como la esencia misma de la tragedia, cuyo principal personaje es el Destino, se nos complican en cuanto nos damos cuenta de la vida psíquica con su plena significación afectiva. La fatalidad y el oráculo no eran sino materializaciones de la necesidad interior. El hecho de que el héroe peque y sin saberlo contra su intención, constituye la exacta expresión de la naturaleza inconsciente de sus tendencias criminales». A partir de su interés por los significados implícitos en la poesía, la fábula, el cuento, la leyenda, y de su fascinación por los grandes clásicos, temperamento que no puede sino compartir todo aquel que con intuición y vocación genuinas se acerque a intentar comprender los entresijos ocultos de la Psique, desde el trabajo del pionero maestro divulgado popularmente como inconsciente, Freud empezó a sentirse particularmente atraído por la leyenda, clásica entre las clásicas, del rey maldito Edipo. Por supuesto, era un tema que redundaba desde su interior, cuya ubicuidad, como él la llama, fué reconocida sobre la base de esta irradiación desde su propia naturaleza inconsciente, que él finalmente amplió según sus investigaciones y experiencias comparativas al sujeto humano en general. En su propio autoanálisis (dicho sea de paso, herramienta de trabajo para mí fundamental, auténtica escuela, a pesar del rechazo de muchos discípulos analistas), fué haciendo luz y concientizando elementos psíquicos que al parecer tenían directamente que ver con los mitemas que al mismo tiempo le exponía esta tragedia griega como desde un espejo numinoso. Y paralelamente a ésto, sus casos, sus historiales de trabajo, donde desde muy temprano sus zalameras fräuleins, ellas en especial, empezaron a confiarle sus escabrosas (y siempre supuestas) anécdotas infantiles, y a transparentar a través de los sueños que llevaban al análisis las mismas «criminales» y perturbadoras inclinaciones.
Como también señala Andrés C. Berta (2), sobre estos tres pilares se cimentó la exhaustiva preocupación y ocupación cuasi monolítica de Freud por el mito-complejo edípico, a partir de la cual se universalizó la cuestión hasta tal punto que se ha convertido de total dominio público, y es común hablar en la calle del complejo de Edipo desde entonces; por cierto muchísimo más común que conocer de cerca el mito.
La popularidad que esta leyenda tenía en la antigüedad griega, en nuestros días parece que se ha metamorfoseado en la universalización de una hipótesis psicológica, trocando también la expresión artística y el contexto sacro por la expresión científica y el entorno bastante más prosaico.
Por supuesto que germen tan fecundo y tan prolífico, simiente que prospera fértil en tan remotamente distantes épocas, tema universal por lo tanto, cargado de profunda significación de hecho debe estar para el ser humano, y por ello se justificaría sin forzaduras, aunque fuera a posteriori (observando el fenómeno de la popularización masiva actual de la que hablo, extendida desde la renovada semilla de inquietud plantada a primeros de siglo pasado) tanta atención prestada desde una disciplina humanista por antonomasia y definición como es la psicología.
Centenas de autores contemporáneos se han ocupado del edipo como complejo. Todo discípulo del psicoanálisis por supuesto, y los más aventajados cada uno aportando sazón y condimento más o menos sofisticado a las directrices básicas dictadas por el maestro vienés. Ferenczi, Klein, Dolto, Kohut, Blos, por citar una pequeñísima muestra de ejemplo. En el resto de escuelas psicológicas, por alusiones a tan prominente material, también las referencias han sido y son continuas. Jung se ocupó de él, obviamente, y todo junguiano, de una manera u otra también ha tenido que tomar posiciones al respecto.
En esa tónica he decidido realizar este trabajo. Hacía tiempo que tenía ganas de enzarzarme en un debate lo más frente a frente posible que pudiera con la cuestión que la Esfinge nos plantea respecto al significado del mito de Edipo, cuestión que he ido rozando y comentando tangencialmente desde hace años. Doy las gracias al Dr. Ejilevich Grimaldi y a su conferencia “el mito de Edipo a la luz de una posible interpretación junguiana” (3), que recientemente tuve ocasión de estudiar, por haber sido el hito detonante que me ha instado y sugerido concretar esta empresa, que no tiene otro proyecto que aportar una visión más que incite a seguir reflexionando al respecto. Desde luego, un problema con grandes cuernos. O, mejor dicho, con cara de mujer, cuerpo de toro, garras de león, cola de dragón y alas de ave.
Para ello se me hace necesario a mí también retornar a los orígenes; obviar un tanto lo juzgado y prejuzgado hasta ahora sobre el mito de la manera más popular, que es por ende lo juzgado y prejuzgado generalmente sobre estos contenidos de la psique, y replantear desde ahí quizás otra hermenéutica que puede que acceda a una visión distinta de lo que sea que se trate el complejo edípico. El marco seguirá siendo la psicología analítica, junguiana, pues es el recipiente que me resulta aún más adecuado para seguir conteniendo mis consideraciones hasta la fecha al respecto.
Legión también de investigadores contemporáneos desde otros marcos distintos de la psicología se han hecho cargo también e in extenso del problema del Edipo, a menudo a través de una óptica más cercana al entorno mitológico original. Desde la antropología, disciplina hermanada a través del humanismo con la psicología, y en algunos representantes especialmente interconectada, el eco de este mito ha reverberado profundamente a través de autores como Lèvi-Strauss, Robert Georgin, Alfred Kroeber, Spiro, Malinowski. Mitólogos, filolólogos y filósofos, como J.P.Vernant, M.F. Galiano, Karl Kerényi (4), María Zambrano, Sartre; algunos actualísimos como H.F Bauzá, y otros al contrario, como Nietzsche, del que no me quiero olvidar, y aquella su gran preocupación por la tragedia helena, que incluía a menudo referencias al tebano, desde una época prefreudiana. Ahí tenemos también los “remakes” desde la esfera artística, como el de Cocteau en su Machine Infernale, Les Gommes de Robbe-Grillet, Gide en su Oedipe, Passolini en su Edipo Re, Anouilh con su Antígona. Por citar sólo una brevísima reseña de aquellos que se han preocupado muy concretamente por este mito en algún momento de una forma particular. Imposible olvidar a autores que han incluido también al Edipo entre sus estudios por la temática mitológica general, el mitema incestuoso, parricida o de héroe en particular, de la talla de un Campbell, un Eliade o un Rank.
Según los datos más aceptados la primera versión de la leyenda nos llega a través de Homero en el canto XI de su Odisea. Al parecer posteriores son los poemas épicos Edipodia de Cinetón y Tebaida, de los que sólo nos han llegado escasísimas referencias. Aproximadamente tres siglos después de Homero, ya entrados en el siglo V a.c., apogeo quizás de popularidad de esta historia y también del teatro en general griego, le siguen Esquilo y una tetralogía (tres tragedias y un drama de sátiros) sobre el mito completo de la que sólo conservamos Los Siete contra Tebas; Sófocles, con su más famoso Edipo Rey y sus “epílogos” Edipo en Colona y Antígona; Eurípides, con sus Fenicias.
Del siglo primero d.c. nos llegan la Tebaida de Estacio y el Edipo de Séneca. Del siglo XII El Romance de Tebas, y más cerca, ampliando información, tenemos recreada la historia en el Edipo de Corneille (siglo XVII), el homónimo de Voltaire un siglo más tarde, y de esta misma época, la ópera de Sacchini, Edipo en Colona. Así como también reseñar algunas partituras musicales dedicadas al desdichado por Mendelssohn, Mussorgsky, e Igor Stravinsky, desde el siglo XIX al recientemente pasado.
Repaso argumental
Se hace necesario contextualizarnos con el material fundamental. No poco se ha comentado y debatido sobre la cuestión de si este mito parte de bases históricas, biográficas, o no. Ocurre a menudo con leyendas de tamaña difusión e importancia, como la cuestión medieval de Arturo, sus caballeros, y Merlín. También tenemos presente esta discusión, pero justamente a la inversa, en el reactualizado debate sobre la figura histórica de Jesús. Hay investigadores más concretistas, que no pueden entender la energía y la fama de una historia si no le antecede una facticidad histórica, “sólida”, del mismo modo que sí la entienden otros que son de talante más idealista, abstracto.
Con respecto a ésto adhiero la opinión de Bauzá, que comenta al respecto:
“Cuando Sófocles se ocupa de la figura de Edipo, el dramaturgo echa mano de una leyenda preexistente que, naturalmente, ya era conocida por los espectadores que asistían a las representaciones dramáticas. Para el imaginario griego de la época sofóclea el caso Edipo está visto como un mito heroico y como tal es preciso considerarlo. En consecuencia, no hay que buscar a través de él ni la explicación de un suceso histórico, ni una alegoría, ni una manifestación de fenómenos naturales, tampoco un símbolo, sino simplemente el relato mítico en torno de un héroe trágico. Eso no invalida considerar el hecho de que la figura de Edipo, en tanto que personaje mítico‑legendario, pueda haberse constituido a partir de alguna base histórica como efectivamente parece que sucedió. Desde el momento en que el mito se desenvuelve en un tiempo histórico, sin dejar de ser mito, conlleva también en su discurso elementos que pertenecen a la sociedad y a la historia (…)”(5). Eso sí, a consideración y en cuarentena dejo su declaración “tampoco un símbolo”. Obviamente, hasta donde nos conducen todas las evidencias, cuento, mito, símbolo, son harina del mismo costal.
Corre el año 2002 y seguimos hablando de Edipo. La sociedad griega precristiana, sus chismes y escándalos serían incapaces de afectarnos tan profundo. Edipo, como eco de sociedad, no nos diría a estas alturas nada. Nos interesa por tanto todo aquello que tiene de atemporal y, por lo tanto, de siempre de moda, actual. Freud dice: “(…)En cambio, el Edipo rey continúa conmoviendo al hombre moderno tan profunda e intensamente como a los griegos contemporáneos de Sofocles(…)”.
Tal y como escuché decir una vez a alguien, comentando una obra también muy polémica en este aspecto, los modernos relatos de Carlos Castaneda, no importa si estas cosas ocurrieron o no en realidad; son de todos modos, y en sentido a-físicotemporal, verdaderas.
El guión más famoso y aceptado es el que esbozo a continuación, incluyendo los prólogos genealógicos significativos, y que son indispensables en el posterior estudio de la “etiología” del problema quizás heredado por Edipo:
Cadmos, ascendente enorgullecedor de la estirpe, primer rey de Tebas, cuenta entre sus grandiosas hazañas haber vencido a un dragón y a través de este éxito y la ayuda de Atenea, fundar la misma ciudad, e inventar la escritura. Logros que consiguió mientras buscaba recuperar a su hermana Europa raptada por Zeus en forma de toro. A través de su hija Semele, concebida con su esposa Harmonia, abuelo de Dionisos, y a través de su hijo Polidoro, unido a Nicteis, abuelo de Labdacos. De Labdacos se dice que murió en lucha contra Pandión, rey de Atenas, dejando la herencia del trono a favor de su hijo Layo, siendo aún demasiado joven, por lo que pasó a ser ocupado en regencia por Licos, tío abuelo de Labdacos. Sin embargo, Licos desposee a su bisnieto Layo y se declara rey. Comete perjurio e injusticias contra su primera esposa, Antiope, para casarse con Dirce. Zeus se apiada, y engendra con ella sus futuros vengadores y los restauradores de la legítima estirpe real tebana: sus hijos Anfión y Zeto (en algunas versiones los originales fundadores de la ciudad), que acaban matando a Licos, y haciéndose con la custodia de Tebas. En ese tiempo Layo huye y es acogido en su corte por el rey Pélope, hijo del oscuro Tántalo. Sin embargo, ofende las normas de hospitalidad, civismo y moral, raptando al hijo de su anfitrión, Crísipo, y violándolo, suicidándose éste de vergüenza después, lo que provoca que Pélope pida el amparo y el apoyo de los dioses para castigar al infractor. Es escuchado por Hera (también por Apolo), quien finalmente será la que desde Etopía envíe la maldicion poco hospitalaria de la Esfinge a la grande Tebas, importunando gravemente el reinado de Layo, cuando éste, ya de regreso a su patria una vez muertos Anfión y Zeto, había tomado como esposa a Yocasta, hermana de Creonte, para reinar legítimamente junto a ella. Pero este problema apareció después de la primera complicación que tuvo que afrontar el matrimonio. No tenían hijos, por lo que decidieron visitar Delfos para escuchar consejo sabio. La Pitia les espetó que de ellos nacería un hijo, que sería asesino de su padre, y se casaría con su madre, trayendo sobre la familia la mancha de sangre y pecado. Así que cuando tiempo después Yocasta parió un varón, Layo, asustado, le perforó ambos piés y los ató juntos fuertemente con una correa, dando orden a un criado, en connivencia con su esposa, de que lo llevara al monte Citerón y lo dejara a su mortal suerte colgado de una rama. Pero este criado, movido de compasión por la inocente criatura, la entrega a un amigo pastor, a las órdenes del rey de Corinto. Así, el niño pasa a ser adoptado por Pólibo y su esposa Mérope (también conocida como Peribea), hasta entonces aquejados de falta de descendencia, que lo llaman Edipo, por sus piececitos hinchados. Allí crece como hijo de los monarcas, y se hace un adolescente admirado por sus valores, entre ellos precisamente ser muy rápido y diestro en las carreras y las dotes gimnásticas en general. Se cuenta entonces que en el transcurso de una fiesta donde el vino aflojó las lenguas, o en una pelea con compañeros envidiosos, alguien le reveló con saña que en realidad, no era hijo de los reyes de Corinto. Edipo, turbado, decidió hacer la peregrinación a Delfos a preguntar sobre la verdad de esta afirmación, pues ni Pólibo, ni por supuesto Mérope, están dispuestos a contarle la verdad. El oráculo le repite lo que ya le contó a Layo, sobre su horrible destino. Que sería asesino de su padre y yacería en incesto con su madre. Edipo, creyendo que sus padres eran de hecho Pólibo y Mérope, decide exiliarse de Corinto y del entorno de su infancia y adolescencia, para siempre, intentando conjurar al terrible oráculo, y marchó solo camino quizás a Daulis.
En un estrechamiento del sendero, un puente a veces, otras una encrucijada entre Daulis y Delfos, en la Fócida, se topan casualmente el cortejo de Layo, con cuatro sirvientes y un carro y el peatón Edipo. Por el derecho de paso, se enzarzan en pelea cruenta en la que Edipo mata a Layo, el rey de Tebas, y a tres de sus criados, dando por cumplida en ignorancia la primera parte del funesto oráculo. Uno de ellos huye. En una versión el vencedor se lleva el cinturón robado del adversario.
Sigue su camino hacia Beocia, y en el monte Ficio se topa con la Esfinge, que asolaba la región, y asediaba a Tebas, razón por la cual Layo iba de camino a Delfos con su séquito, en busca de solución, en una de las versiones. Proponía un acertijo, o dos, según otro relato, y como quiera que fuese que ninguno de los interrogados contestó hasta entonces, los fué aniquilando, incluyendo a varios jóvenes célebres de la ciudad. Los acertijos eran: ¿Cuál es el ser que tiene voz y por la mañana camina en cuatro patas, al mediodía en dos y en la noche en tres? Y ¿Cuales son las dos hermanas, una de las cuales engendra a la otra y la otra a la una? En cualquier caso, Edipo respondió correctamente: El hombre, que en su infancia camina a gatas, luego a dos piés y en la vejez ayudado por un bastón; la noche y el día, que en griego son ambos sustantivos femeninos. La Esfinge se siente derrotada, y se tira de cabeza, suicidándose, o bien Edipo le clava la espada y la mata.
Creonte, hermano de Yocasta, había prometido la mano de su hermana, ahora viuda, a aquel que los librara de la maldición de la Esfinge, junto con el trono del reino, que él regentaba desde la muerte de Layo. Y así fue como se cumplió la segunda parte de la profecía, el yacer junto a la madre, pues Yocasta fue uno de los premios para Edipo. En feliz ignorancia del pecado transcurrieron algunos años buenos para Tebas. Edipo era un rey querido y admirado por sus hazañas heroicas y su buen juicio administrador. El matrimonio tuvo dos hijos, Eteocles y Polinices, y dos hijas, Antígona e Ismene, aunque otra versión, sin obviar el matrimonio incestuoso, hace que sin embargo los hijos los tenga con otra mujer.
Pero la estirpe maldita de los Labdácidas tenía que seguir soportando la expiación de sus crímenes, conocidos y por conocer, bajo el yugo de la justicia de los dioses. Y así la peste y la infertilidad empezaron a asolar de nuevo a Tebas, como nuevas plagas. El reino se convirtió en tierra yerma, y Edipo mandó consultar el oráculo para saber qué estaba ocurriendo en realidad. El oráculo de Febo respondió que la plaga se debía a la falta de expiación del crimen del antiguo monarca Layo, así que Edipo se aprestó a maldecir con fuerte punición al culpable, al que inmediatamente empezó a buscar con sus pesquisas. Para ello interrogó al sabio Tiresias, invidente, que le dijo la insoportable verdad. No le creyó, pues parecía ser demasiado horrible para ser cierto, y siguió sus indagaciones, pero éstas le llevaron finalmente, y muy pronto, a descubrir con claras pruebas toda la verdad sobre su procedencia, sobre la auténtica dimensión de sus actos y logros, y sobre su destino. Yocasta, que intuyó lo que sobrevenía antes que su marido e hijo, intentó hacerle desistir de sus indagaciones. Pero una vez todo a la luz, no soportó el horror y se colgó de una viga del techo. Ante tamaña desgracia, Edipo tomó un alfiler del vestido de su madre y esposa, y se cegó para siempre los ojos. Tal y como él mismo había prometido como castigo para el culpable, se exilió, empujado también por sus propios hijos varones, que ya habían empezado a pelear por la sucesión del trono; pobre, ciego, torturado por sus hechos, y acompañado de su hija Antígona llegó hasta Colono, en los alrededores de Atenas, en tiempos en que gobernaba Teseo, a quien le pidió asilo, cosa que el monarca hizo con gusto. Se instaló en un bosque consagrado a las Euménides, y desde allí y apoyado por su anfitrión, rechazó toda propuesta de intervenir en la guerra civil en que quedó sumida Tebas después de su partida. Sintiendo próxima su muerte, encomendó a Teseo el cuidado de sus hijas, y se internó en el bosque. Se abrió la tierra, y sólo el monarca ateniense fue testigo de la prodigiosa manera en que Edipo abandonó este mundo.
El “epílogo” de la historia se preocupa del triste final de la estirpe, de la llegada de Antígona de nuevo a Tebas justo cuando sus dos hermanos se han exterminado mutuamente, y de la polémica por el enterramiento de los cuerpos entre su tío Creonte y ella, que acaba con el suicidio de la fiel hermana e hija y de su novio, Haimón, hijo de aquél.
Edipo y el principio del placer
Una de las diferencias entre la manera de abordar materiales simbólicos, como sueños y mitos, de las escuelas freudiana y junguiana, es la de intentar atenerse estrictamente al contenido explicitado por este material, o no. Elementos incluidos en las premisas de hermenéutica de la escuela freudiana, tales como el concepto de censura, desplazamiento, o el abuso de la asociación libre, facilitan a veces introducir en el símbolo tanto como quiere extraerse de él, o se alejan mucho de éste, de manera que se puede acabar perjudicando la objetivación de su significado propio. Un problema paralelo es el de la querencia reduccionista, que da por sentado que los niveles mágicos, suprahumanos, divinos, tan a menudo expresados por el símbolo sin ninguna cortapisa sino todo lo contrario, deben explicarse como sublimación tan ambiciosa como vana de contenidos que en su fundamento se refieran a un estrato bien concreto, que por ser humano, demasiado humano, hunde raíces en lo biológico o fisiológico, y es por un lado “hipnóticamente” coaccionante, y por otro tan azorante de reconocer que es imposible mirar de frente (diríamos que quiere explicarse lo numinoso como una deificación histérica, obsesiva, pueril, de una sombra irresistiblemente compulsiva). Para el prejuicio reduccionista, lo mágico, divino, lo totémico, tiene per se una segunda intención inherente, de dudosa moralidad, por ser precisamente a menudo infrahumano, animal; una máscara que sirve a la vez a cierta catarsis y ganancia de estos contenidos tabú, y a su ocultamiento. El psicoanalista sagaz puede racionalizar exhaustivamente y desvelar en toda su trivial realidad lo aparentemente extramundano: “De lo que pudiéramos llamar fuerza del Destino nos parece gran parte comprensible por la reflexión racional, de manera que no se siente la necesidad de establecer un nuevo y misterioso motivo”(6). O bien, visto desde otro ángulo, todos estos misterios tan excelsos como fatuos se explican en referencia a residuos y subproductos filogenéticos desde una edad que se considera ingenua, débil y absolutamente subjetiva: en la Humanidad, el amanecer de su cultura y civilización, y en cada hombre, su infancia: “(…)La investigación de estos productos de la psicología de los pueblos no es, desde luego, imposible; es muy probable que los mitos, por ejemplo, correspondan a residuos deformados de fantasías optativas de naciones enteras a los sueños seculares de la Humanidad joven”(7).
Para el pensamiento positivista, para la mente racional moderna, el pensamiento mítico es un balbuceo, a la postre un desatino, al que hay que asomarse quizás con cierta condescendencia, pero siempre para rectificar e iluminar hacia su “verdadera” dimensión: el prejuicio cientifista moderno, por supuesto.
Partimos de la base también válida para nosotros de que los símbolos encierran significados ocultos que pueden ser desvelados y acercados a una comprensión racional. Pero intentaremos no forzarlos en ninguna dirección prefijada, ni los trataremos con condescendencia piadosa, sino con admirado respeto y hasta con obligada obsecuencia. Respeto fundado en la experiencia y lograda ya comprensión de que los productos de la fantasía, ni son ingenuos, ni son residuos de puerilidad o de debilidad infantil, ni son material obsoleto. Antes bien, la investigación del símbolo fantástico nos ha llevado ya hace mucho a comprobar su superioridad semántica, y a atisbar que, en efecto, estando antes que el pensamiento racional, sus líneas firmes y definidas, y sus provechosas aplicaciones y tecnología, ese antes no significa por detrás y a la zaga, inmadurez o “prematurez”, sino a priori, fundamento, y no más subjetividad y parcialidad, sino menos. Un antes que constantemente se confunde con el pronóstico certero del porvenir. Por cierto, un proceso evolutivo en el que desde luego no debemos confundir, mirando con atención, el eterno retorno del deseo compulsivo infantil, con la forza del destino.
Entonces, lo primero que habría que señalar de nuestro Edipo tal y como lo conocemos, es que por ningún motivo podemos diagnosticarlo de ser precisamente el ejemplo perfecto del complejo al que presta el nombre. Como decía el psiquiatra antropófago en el Silencio de los Corderos, lo que se desea con intensidad es lo que se ve. Y Freud estaría perfectamente de acuerdo con eso. Edipo, y su estrato de inconsciente personal, biográfico, no tuvieron manera de desarrollar ningún apego por Yocasta, porque la infancia la pasó con Mérope, su madre adoptiva; para él, hasta el día de la verdad, su madre real. Yocasta no pudo impregnar con su atractiva presencia la fase edípica de Edipo, y Layo no pudo fomentar en su hijo una rivalidad, por no existir para él. De hecho, en ningún lugar de la tragedia se encuentra en el protagonista que el móvil del deseo por esta mujer sea el que lo encienda a realizar ninguno de sus actos. La leyenda de Edipo desde luego no es la leyenda de la guerra de Troya, avivada a través de la pasión por una mujer. No se destaca en ningún punto una calidez compulsiva hacia el matrimonio incestuoso (ni con Yocasta, ni mucho menos con Mérope), y antes bien, resulta en todo momento su efectiva boda una unión a la tradicional usanza, un matrimonio conveniente, al que se llega (aunque finalmente se trate de uno de los dos puntos centrales del intríngulis trágico -incesto y parricidio-) de una manera, por más agradable que fuese, accesoria, además de fortuita. Como también es un arrebato de cólera «impersonal» (porque no tenía idea de con quién estaba enfadado) y circunstancial lo que conduce a matar a Layo, y no una persecución sistemática y personal de éste. Precisamente es este carácter de fortuna, de algo no fomentado desde el deseo de Edipo, sino desde algo más allá de su ego y su gusto personal, lo que más resalta en el guión del mito, como de hecho hemos escuchado decir a Freud más arriba. Lo que pesa en su periplo, observando imparciales lo que nos cuentan explícitamente, es cómo los tres personajes centrales son atraídos entre sí desde una especie de “concupiscentia ex machina” que implacablemente cumple el designio impersonal de aglutinarlos, mucho más allá del deseo personal de ninguno, el cual en realidad, por parte de todos, y en tanto podemos analizar según los hechos, se nos demuestra justamente contrario.
El psicoanalista perspicaz y astuto nos diría, como viene diciendo durante más de un siglo, que el guión esconde precisamente detrás de la puesta en escena su fundamento, y que no es explícito el deseo porque es precisamente inconsciente; la obra tuvo a la hora de ser creada un tácito censor. Pero justo ahí, es donde osa introducir una sospecha que en principio a nada inducen los hechos y “síntomas” analizados y, tal como avisé antes, inculca en la exégesis del mito un prejuicio y una valoración que de él en sí no se extrae. La mitología griega es, como todas las mitologías, muy a menudo obscena. Está llena de deseos ilícitos sin tapujos, y de crímenes execrables, muchos con alevosía y premeditación. La misma saga de los labdácidas está llena de delitos de esta calaña, como se evidenció más arriba. Cuando quiere mostrar concupiscencia (sexual o agresiva o de cualquier otra índole), la mitología, exactamente como un sueño, la suele investir en un personaje, divino o humano, la figuriza, y lo catexia con una intención con poco o ningún tapujo. No es el caso. Si esta leyenda, incluido Freud, nos inflama por lo que cuenta, repito, atengámonos mejor a tal.
Para seguir apologizando el edipismo “manifiesto” de Edipo, a pesar de nuestra primera objeción, podría decirse que el guión quiere contarnos que si bien la fijación regresiva de nuestro protagonista en cuanto a doctrina debía ser hacia Mérope y Pólibo, Layo y Yocasta son imagos parentales tan perfectas, que por eso la trama las inviste de la paternidad real, como guiño al público comprensivo. Así escuché argüir alguna vez. Pero ¿cómo justificamos tan perfecta similitud entre las dos parejas, que a su vez justifique una transferencia tan lograda que podamos hablar no de desplazamiento, sino de práctica igualdad objetal? Pues sí: ambas son parejas reales. Pero Edipo no mató a Pólibo en Layo, porque no mató a un rey, no según lo que podía saber. Atacó a un desconocido, que casi lo atropella. Y con respecto a la boda con una reina, como su madre edípica… es un deseo “transferencial” tan común y tan poco particular y personal, que todos los jóvenes tebanos que aniquilaba la Esfinge incluían en su arrojo la misma intención, seguramente hasta siendo hijos de las más humildes costureras. El deseo de desposar una reina, no es necesario buscarlo en el pasado infantil, sino justo en dirección inversa: el afán adulto de fama, prestigio, autonomía y poder.
Si para forzar una apología doctrinal convertimos a Layo y Yocasta en perfectas imagos parentales edípicas, quizás debería entonces contarse una historia muy distinta de la original: que Edipo al descubrir la verdad, al romperse el hechizo de perfección, al descubrir que de todos modos Yocasta no es Mérope, se hubiera desesperado no por haber roto un tabú, sino por no haber logrado el objeto que deseaba en verdad.
Por lo tanto, si no queremos falsear los datos y llegar demasiado lejos quizás a un lugar equivocado, tenemos que atenernos a la trama, y la trama imposibilita que el móvil del incesto y el parricidio sea el deseo edipiano, tal y como se entiende en el contexto freudiano (una fijación parental de la libido infantil), ni poco ni muy inconsciente, de Edipo.
No, Layo y Yocasta no son imagos parentales, son los padres de verdad. El incesto y el parricidio son reales, y el cuento impacta por esta cruda realidad, que todos estamos de acuerdo afecta a la realidad psíquica de todos los espectadores de una manera fundamental. El incesto y el parricidio son los auténticos protagonistas de la acción. Pero no puede explicarse el núcleo del conflicto como un problema que partió de un nudo familiar infantil; al menos esta leyenda, no ejemplifica eso, y creo que eso queda perfectamente claro. Debe existir, si damos por genuina la historia de este mito, otra manera diferente de entender cómo arraiga este problema en la psique humana. Esa otra manera se empieza a comprender una vez que percibimos que en realidad, el padre y la madre reales son una imago parental, una transferencia de contenidos que están aún más profundos, más cerca de la originalidad, y que tienen su propia autonomía.
Pero argumentar todo ésto es una perogrullada, y además bastante insulsa por repetida. M.F Galiano opinaba exactamente lo mismo: “Resulta ya tópico decir que Edipo no tenía el menor complejo de Edipo; esto es cierto en cuanto a Pólibo y Mérope, y tampoco pudo odiar a Layo si no lo conocía(…)”(8).
Por cierto, en verdad en esta tragedia, como evento psíquico digno de reseñarse por evidente, quizás antes que el supuesto complejo de Edipo, habría que inferir un complejo de Layo, que sería propio del padre cuando ve amenazado su estatus por el hijo y se apresura a exterminarlo. También podríamos llamarlo complejo de Herodes, claro, o algo así. No es una tontería; desarrollemos un poco más.
Cuando hablamos de complejo de Edipo se nos viene a la mente, antes que el tema relacionado con el padre, todo lo relacionado con el complejo materno. En psicoanálisis, el centro de valor del complejo materno es la fijación sexual en la madre. Más adelante haré un dibujo más amplio de los temas, aparte del sexual, que puede aglutinar un complejo materno, más propiamente referenciado. Pero me gustaría ahora detenerme en esta cuestión: el complejo de Edipo freudiano parte del deseo sexual, enfocado en la madre. El odio/miedo al padre es una consecuencia de esta primera causa. No lo registramos básicamente como un complejo de hostilidad hacia el padre, sino que todo el asunto se nos presenta en principio girando en torno al deseo del hijo por la madre. Una cuestión que parte de una pulsión eminentemente sexual. Hijo, madre, sexualidad. Ciertamente Freud se ocupó muchísimo del complejo paterno, y deambuló en torno a la importancia de la figura del padre una y otra vez. Por supuesto, en cada acercamiento al complejo paterno trató la cuestión de la cultura, la moral, la civilización, las instituciones, el ordenamiento social y la conciencia. Y es que si madre nos traslada al mundo femenino del Eros, padre nos inserta en los valores del Logos, y desde nuestra visión, ambos son elementos constitucionales y originales de la psique humana, de igual a igual fuerzas instintivas fundamentales. Pero como para Freud no, lo que nosotros llamamos Logos, la directriz moral, el impulso a la consciencia, hacia la filosofía, el juicio y las ideas, en última instancia el espíritu, tiene que ser en él una consecuencia reactiva y a posteriori de las tribulaciones del Eros humano, su primer móvil fundamental. Para ambas visiones, a la postre padre es Ley (ya sabemos que propiamente hablando Logos, idea más globalizadora), pero para el psicoanálisis fundacional, es una ley que se impone al sujeto desde el miedo, la coerción y una fantasmal culpabilidad emocional, y no por su mérito propio y por ser una aspiración original de la psique humana.
Sin embargo, en el mito que nos convoca, y en general en todos los mitos griegos, y a la postre en la mitología universal, la rivalidad con el padre tiene una categoría complejal (ya podemos empezar a decir arquetipal) propia y genuina, no derivada de la filiación hijo-madre, y es que está íntimamente ligada para empezar a un problema de primerísimo orden para la cultura universal: la cuestión del poder, de la sucesión en el mandato. Aún más profundo: la cuestión del óptimo desarrollo humano, la heroicidad. El problema entre Layo y Edipo, es un problema entre los dos, directo. Son reyes, y descendientes de un héroe semidivino fundador, Cadmos, un prometeo civilizador. Ambos participan de sangre heroica, de impulso heroico. No es necesario recurrir a la rivalidad por una hembra, la madre, para justificar el encontronazo entre ambos. Ni en razón de motivaciones personales, ni en razón de las razones que necesite el Destino, ese que siempre fuerza los retos más allá de los deseos y ambiciones personales para que se lleve a cabo la heroicidad. Un trono, un reino, un destino heroico, ya serían suficiente motivo genuino para justificar una enemistad, si es que de enemistad personal se tratase. Pero ni siquiera es eso; se trata de una enemistad-identidad arquetípica, impersonal. Se trata del mismo núcleo del arquetipo heroico universal; tal y como la historia nos cuenta, el verdadero tejedor del encontronazo fatal:
«Cuando la meta del esfuerzo del héroe es el descubrimiento del padre desconocido, el simbolismo básico sigue siendo el de las pruebas y el camino que se revela a sí mismo (…) La figura del salvador que elimina al padre tirano y después asume la corona la corona se apodera (como Edipo) del sitial de su señor (…) Una vez entrevisto, surge el espectáculo completo; el hijo mata al padre, pero el hijo y el padre son uno mismo» (8b)
Como en la gran mayoría de cuentos, obtener una princesa y obtener la corona real, por ejemplo matando un dragón y/o venciendo al rival (temas todos que aparecen perfectamente contenidos en el Edipo) son dos motivos paralelos. Pero estamos viendo que no es dable apresurarse a derivar sin más unos motivos de otros, y a convocar demasiado superficiales causaciones dinámicas. Incluso en las historias donde más francamente la conquista heroica es realizada en pos de la fascinacion de amor, que no es el caso, se acaba manifestando finalmente a menudo como esa pasión sirvió de acicate, de estímulo o incluso de trampa para lograr en verdad lo que el héroe sin ese “cebo” no hubiera sabido que debiera haber alcanzado: un crecimiento psíquico, una expansión consciente, y un logro civilizador. La naturaleza vence a la naturaleza.
Es más, retrotrayéndonos al reduccionismo comparativo con el mundo animal, podemos diferenciar como las luchas entre los machos jóvenes y los viejos no sólo se circunscriben en una inmensa mayoría de especies al ciclo de celo. La agresividad siempre se fundamenta, desde el reino animal, en una autoafirmación intensa del valor propio, empezando por la defensa de la propia supervivencia. Ni en casos donde es bastante evidente la razón de la agresiva lucha por el usufructo de las hembras, podemos obviar que al lado de la descarga sexual están siempre en juego la territorialidad, la dominancia y la confrontación comparativa de la madurez de los machos. Es decir, su «heroismo». Esto es especialmente cierto en especies comunales donde existe la jerarquía, y el sistema piramidal de sociedad. Caso que es el humano.
En este punto podemos diferenciar en el mito, nítidamente, como uno de los temas nos remite a la libido sexual, y con eso a la órbita freudiana, y como el otro, directamente, al complejo de poder, y con eso a la órbita adleriana. No, no es dable a estas alturas obviar en la economía de la psique humana, en su filogénesis y en cualquier momento de una biografía personal o de la historia de la cultura (menos si estudiamos estas cosas a través del análisis de cuentos, sueños, leyendas y mitos) la cuestión del liderazgo, la conducción, el impulso a la conquista y el impulso a “reinar”. De ninguna manera al menos, en la psique masculina. Incluso podríamos contemplar el triángulo edípico de una manera diferente con respecto a su causación: el hijo quiere conquistar la posición de poder del padre, por lo cual apetece conquistar una de sus más preciadas posesiones: la hembra-madre. Este alegato apoya Edipo, cuando dice en la obra de Sófocles:
“Ahora, cuando yo soy el que me encuentro con el poder que antes tuvo aquél, en posesión del lecho y de la mujer fecundada, igualmente, por los dos, y hubiéramos tenido en común el nacimiento de hijos comunes, si su descendencia no se hubiera malogrado -pero la adversidad se lanzó contra su cabeza-, por todo ésto yo, como si mi padre fuera, lo defenderé y llegaré a todos los medios tratando de capturar al autor del asesinato para provecho del hijo de Lábdaco, descendiente de Polidoro y de su antepasado Cadmo, y del antiguo Agenor”. Y en esta declaración se incluye también un sentimiento positivo del hijo por el ejemplo honorable en la figura del progenitor. Pues no sólo fundados por el sexo se ama a la madre, y no sólo se odia al padre por su supuesta interposición. En realidad, ambas figuras están cargadas ambivalentemente, desde siempre. En este sentido, la experiencia nos muestra que es extraordinariamente común en la infancia masculina desarrollar una imperiosa atracción sexual por el padre, a veces mucho más vehemente que la ejercida por la madre, allí donde una investigación profunda descarta una simplista objeción de homosexualidad (9).
El problema del incesto. Sexo. El problema de la rivalidad por el liderazgo. Poder.
Adler vs Freud, una vieja polémica. Abandono por un momento el ritmo argumentativo para hacer una avanzadilla y en ella una acotación rápida pero contundente: en realidad, este nuevo problema de huevos y de gallina y la dialéctica escolástica sobre quién vino antes o qué fue después, la psicología analítica lo resuelve basándose en la experiencia en un nivel diferente, que aglutina en una estas posturas divergentes sobre el instinto sexual y el impulso de poder: obtención del matrimonio con la hembra añorada en el contexto de un mito heroico es un síntoma-símbolo de unificación entre Yo e Inconsciente, integración del Anima. Pero como integración del Anima es devenir consciente el Sí mismo, significa instantáneamente esta boda madurez y autorrealización del sujeto, no sólo placer de amor. En el proceso de la integración del Anima, se dan multitud de terribles pruebas y obstáculos draconianos, que en realidad y en última instancia corresponden al enfrentamiento entre el Yo y el Sí mismo, hombre y Dios, hijo-criatura vs padre creador, de poder a Poder, como el ángel en el vado y Jacob. “Si la discusión con la sombra es la prueba que consagra oficial al aprendiz, la discusión con el anima es la prueba que consagra maestro al oficial”(10). Un oficial, siempre tiene una cuadrilla a su cargo: es un mandamás. Y con ello aparece Jung, y las consideraciones de su escuela, como el tertium non datur entre las consideraciones de Adler y las de Freud. Mas también comienza a esbozarse la ampliación de la órbita sexual hasta su entorno globalizador de Eros, y el complejo de poder hasta la órbita del Logos (cultura, sabiduría, ley)
Joseph Campbell ilustra todo esto de un modo impecable:
«La hegemonía arrancada al enemigo, la libertad ganada de la malicia del monstruo, la energía vital liberada de los afanes del tirano Soporte, son simbolizados como una mujer. Ella es la doncella de los innumerables asesinatos del dragón, la novia robada al padre celoso, la virgen rescatada del amante profano. Ella es la «otra porción» del héroe mismo, pus «cada uno es ambos»: si la estatura de él es la de monarca del mundo, ella es el mundo, y si él es un guerrero, ella es la fama. Ella es la imagen del destino que él debe sacar de la circunstancia que lo envuelve» (10b)
Acabamos de encontrar en el mito de Edipo, razones suficientes para abordar un mitema, un arquetipo, diferenciado nítidamente del tema sexual, por mérito propio. Acabamos de mostrarnos que el asesinato de Layo no “sólo” fue un parricidio, sino algo más importante, de una importancia cultural, social, universal: un regicidio. Y eso implica mucho, más allá de la satisfacción o la frustración sexual de un individuo y de los escándalos privados de una familia. Finalmente, estamos contemplando que el verdadero rostro del mito total se engrana con estos dos sub-mitemas para forjar una historia mayor, que contiene a ambos en un sentido superior.
No hay que irse muy lejos para hallar referencias comparativas muy claras de los mismos motivos: la rivalidad entre Cronos y Zeus, en lo más alto del panteón mitológico heleno. El mitema es similar en muchos puntos. Padre-rey que quiere evitar ser destronado, destruido, por su descendencia, e intenta exterminarla, y descendencia que en su punto más heroico, logra destituirlo en lucha y hacerse con el poder, a través de un designio imparable incluso para padres de dioses. Desde luego, supongo que gobernar un Olimpo, per se es un bocado apetecible, que en nada tiene que envidiar los favores de cualquier deliciosa mujer… incluso si es la madre. Como rey del Olimpo, Zeus desposó a su hermana Hera. Un matrimonio, por cierto, que aún sin participar de incómodos tabúes contra la “suprema pasión” (incesto), nunca fue del todo satisfactorio.
La misma historia de Teseo, amigo tardío de Edipo, se teje sobre las intrigas de la corona de Atenas, y de algún modo Teseo, accidentalmente también, mató a su padre justo antes de acceder a su corona, amén de también haberse criado lejos del reino que le correspondía. Y luego mata a su hijo, en un triángulo donde la hostilidad del padre, el amor de su madrastra Fedra y la inocencia de Hipólito, dibujan una especie de edipo inverso.
Belerofonte es un héroe cuyo mito también nos recuerda muy directamente la intriga del nuestro. Fue exiliado por asesinar al rey de Corinto, y fue recogido y aceptado, incluso redimido de su deshonor, en la corte del rey Preto de Tirinto. En este caso, su mujer, Antea, otra Fedra, despechada por no obtener los favores del casto héroe, lo acusó de justamente lo contrario, seducirla. Así que es enviado en desconocimiento de que es una venganza de Preto a otra corte, la de Yóbates, padre de Antea, encargado desde una segunda intención de sacrificar al héroe. Lo envía contra la esfinge de esta historia, la Quimera, y la vence. Recupera honor, gloria, gana la mano de otra hija de Yóbates y, como no, la corona de Licia. Finalmente, una de las versiones de esta historia acaba con un Belerofonte ciego (también) y paralítico, alejado de los humanos.
Mitos, leyendas, cuentos de hadas, todos están llenos de intrigas de poder y alcoba por la corona de los reinos; intrigas entre príncipes, princesas y tiranos.
¿Cuál es la principal razón para que la trama edípica devuelva al héroe a su reino natal? ¿Para que se consuma un incesto, o para acceder al trono que le corresponde por legitimidad? ¿Cuál es el complejo que padece Edipo en realidad? ¿Es una regresión al pasado infantil, o una progresión hacia su destino de madurez, como príncipe que tiene que demostrar su capacidad adulta para gobernar sobre el pueblo para el que nació predestinado hacerlo, y ser rey?
Edipo, Rex.
En Mysterium Coniunctionis, Jung dice: “Al representar el rey generalmente una personalidad superior que suele ser objeto de una estimación no ordinaria, se ha convertido en el portador de un mito, es decir, destinatario de las manifestaciones del inconsciente colectivo. La parafernalia externa de la realeza nos lo muestra muy claramente. La corona simboliza su relación con el sol, emitiendo sus rayos; su manto enjoyado es el firmamento estrellado; el orbe es una réplica del mundo; el elevado trono lo exalta por encima de la multitud; el tratamiento de “Majestad” lo acerca a los dioses. Cuanto más retrocedemos en la historia más evidente se vuelve la divinidad del rey. El derecho divino de los reyes ha sobrevivido hasta tiempos muy recientes, y los Emperadores Romanos usurparon incluso el título de dios y exigían el culto a su persona. En Oriente Medio toda la esencia de la realeza se basaba mucho más en creencias teológicas que políticas. Allí la psique de toda la nación era la base verdadera e indiscutible de la realeza: el rey era evidentemente la fuente mágica del bienestar y la prosperidad de toda la comunidad organizada formada por hombres, animales y plantas; de él emanaba la vida y la prosperidad de sus súbditos, el aumento de los rebaños, la fertilidad de la tierra. Esta significación de la realeza no fué algo inventado a posteriori; supone un a priori psíquico que se remonta muy profundamente en la prehistoria y se aproxima mucho a constituir una revelación natural de la estructura psíquica (…)” (11).
El simbolismo del rey nos remite automáticamente a las ideas de realización, diferenciación, consciencia, valor, civilización, cultura, progreso, evolución, logro. Llegar a serlo es comúnmente la meta mítica heroica; como dije antes, por sobre todo bajo el designio de la masculinidad. El rey es el representante supremo y más diferenciado de una cultura, su quintaesencia. Representa su más alto valor, un valor civilizador. “El rey es la tierra”, por eso las tribulaciones de Edipo, de todos los labdácidas, y de Tebas y su pueblo, van de consuno. Más allá de su significancia colectiva, sociocultural, en la estructura psíquica individual el símbolo del rey refleja el núcleo de la consciencia, su escala de valor, su más alto logro y poder y su máxima diferenciación. Representa la voluntad más acabada, la quintaesencia del ego, el centro del yo. Más en propiedad y profundidad significa el punto de contacto, más estrecho o más amplio, en que el ego encarna al Self. Claro, el Self significa el ideal de autorrealización psíquica, por eso allí donde el yo ha logrado una corona legítima, allí donde ha logrado “ser rey”, ha triunfado como héroe en cierta forma y ha alcanzado una más o menos alta (según el logro en relación con el supremo Rex, el Self), madurez, diferenciación y autorrealización.
Como vemos, en el simbolo real confluyen representaciones que engarzan la reminiscencia intuitiva del Sol psíquico, en el centro del Inconsciente Colectivo, el Sí mismo, la imagen del más alto valor (divinidad), con la manifestación de éste en el ámbito del ego, en la conciencia, y con la manifestación colectiva, social. Kether, la Corona, y su filiación con Malkuth, la manifestación, en el árbol sefirótico, ronda esta misma cuestión de relaciones íntimas entre el Sol transpersonal y la luz de la conciencia. El símbolo del rey concientizado siempre tiene, en mayor o menor grado por lo tanto, una cierta significancia de epifanía. Como instrumento de Dios, el hombre es la facultad donde el ojo divino se mira a sí mismo y se ve. Al menos, esa idea límite sustenta en muchos puntos tanto el pensamiento místico postescolástico medieval, léase Meister Eckhart, como la metapsicología de Jung. Habría que añadir que como instrumento, también implica la instancia de crear, concretar, hacer.
Cada vez que conseguimos un logro, cada vez que alcanzamos determinación, independencia, autonomía, perfección y desarrollo, y con esas armas logramos ubicarnos, asentarnos, conquistar un pedazo de mundo para nosotros, estamos acercándonos a un trono. Cada vez que una cualidad latente, que un contenido inconsciente, logra luz de concientización, y de impulso caótico pasa a ser un elemento reconocido, diferenciado, un instrumento de cierta voluntad y con cierto grado de aplicación, el Sol de la conciencia resplandece con el brillo de una corona real. A eso se refería Freud cuando decía que Donde Ello era, el yo debe advenir (en realidad ese impulso es más fundamental humano, que la misma sexualidad biológica desde nuestro estrato animal). Acercarse al rey, es acercarse a la “genitalidad”. En todo ser humano, el paso de la infancia a la autodeterminación adolescente, y de ésta hacia la ubicación y el logro social, es un camino regio, un camino de integración en la cultura (aunque se siga una senda contracultural), un camino de educación, adiestramiento, pulimento, perfeccionamiento, cualificación. Es marchar en la dirección de ser alguien, de la diferenciación, de traer al mundo luz.
Por supuesto, en este proceso quedan cosas atrás. Y también es cierto que “nuestro rey”, nuestra adaptación y lo mejor de nosotros, en lugar de estar en conexión con el Sí mismo, puede estar mucho más al servicio de la adaptación social, y nos una tanto a lo colectivo externo como nos separe del Inc. Colectivo y de nuestra identidad radical. Éste es el problema de la máscara, de la imitación servil más o menos acabada de lo que entendemos como triunfo, como héroe o rey, según nos llegue del entorno cultural, en lugar de la autorrealización. Por ello existe la figura simbólica del Sol Niger, el rey oscuro, en conexión con el abuso de poder, con la mala legislación, con los valores vitales erróneos, con la decadencia de un gobierno obsoleto. En la vida de una persona o un país. Puede ser una actitud impregnada de hybris e inflación, errónea, que separe mucho al ego de su sustento interior natural; puede ser un padre, un mal padre, un Dark Father (como apunta Grimaldi en su conferencia), que autoritariamente siegue las semillas de renovación en su clan; puede ser un gobernador, un director o un monarca, que con sus juicios, dictados y valores, separe a sí mismo y a su comunidad de la ley natural. Puede ser la escala de valores nefasta en la que se basa la meta de toda una sociedad.
Ahora bien, incluso en los más óptimos procesos de cualificación egoica que se producen en la primera mitad de la vida, que tienden los mejores puentes al mundo a partir del llamado de su vocación interior, queda después pendiente la necesidad de un retorno conciliador con los orígenes, para alcanzar siempre más y más totalidad. Y esto precisamente suele ser más agudo cuánto más óptimo y genuino ha sido el desarrollo hacia la “perfección” vocacional anterior. No sólo la rebelión de la autenticidad convoca la oposición del inconsciente contra la falsedad de la máscara, sino que con la vehemencia más intensa convoca su verdad más profunda también precisamente en aquel carácter que de por sí tiende a seguir incansable los hilos del destino en pos de su verdadera meta, siempre distante, descorriendo velo tras velo. El justo Job y el mismo Jesucristo, son ejemplos de esto que estoy diciendo, dejando clara constancia que el horrible calor del infierno no es sólo destino de “falsos e injustos”, porque toda verdad es relativa, y toda verdad más grande se alcanza después de sacrificar la anterior. Aún para el más honorable, una crucifixión marca el hito entre la mirada al mundo que madura en la primera mitad de la vida, y la mirada al Cielo que suele reclamar la Psique después.
El retorno a la fuente del alma, sincero y honesto, el replanteamiento de las verdades vitales y el reencauzamiento de la dirección vital y la estructuración de una nueva escala de valor más acorde con la última verdad, la que podríamos decir interna al mismo tiempo que del más allá, más allá de lo inmediato aparente, es un motivo constante en los sueños de muchos individuos que para generalizar llamamos sueños de la mitad de la vida. Una paciente a sus 40 años soñó: “…Una enorme paloma que habla me guía. Me insta a caminar por el lecho de un arroyo de agua cristalina, descalza. Pero no en dirección de su curso; quiere que suba contra corriente, hasta la fuente”
(Tal como le exhortó Yavé a Moisés delante de la zarza ardiente: “No te llegues acá: quita tus zapatos de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es» (Exodo, III, 5)
Deconstruirse es sobre la base de fuego y dolor, siempre, porque se trata de la muerte de uno mismo, y de un sólo posible renacimiento. En este díficil proceso, nuestro pequeño rey-ego se enfrenta al gran Rey Cósmico que es el Sí mismo, que se le presenta así como un gigantesco enemigo y rival fantasmal, que de repente le hace todo tipo de trastadas y pone todo tipo de zancadillas a los éxitos y deseos entre los que se movía la vida del sujeto hasta entonces. El Dios de Job y la idea del Diablo bastan para aquilatar con suficiente precisión que de lo que estamos hablando, puede ser de una catástrofe de dimensiones malignas y no raramente mortales. El Dios del amor y la compasión, en momentos así, queda totalmente desdibujado frente a la más completa imagen de Abraxas. Frente a una imagen tal, la pregunta de por qué este mundo es tan a menudo injusto y doloroso siendo gobernado por un dios de caridad, se convierte en una pregunta ingenua. La justicia se basa en otros valores, y el Dios, o la Diosa, que realmente parece gobernarlo todo tiene a menudo la misma compasión que un león mordiendo el cuello de la gacela o que una catástrofe natural, por ejemplo… un diluvio.
Dejando al margen la imagen más completa y compleja de Abraxas, rondamos con estas notas el arquetipo que desde hace tanto la astrología quiere revelar con Saturno. Él es dictatorial, implacable, rígido, severo, siente aversión por el cambio o la renovación (su tránsito es lento, el más lento entre los planetas visibles de la antigüedad), pesado como el plomo. Su otro nombre es Cronos, y su corona luce oscura las insignias del rigor, el karma (el ojo por ojo) y la nigredo. Hablando con profundidad, es el aspecto oscuro del Sí mismo, el aspecto oscuro del “Padre y Rey” último del yo y de la Humanidad, pero precisamente uno de sus aspectos, el más exotérico y proyectivo, vive muy a menudo encarnado, imbuido, en esa escala de valores que toda sociedad compele a introyectar en sus miembros, con vocación dictatorial. De esta forma, es un arquetipo que engloba tanto al tirano que se aferra a su poltrona y no quiere bajo ningún motivo abdicar de su poder, como a la Sabiduría de Dios, que conoce las verdades inmutables, eternas.
A través de esta ley severa y del concepto de máscara e imitación, estamos tocando el ámbito de lo que en psicoanálisis intuitivamente se llama superego, con ese resabor de malestar en la cultura, de opresión. Cuando Freud puso como ejemplo en Tótem y Tabú aquella imagen del padre-rey primigenio, represor, estaba creando un mito alrededor del arquetipo de Saturno. Precisamente para un judío, esta imagen de Dios Padre le es absolutamente cercana: tradicionalmente Yavé, es equiparado a Saturno (12). Mientras él creía estar respondiendo a la pregunta de cómo se genera una imagen de Dios a partir de un impulso biológico del animal humano, en realidad es muy patente como la imagen más cercana a él de Dios, le inspiraba la creación de su mito heroico, más allá del conjunto posterior de todas sus racionalizaciones al respecto. Y no sólo eso: él invistió para sus súbditos, muy en especial para Jung, la encarnación de ese mismo arquetipo saturnal (13).
No es necesario explicar cómo los símbolos padre y rey se entrecruzan. Es muy obvio como padre representa al rey en su clan, rey es el padre de su comunidad, y finalmente Dios Todopoderoso es una imagen tradicionalmente paterna desde el universo metafísico, especialmente en el monoteísmo judeocristiano. El nexo común es la cualidad fundamentalmente masculina (ojo, masculina, no única del sexo varón –en otros lugares he referido como a mi entender, el animus de la mujer en sus estadios iniciales representa con mucha más propiedad lo que el psicoanalisis atribuye intuitivamente a su instancia superego frente al yo femenino, y es perfectamente definitorio de lo que significa un complejo paterno) de conducción, perfección, triunfo, logro y concienciación racional y tecnológica; de Logos.
Del mismo modo la figura del hijo es asimilable simbólicamente con la del Príncipe, bajo la égida del sucesor, el heredero, el aspirante. Nuestro Edipo empieza siendo en efecto ambas cosas: un hijo como todo mortal, pero más hijo todavía (permítaseme la licencia) porque cargaba en su destino con una seria polémica con su padre, y un príncipe, que es por demás un hijo con una gran responsabilidad añadida.
También hay que tener en cuenta que las dinastías monárquicas se instauran a partir del derecho de sangre, desde tiempo inmemorial, y siguen estirpes genealógicas. Por lo tanto, el problema de la sucesión y del máximo poder, desde muchos ángulos queda conexo al problema generacional entre padre e hijo.
Sin posibilidad de recurrir a causaciones biológicas y sexuales, la dinámica entre padre e hijo, príncipe y rey, en una expresión arquetípica con un valor muy especial, la tenemos en la evolución religiosa de nuestro propio modelo moral, vital, social y cultural, mitificada en la cuestión del Dios Padre y de su Hijo, Jesús, que vino a renovar el mundo y acabó, de hecho, coronado, heredero del Reino de su “progenitor”, aunque aquí abajo esos laureles lucieran como espinas. Hijo del Hombre, Rex Judaeorum, la polémica sobre el reino de este mundo, el conflicto con Herodes, Pilatos, el César, el templo, Caifás y su sanedrín y a posteriori, como corolario, el símbolo de la Trinidad presidiendo la trama… Todo eso hace de esta historia un fabuloso compendio explicitativo del mitema del que nos estamos ocupando ahora. Volveremos después, cuando en el contexto de la trama del Edipo, me detenga de nuevo en esta cuestión que la psicología analítica refiere como conflicto Puer-Senex.
Toda esta argumentación intenta diferenciar la figura del padre como mero esposo de la madre, extraerla del ambiente psicoanalítico que lo adscribe a lo sexual, incestuoso y regresivo, para acercarla a la de referente progresivo de realización, adaptación y madurez del hijo, al mismo tiempo que reto a superar por él, obstáculo probatorio. Principio de consideraciones que para ser justos también empiezan a destilarse en muchos discursos de Freud, más o menos tácitamente.
Incluso en este sentido, pero yendo aún más lejos, inferir un más allá del principio de progenitura y familiaridad, para acercarnos a la esfera del conflicto entre príncipe (principio) y rey, bastante más “exogámico” e impersonal. En la figura del rey se destila del padre, como hemos empezado a ver, lo que en él se proyectaba del Sí mismo del hijo. Como tal, rey significa su más alta meta y logro humano, la Individuación, y la familiaridad y paternal relación endogámica de su figura con respecto al hijo-príncipe, resulta de ser un contenido que le brota a éste desde la misma fuente de su alma, mucho más íntima que un lazo fisiológico de sangre.
No entraré aquí en disquisiciones sobre la debida androginia de una imagen del Sí mismo, pues el mito que nos ocupa es un mito ejemplificador de un proceso de individuación masculino. Sin embargo añado que aunque Rey es uno de los símbolos de la meta de identidad del ego especialmente en un hombre, como a fin de cuentas ego es conciencia, es luz, Sol, tanto en hombres y mujeres (escribiendo ésto a sabiendas de toda la reserva que se debe tener ante la precariedad de este postulado simplista, tema que es la base de la más famosa polémica entre Jung y Erich Newmann –14-), tampoco es impropio del todo para un proceso ejemplificador de un despertar y crecimiento de conciencia femenino.
En el mito de Edipo los símbolos nos conducen a una de las imágenes más altas de la meta de una evolución consciente, a lo más óptimo del significado del devenir autorrealizado: literalmente a la consecución de un trono ganado en mérito propio y legítimamente, por lo tanto hacia un individuo altamente diferenciado, excepcional y genuino, muy por encima de la madurez de la media, y ejemplificador de lo más alto y mejor de una civilización y de una comunidad; capaz de superar pruebas y obstáculos donde otros fracasan, y así ser quizás acreedor del gobierno de todo un pueblo. Un hombre que deambula cerca de la esfera de los dioses. Hablando en propiedad: un auténtico Héroe.
Pero no sólo por vencer a la Esfinge, el Dragón, derrocar a un tirano inepto y acceder a su puesto público en la cúspide de la dignidad tebana, queda demostrado que Edipo, lejos de ser un hombre atrapado en una fase libidinal prematura, como lo etiqueta el psicoanálisis, es un hombre que alcanza uno de los más altos grados de “genitalidad”. También el final de la leyenda, incluido el inexorable cumplimiento de la trágica profecía y la subsiguiente decadencia, el “fracaso”, lo acerca aún más a esta posición y valoración de heroicidad, crecimiento, y a la postre, ejemplo social. Cuando nos centremos en los comentarios comparativos con el arquetipo universal heroico veremos, a mi entender, cómo y por qué.
Una de las mil caras del Héroe
Tampoco es precisamente ningún descubrimiento catalogar el mito de Edipo como un caso particular del universal mito heroico. A excepción del psicoanálisis, que lo diagnostica con una falla en su madurez que lo coloca por debajo de la superación de un complejo y, por lo tanto y en definitiva, como un ejemplo de lo que no debería ser, y de ahí la tragedia, prácticamente todo el resto de exégetas que lo contempla ha visto en él tantos motivos que lo asimilan al mito universal de los más grandes civilizadores y héroes, y una trama tan similar a cualquier leyenda sobre logros y triunfos de los individuos excepcionales y semidivinos, que aunque sea eximiéndolo de sus culpas y fallas a través de la mala suerte, no han podido degradarlo de su categoría de ejemplificador del camino de los más elevados logros humanos, el mito heroico.
Sin hablar abiertamente de heroísmo mítico, Freud nos cuenta sobre su valoración de lo que significan para él los individuos más valiosos y punteros en una civilización: “Para muchos de nosotros es difícil prescindir de la creencia de que en el hombre mismo reside un instinto de perfeccionamiento que lo ha llevado hasta su actual elevado grado de función espiritual y sublimación ética y del que debe esperarse que cuidará de su desarrollo hasta el superhombre. Mas por mi parte, no creo en tal instinto interior y no veo medio de mantener viva esta benéfica ilusión. El desarrollo humano hasta el presente me parece no necesitar explicación distinta del de los animales, y lo que de impulso incansable a una mayor perfección se observa en una minoría de individuos humanos puede comprenderse sin dificultad como consecuencia de la represión de los instintos, proceso al que se debe lo más valioso de la civilización humana. El instinto reprimido no cesa nunca de aspirar a su total satisfacción, que consistiría en la repetición de un satisfactorio suceso primario. Todas las formaciones sustitutivas o reactivas, y las sublimaciones, son insuficientes para hacer cesar su permanente tensión. De la diferencia entre el placer de satisfacción hallado y el exigido surge el factor impulsor, que no permite la detención en ninguna de las situaciones presentes, sino que, como dijo el poeta, “tiende, indomado, siempre adelante” (Fausto, I). El camino hacia atrás, hacia la total satisfacción, es siempre desplazado por las resistencias que mantienen la represión, y de este modo no queda otro remedio sino avanzar en la dirección evolutiva que permanece libre, aunque sin esperanza de dar fin al proceso y alcanzar la meta. Los procesos que tienen lugar en el desarrollo de una fobia neurótica, perturbación que no es más que un intento de fuga ante una satisfacción instintiva, nos dan el modelo de la génesis de este aparente “instinto de perfeccionamiento”; instinto que sin embargo, no podemos atribuir a todos los individuos humanos. Las condiciones dinámicas para su existencia se dan ciertamente en general; pero las circunstancias económicas parecen no favorecer el fenómeno más que en muy raros casos”(15). (La cursiva es mía)
Freud no se cuestiona la existencia de estos individuos punteros. Él mismo señala sin ninguna duda la existencia del héroe, aunque da un dibujo muy reduccionista y, obviamente, degradado y pesimista de sus razones. Sin embargo, no es difícil percatarse en su discurso de una manifiesta contradicción, azorada, entre la apología reduccionista y la calificación de “lo más valioso de la civilización humana”.
(1) Freud, Sigmund. Obras Completas.-Biblioteca Nueva, Madrid, 1975 (citado por Andrés Caro Berta, en (2))
(2) Andrés Caro Berta: Edipo mito, drama, complejo. Revista Relaciones-Freudiana XXI.http://www.uyweb.com.uy/
(3) “Mito de Edipo a la luz de una posible interpretación junguiana”, artículo publicado en la web de la Fundación C.G. Jung de psicología análitica de la República Argentina, http://www.fundacion-jung.com.ar/
(4) Lamento no haber tenido acceso aún a una obra en este menester suculenta: Edipo y variaciones, firmada al alimón por Karl Kerényi & James Hillman
(5) El mito del héroe. Morfología y semántica de la figura heroica, Edipo, H.F Bauzá.
(6) La cita continúa, un tanto suavizando la tajante afirmación: “…los menos sospechosos son los casos de sueños de traumas; pero una más detenida reflexión nos hace confesar que tampoco en los otros ejemplos queda explicado el estado de cosas por la función de los motivos que conocemos” Freud, Sigmund. El yo y el ello & tres ensayos sobre teoría sexual y otros ensayos, Ed. Orbis, Barcelona, 1983
(7) Freud, Sigmund. El poeta y los sueños diurnos. Obras Completas.-Biblioteca Nueva, Madrid, 1975 (cita en (2))
(8) Galiano, M. F. Prólogo al libro: Diccionario de mitología clásica, de Falcón Martínez, C., Fernández Galiano, E. & López Melero. Alianza Editorial, Madrid, 1997
(8b) Joseph Campbell, el Héroe de las Mil Caras, Ed FCE, 1997, Buenos Aires.
(9) Abundante documentación sobre el tema en Monick, Eugene: Phallos. Ed. 4 Vientos, Chile.
(10) Jung, C.G. Arquetipos e Inconsciente colectivo. Paidós, Barcelona, 1994
(10b) Joseph Campbell, Op Cit en (8b)
(11) Jung, C.G. Rex & Regina. Mysterium Coniunctionis. Collected Works of C.G. Jung (Vol.14)
(12) “…Albumasar atestigua que Saturno es el astro de Israel”. Citado por Jung en: Aion. Ed. Paidós. Barcelona, 1992.
(13) Chislovsky, Alberto. Jung y el proceso de Individuación. Ed Continente, Argentina, 1994.
(14) “(…) Erich Newmann tiene una idea algo diferente. Él sugiere que el Sol es el principio de consciencia tanto para el hombre como para la mujer (…)” Edinger, Edward F. Conferencia sobre la lectura comprensiva de Mysterium Coniunctionis. Traducción particular desde el inglés.
(15) Freud, Sigmund. Op. Cit. en (6).