Charles Baudelaire
Extracto desde «El arte romántico», de Charles Baudelaire. Ediciones Felmar, Madrid 1977. Traducción de Carlos Wert.
Publicado originalmente en la «Revue Européenne», el 1 de abril de 1861. La segunda parte, en folleto.
1
Remontémonos, si así os place, trece meses atrás, al comienzo de la cuestión, y permítaseme, en este comentario, hablar frecuentemente en mi nombre propio. Este Yo, justamente acusado de impertinencia en muchos casos, implica, no obstante, una modestia grande; él encierra al escritor en los más estrictos límites, los de la sinceridad. Al reducir su tarea, la hace más fácil. En suma, no es necesario ser un probabilista consumado para adquirir la certeza de que tal sinceridad encontrará amigos entre los lectores imparciales; hay, evidentemente, muchas probabilidades de que el critico ingenuo, sin comunicar más que sus propias impresiones, comunique también las de algunos correligionarios desconocidos.
Así pues, hace trece meses recorrió París un fuerte clamor. Un compositor alemán había vivido largo tiempo con nosotros, sin que lo supiéramos, pobre, desconocido, ocupado en labores miserables, pero a quien el público alemán celebraba desde hace ya quince años como a un hombre genial, volvía a la ciudad antaño testigo de sus miserias juveniles a someter sus obras a nuestro juicio. Hasta entonces, París poco había oído hablar de Wagner: se sabía vagamente que más allá del Rhin se ventilaba la cuestión de una reforma en el drama lírico y que Liszt había adoptado con ardor las opiniones del reformador. Fétis había lanzado contra él una especie de requisitoria y las personas que tengan la curiosidad de hojear los números de la Revue et Gazette musicale de Paris, podrán verificar una vez más que los escritores que se jactan de profesar las más sabias, la más clásicas opiniones, no pueden preciarse de sabiduría ni de mesura, ni siquiera de la más vulgar cortesía, en la crítica de las opiniones contrarias. Los artículos de Fétis apenas son algo más que una diatriba penosa; más la exasperación del viejo diletante sólo servía para probar la importancia de las obras que condenaba al anatema y al ridículo. Por lo demás, desde hace trece meses, durante los cuales la curiosidad pública no ha perdido fuerza, Richard Wagner ha tenido que soportar otras muchas injurias. Hace algunos años, sin embargo, a la vuelta de un viaje a Alemania, Théophile Gautier, conmovido por una representación de Tannhäuser, había comunicado en el Moniteur sus impresiones con esa certidumbre plástica que da un encanto irresistible a todos sus escritos. Pero esos testimonios diferentes, surgidos a largos intervalos, habían resbalado sobre el espíritu de la mayoría.
Tan pronto como los carteles anunciaron que Richard Wagner haría escuchar en la sala de los Italianos fragmentos de sus composiciones, se produjo un hecho curioso que ya antes habíamos podido observar y que prueba la necesidad instintiva, precipitada, que tienen los franceses de tomar partido sobre cualquier cosa antes de haberla deliberado o examinado. Unos anunciaron maravillas y otros se pusieron a denigrar a ultranza obras que aún no habían escuchado. Aún hoy dura esta situación payasesca y puede incluso decirse que nunca asunto desconocido fue tan discutido. En una palabra, los conciertos de Wagner se anunciaban como una verdadera batalla de doctrinas, como una de esas solemnes crisis del arte, una de esas agarradas en las que críticos, artistas y público acostumbran a comprometer confusamente todas sus pasiones; crisis dichosas que denotan salud y riqueza en la vida intelectual de una nación y que ya habíamos, por así decirlo, olvidado desde los días grandes de Víctor Hugo. Las líneas siguientes proceden del folletín de Berlioz (9 de febrero de 1860): «Resultaba curioso observar el vestíbulo del Teatro Italiano la noche del primer concierto. Todo eran furores, gritos, discusiones, que parecían a cada momento a punto de degenerar en hechos.» Sin la presencia del soberano podía haberse producido el mismo escándalo hace pocos días en la ópera, y esta vez con un público más verdadero. Recuerdo haber visto, al final de uno de Los ensayos generales, a uno de los críticos parisinos más acreditados plantado pretenciosamente delante de la puerta, haciendo frente a la multitud hasta el punto de impedirle la salida, y empleado en reir como un maníaco, como uno de esos infortunados que, en las casas de salud, llaman azogados. Este pobre hombre, creyendo que su rostro era conocido por todo el mundo, parecía decir: «¡Mirad cómo me río, yo, el célebre S…! Así que poned cuidado en adecuar vuestro juicio al mío.» En el folletín al que hacía hace un momento alusión, Berlioz, que mostró, sin embargo, menos calor que el que podía haberse esperado de su parte, añadía: «El sinsentido, los absurdos e incluso las mentiras que en estos momentos se prodigan, son realmente prodigiosos y prueban con evidencia que, al menos entre nosotros, cuando se trata de apreciar una música diferente de la que anda por las calles, la pasión, el partidismo, toman solos la palabra e impiden al buen sentido y al buen gusto hablar.»
Wagner había sido audaz: el programa de su concierto no incluía ni solos de instrumentos, ni canciones, ni ninguna de esas exhibiciones tan caras a un público amante de los virtuosos y de sus tours de force. Nada más que fragmentos de conjunto, coros o sinfonías. La lucha fue violenta, es cierto; pero el público, abandonado a sí mismo, se enardeció con algunos de aquellos fragmentos irresistibles que expresaban más netamente para él su pensamiento y la música de Wagner triunfó por su propia fuerza. La obertura de Tannhäuser, la marcha pomposa del segundo acto, la obertura de Lohengrin, en particular, la música de bodas y el epitalamio, fueron magníficamente aclamadas. Sin duda, muchas cosas seguían siendo oscuras, más los espíritus imparciales se decían: «Ya que estas composiciones están hechas para la escena, habrá que esperar; las cosas que no están suficientemente definidas, se explicarán por la plástica.» Mientras tanto, quedaba probado que, como sinfonista, como artista que traduce con las mil combinaciones del sonido los tumultos del alma humana, Richard Wagner estaba a la altura de lo más elevado que exista, que era, con toda certeza, tan grande como los más grandes.
Con frecuencia he oído decir que la música no podía envanecerse de traducir algo, cualquier cosa, con precisión, como hacen la palabra y la pintura. Esto es verdad en una cierta proporción, pero no es del todo verdad. Traduce a su manera y por los medios que le son propios. En la música, como en la pintura e incluso en la palabra escrita, que es, no obstante, la más positiva de las artes, siempre habrá una laguna que completa la imaginación del oyente.
Son, sin duda, estas consideraciones las que han empujado a Wagner a considerar el arte dramático; es decir, la reunión, a la coincidencia de varias artes, como el arte por excelencia, la más sintética y la más perfecta. Y, si nos olvidamos por un instante del apoyo de la plástica, del decorado, de la incorporación de los tipos soñados en actores vivos e incluso de la palabra cantada, aún sigue siendo incontestable que cuanto más elocuente es la música, la sugestión es más rápida y más justa, y hay más probabilidades de que los hombres sensibles conciban ideas relacionadas con las que inspiraron al artista. Pongo inmediatamente un ejemplo, la famosa obertura de Lohengrin, de la que Berlioz ha escrito un magnífico elogio en estilo técnico; yo quiero contentarme aquí con verificar su valor por las sugerencias que procura.
Leo en el programa que se distribuyó en aquella época en el Teatro Italiano:
«Desde los primeros compases, el alma del piadoso solitario que espera el vaso sagrado se sumerge en los espacios infinitos. Poco a poco, ve formarse una extraña aparición que toma cuerpo, figura. La aparición se precisa más y el tropel milagroso de los ángeles, portando en su centro la copa sagrada, pasa ante él. El santo cortejo se aproxima, el corazón del elegido de Dios se exalta poco a poco, se ensancha, se dilata; inefables aspiraciones despiertan en el; cede a una beatitud creciente, encontrándose cada vez más cerca de la luminosa aparición y cuando por fin el Santo Grial mismo aparece en medio del sagrado cortejo, se abisma en una adoración estática, como si el mundo entero hubiera repentinamente desaparecido.
Entre tanto, el Santo Grial vierte sus bendiciones sobre el santo que reza y le consagra caballero. Despues, las ardientes llamas suavizan progresivamente su resplandor; en su santa alegría, el tropel de los ángeles, sonriendo a la tierra que abandona, vuelve a las celestes alturas. Ha dejado la custodia del Santo Grial a los hombres puros, en cuyo corazón se ha vertido el divino licor, y el tropel augusto se desvanece en las profundidades del espacio, de la misma manera que había surgido».
El lector comprenderá en seguida por qué subrayo estos pasajes. Ahora tomo el libro de Liszt y lo abro por la página en la que la imaginación del ilustre pianista (que es un artista y un filósofo) traduce a su manera el mismo fragmento:
«Esta introducción encierra y revela el elemento místico, siempre presente y siempre escondido en la pieza… Para enseñarnos el poder inenarrable de este secreto, Wagner nos muestra primero la belleza inefable del santuario, habitado por un Dios que venga a los oprimidos y no exige, sino amor y fe a sus fieles. Nos inicia en el Santo Grial; hace destellar a nuestros ojos el templo de madera incorruptible, de muros aromáticos, de puertas de oro, de vigas de asbesto, de columnas de ópalo, de paredes de cimófana, a cuyo espléndido pórtico no pueden aproximarse sino los que tienen el corazón elevado y las manos puras. Y no nos lo da a ver en su imponente y real estructura, sino que, como preservando nuestros débiles sentidos, nos lo muestra primero, reflejado en cierta onda de azur o reproducido por cierta nube irisada.
El comienzo es un amplio velo durmiente de melodía, un éter vaporoso que se extiende, para que el cuadro sagrado se dibuje ante nuestros ojos profanos; efecto exclusivamente confiado a los violines, divididos en ocho atriles diferentes que, tras varios compases de sonidos armónicos, continúan en las notas más altas de sus registros. El motivo es repetido a continuación por los instrumentos de viento más dulces: los cornos y los fagots, al unirse a ellos, preparan la entrada de las trompetas y trombones que repiten la melodía por cuarta vez, con un centelleo deslumbrante de colorido, como si en este instante único el edificio santo hubiera brillado ante nuestras miradas enceguecidas, en toda su magnificencia luminosa y radiante. Más el vivo destello, gradualmente llevado hasta tal intensidad de irradiación solar, se extingue rápidamente como un resplandor celeste. El vapor transparente de las nubes se espesa de nuevo, la visión desaparece poco a poco en el mismo incienso matizado en medio del cual apareció y el fragmento se cierra con los primeros seis compases, que se han hecho aún más etéreos. Su carácter de misticismo ideal se hace especialmente sensible en el pianissimo que mantiene la orquesta y que apenas interrumpe el corto momento en que los cobres hacen resplandecer las maravillosas líneas del único motivo de esta introducción. Tal es la imagen que, en la audición de este sublime adagio, se presenta antes que cualquier otra a nuestros conmovidos sentidos».
¿Se me permitirá a mí mismo comunicar, ofrecer en palabras la inevitable traducción que mi imaginación hizo del mismo fragmento cuando lo escuché por vez primera, los ojos cerrados y, por decirlo así, arrebatado a esta tierra? Sin duda que no osaría hablar con complacencia de mis ensoñaciones si no resultara aquí útil unirlas con las ensoñaciones precedentes. El lector conoce el fin que perseguimos: demostrar que la verdadera música sugiere ideas análogas en cerebros diferentes. Por lo demás, no resultaría en esto del todo ridículo razonar a priori, sin análisis ni comparaciones; pues lo que realmente sería sorprendente es que el sonido no pudiera sugerir el color, que los colores no pudieran dar idea de una melodía y que el sonido y el color fueran impropios para traducir ideas, porque las cosas se han expresado siempre a través de una analogía recíproca, desde el día en que Dios articuló el mundo como una compleja e indivisible totalidad.
La nature est un temple où de vivants piliers Comme de longs échos qui de loin se confondent (Correspondencias) |
La naturaleza es un templo de vivientes pilares Como amplios ecos que de lejos se confunden |
Prosigo, pues. Recuerdo que desde los primeros compases sentí una de esas impresiones dichosas que casi todos los hombres imaginativos han conocido, a través del sueño cuando duermen. Me sentí liberado de los lazos de la pesadez y recuperé en el recuerdo la extraordinaria voluptuosidad que circula por los lugares elevados (señalemos de pasada que no conocía el programa antes citado). A continuación me pinté involuntariamente el delicioso estado de un hombre presa de una ensoñación grandiosa en una soledad absoluta, pero una soledad con un inmenso horizonte y una amplia luz difusa; la inmensidad sin más decoración que ella misma. Pronto experimenté la sensación de una claridad más viva, de una intensidad luminosa que crecía con tal rapidez que los matices ofrecidos por el diccionario no bastarían para expresar aquel incremento de ardor y blancura que se reproducía sin cesar. Entonces vislumbré plenamente la idea de un alma moviéndose en un medio luminoso, de un éxtasis hecho de voluptuosidad y conocimiento, que se cernía por encima y muy lejos del mundo natural.
Fácilmente podréis notar las diferencias entre estas tres traducciones. Wagner indica un tropel de ángeles que transportan un vaso sagrado; Liszt ve un monumento milagrosamente bello que se refleja en un espejismo vaporoso. Mi ensoñación está bastante menos ilustrada por objetos materiales: es más vaga y más abstracta. Mas aquí lo importante es ceñirse a las similitudes. Aún si fueran poco importantes constituirían suficiente prueba; mas, por fortuita, son numerosas y sorprendentes hasta lo superfluo. En las tres traducciones encontramos la sensación de La beatitud espiritual y física, del aislamiento, de la contemplación de algo infinitamente grande e infinitamente bello de una luz intensa que regocija los ojos y el alma hasta el desmayo; por fin, la sensación del espacio que se extiende hasta los últimos límites concebibles.
Ningún músico destaca como Wagner en la pintura del espacio y de la profundidad material y espiritual. Es esta una observación en la que diversas inteligencias, de entre las mejores, no han podido evitar caer en diferentes ocasiones. Posee el arte de traducir, a través de gradaciones sutiles, todo lo que de excesivo, de inmenso, de ambicioso contiene el hombre espiritual y natural. A veces da la impresión, al escuchar esta música ardiente y despótica, de que nos vemos con las vertiginosas concepciones del opio pintadas sobre un fondo de tinieblas desgarrado por la ensoñación.
A partir de este momento; es decir, del primer concierto, me poseyó el deseo de proseguir avanzando en la comprensión de estas obras singulares. Había sufrido (al menos así se me presentaba) una operación espiritual, una revelación. Mi voluptuosidad había sido tan fuerte y tan terrible que no podía evitar desear volver incesantemente a sentirla. En mi experiencia contaba, sin duda, mucho lo que Weber y Beethoven ya me habían hecho conocer, pero también algo nuevo que era impotente para definir, y esta impotencia me causaba cólera y curiosidad unidas a una extraña delicia. Durante mucho tiempo me dije: « ¿Dónde podría escuchar esta tarde música de Wagner?» Aquellos de mis amigos que poseían un piano se convirtieron en más de una ocasión en mis mártires. Pronto, como ocurre con cualquier novedad, fragmentos sinfónicos de Wagner resonaron en los casinos, abiertos cada noche a una multitud amante de voluptuosidades vulgares. La majestuosidad fulgurante de aquella música caía sobre ellos como el trueno en mal lugar. Su fragor se extendió aprisa y vimos a menudo el cómico espectáculo de unos hombres graves y delicados soportando el contacto de turbamultas malsanas para gozar, a la espera de mejor ocasión, de la marcha solemne de Los invitados de Wartburg o las majestuosas bodas de Lohengrin.
No obstante, la frecuente repetición de las mismas frases melódicas en distintos pasajes de una misma ópera implicaba unas intenciones misteriosas y un método que me resultaba desconocido. Resolví informarme del porqué y transformar mi deleite en conocimiento antes de que una representación escénica viniera a proporcionarme una alucinación cornpleta. Interrogué a amigos y enemigos. Mastiqué el indigesto y abominable panfleto de Fétis. Leí el libro de Liszt y, por fin, me procuré, a falta de El arte y la revolución y de La obra de arte del porvenir, que estaban sin traducir, el titulado Opera y drama, traducido al inglés.
2
La majadería francesa seguía su curso y el periodismo vulgar continuaba sin descanso sus travesuras profesionales. Como Wagner jamás había cesado de repetir que la música (dramática) debía hablar al sentimiento, adaptarse al sentimiento con la misma exactitud que la palabra, aunque evidentemente de otra manera; es decir, expresar la parte indefinida del sentimiento que la palabra, demasiado positiva, no puede ofrecer (con lo que no decía nada que no sea aceptado por cualquier espíritu sensato), multitud de personas, persuadidas por los bromistas del folletín, imaginaron que el maestro atribuía a la rnúsica el poder de expresar la forma positiva de las cosas; es decir, que invertía los papeles y las funciones. Sería tan inútil como fastidioso enumerar todos los retruécanos fundados en esta falsedad que, provenientes unos de la mala voluntad, otros de la ignorancia, daban como resultado desorientar de antemano la opinión del público. Pero es imposible, en París más que en cualquier otra parte, detener una pluma que se cree divertida. La general curiosidad, atraída por Wagner, engendró toda una serie de artículos y folletines que nos iniciaron en su vida, en sus largos esfuerzos y en todos sus tormentos. De entre todos estos documentos, hoy sobradamente conocidos, no quiero entresacar sino aquellos que me parecen más adecuados para iluminar y definir la naturaleza y carácter del maestro. Aquel que ha escrito que el hombre que no ha sido, desde la cuna, dotado por un hada con el espíritu de descontento, por todo lo existente, jamás llegará al descubrimiento de lo nuevo, tenía, indudablemente que encontrar en los conflictos de la vida más dolores que cualquier otro. De esta facilidad para el sufrimiento, común a todos los artistas y tanto mayor cuanto más pronunciado es su instinto de la justicia y de la belleza, es de donde yo derivo la explicación de las opiniones revolucionarías de Wagner. Agriado por tantos desengaños, decepcionado en tantos de sus sueños, debió en cierto momento, a consecuencia de un error excusable en mi espíritu sensible y nervioso hasta el exceso, establecer una complicidad ideal entre la mala música y los malos gobiernos. Poseído por el deseo supremo de ver al ideal dominar en el arte definitivamente a la rutina, ha podido (es una ilusión esencialmente humana) esperar que las revoluciones en el orden político favorecerían la causa de la revolución en el arte. El éxito mismo de Wagner ha dado el mentís a sus previsiones y sus esperanzas; pues en Francia ha sido precisa la orden de un déspota para hacer ejecutar la obra de un revolucionario. Del mismo modo, vimos ya cómo la evolución romántica en París se veía favorecida por la monarquía, mientras que liberales y republicanos permanecían aferrados obstinadamente a la rutina de la literatura llamada clásica.
En las notas que él mismo nos ha proporcionado sobre su juventud, veo cómo, aún niño, vivía ya inmerso en el teatro, frecuentaba los bastidores y componía comedias. La música de Weber y, más tarde, la de Beethoven, obraron en su espíritu con una fuerza irresistible y pronto, al acumularse los años y los estudios, le fue imposible no tener un doble pensamiento, poético y musical, no percibir cada idea en dos formas simultáneas, comenzando una de las dos artes su función allí donde se dibujan los límites de la otra. El instinto dramático, que ocupaba un espacio tan importante entre sus facultades, había de empujarle a rebelarse contra todas las frivolidades, las simplezas y los absurdos de las composiciones destinadas a completar la música. De esta manera la providencia, que gobierna las revoluciones del arte, maduraba en un joven cerebro alemán el problema que tanto había inquietado al siglo XVIII. A cuaLquiera que haya leído con atención la Carta sobre la música que sirve de prefacio a Cuatro poemas de ópera traducidos en prosa francesa, no le puede quedar ninguna duda al respecto. Los nombres de Gluck y Méhul se citan frecuentemente en ella con apasionada simpatía. Por más que disguste a Fétis, que quiere establecer absolutamente para toda la eternidad el predominio de la música en el drama lírico, la opinión de hombres tales como Gluck, Diderot, Voltaire y Goethe, no es de desdeñar. Si estos dos últimos desmintieron más tarde las teorías de su predilección, no significó en ellos sino un acto de descorazonamiento y de desesperanza. Hojeando la Carta sobre la música, sentí revivir en mi espíritu, como por un fenómeno de eco nemónico, diferentes pasajes de Diderot que afirman que la verdadera música dramática no puede ser otra cosa que el gritó o el suspiro de la pasión, notado y ritmado. Los mismos problemas científicos, poéticos, artísticos, se reproducen una y otra vez a través de las épocas, y Wagner no se presenta como un inventor, sino simplemente como el confirmador de una antigua idea que aun será, sin duda, alternativamente vencida y vencedora más de una vez. Todas estas cuestiones son en realidad extremadamente simples y no sorprende poco ver cómo se rebelan contra las teorías de la música del provenir (por servirme de una locución tan inexacta como prestigiosa) aquellos mismos a los que hemos escuchado con tanta frecuencia lamentarse de las torturas infligidas a cualquier espíritu razonable por la rutina del libreto ordinario de ópera.
En esta misma Carta sobre la música, en la que el autor ofrece un análisis límpido y breve de sus tres obras anteriores, El Arte y la Revolución, La obra de arte del porvenir y Opera y Drama, encontramos una preocupación viva por el teatro griego, completamente natural e incluso inevitable en un dramaturgo músico que tenía que buscar en el pasado la legitimación de su disgusto por el presente y consejos que le ayudaran en el establecimiento de las condiciones nuevas del drama lírico. En su carta a Berlioz decía ya hace más de un año:
«Me preguntaba cuáles habían de ser las condiciones del arte para que pudiera inspirar al público un inviolable respeto y, a fin de no aventurarme demasiado en el examen de esta cuestión, fui a buscar mi punto de partida en la Grecia antigua. Encontré allí, para empezar, la obra artística por excelencia, el drama, en el que la idea, por profunda que sea, puede manifestarse con la máxima claridad y de la manera más universalmente inteligible. Con razón nos asombramos hoy de que treinta mil griegos hayan podido seguir con interés sostenido la representación de las tragedias de Esquilo; pero si investigamos el medio por el cual se obtenían tales resultados, encontramos que se halla en la alianza de todas las artes concurriendo juntas a un mismo fin, es decir, a la producción de la obra artística más perfecta y la única verdadera. Esto me condujo a estudiar las relaciones de las diferentes ramas del arte entre sí y, después de haber captado la relación que existe entre la plástica y la mímica, examiné la que puede hallarse entre música y poesía; de este examen brotaron repentinas claridades, que disiparon por completo la oscuridad que hasta aquí me inquietaba.
Reconocí, en efecto, que allí precisamente donde una de estas artes alcanzaba límites infranqueables, comenzaba inmediatamente, con la más rigurosa exactitud, la esfera de acción de la otra; que, en consecuencia, con la unión íntima de estas dos artes, se expresaría con la más satisfactoria claridad lo que no podía expresar cada una de ellas aisladamente; que, por el contrario, cualquier tentativa de ofrecer con los medios de una de ellas lo que no podría ofrecerse sino con el concurso de las dos, había de conducir fatalmente, primero, a la oscuridad y, a continuación, a la degeneración y a la corrupción de cada arte en particular».
Y en el prefacio a su último libro vuelve en estos términos sobre el mismo asunto:
«Había encontrado en unas pocas creaciones de artistas una base real en la que asentar mi ideal dramático y musical; ahora la historia me ofrecía a su vez el modelo y el tipo de las relaciones ideales del teatro y la vida pública tal como yo las concebía. Encontré este modelo en el teatro de la antigua Atenas: allí el teatro no abría su recinto sino en ciertas solemnidades en las que se celebraba una fiesta religiosa a la que acompañaban los deleites del arte. Los hombres más distinguidos del Estado tomaban en dichas solemnidades una parte directa como poetas o directores; aparecían como sacerdotes a los ojos de la población reunida de la ciudad y del país y esta población estaba imbuida de tan alta expectación por la sublimidad de las obras que iban a representarse ante ella, que los más profundos poemas, los de un Esquilo y un Sófocles, podían proponerse al pueblo y estar seguros de que serían perfectamente entendidos».
Esta afición absoluta, despótica por un ideal dramático en el que todo, desde una declamación notada y subrayada por la música con tal solicitud que es imposible al cantante separarse de ella ni una sola sílaba, verdadero arabesco de sonidos dibujado por la pasión, hasta el esmero más minucioso en lo relativo a los decorados y la puesta en escena, en la que todos los detalles -como decía- han de concurrir a una totalidad de efecto, se ha convertido en el destino de Wagner. Ha sido para él como una pretensión perpetua. Desde el día en que se desembarazó de la vieja rutina del libreto y renegó valerosamente de su Rienzi, ópera de juventud que había sido honrada con un gran éxito, ha caminado, sin desviarse un ápice, hacia este ideal imperioso. No me ha asombrado, pues, encontrar en aquellas de sus obras que han sido traducidas, particularmente en Tannhäuser, Lohengrin y El buque fantasma, un método de construcción excelente, un espíritu de orden y de división que recuerda la arquitectura de las tragedias antiguas. Pero los fenómenos e ideas que se producen periódicamente a lo largo de las épocas, reciben siempre, a cada resurrección, el carácter complementario de la variante y de la circunstancia. La radiante Venus antigua, la Afrodita nacida de la blanca espuma, no ha atravesado impunemente las horríficas tinieblas de la Edad Media. Ya no habita el Olimpo ni las riberas de un archipiélago perfumado. Se ha retirado a lo más profundo de una caverna, magnífica -es cierto-, pero iluminada por hogueras que no son las del benevolente Febo. Descendiendo bajo tierra, Venus se ha acercado al infierno y va, sin duda, en ciertas solemnidades abominables, a rendir regularmente homenaje al Archidemonio, príncipe de la carne y señor del pecado. De igual forma, los poemas de Wagner, si bien revelan un gusto sincero y una perfecta comprensión de la belleza clásica, participan también, en una elevada dosis, del espíritu romántico. Si hacen soñar en la majestuosidad de Sófocles y Esquilo, obligan a la vez al espíritu a recordar los Misterios de la época más plásticamente católica. Se parecen a aquellas visiones grandiosas que la Edad Media desplegaba en los muros de sus iglesias o tejía en sus magníficos tapices. Tienen un aspecto general decididamente legendario: el Tannhäuser, leyenda; el Lohengrin, leyenda; leyenda El buque fantasma. Y no es sólo una propensión natural de todo espíritu poético lo que ha conducido a Wagner a esta aparente especialización; es una toma de partido formal, alumbrada en el estudio de las condiciones más favorables para el drama lírico.
El mismo se ha tomado el cuidado de elucidar la cuestión en sus libros. Todos los asuntos, efectivamente, no son igualmente apropiados para proporcionar un drama amplio, dotado de un carácter de universalidad. Sería inmensamente peligroso trasladar a un fresco el más delicioso y perfecto de los cuadros de género. En el corazón universal del hombre y en la historia de dicho corazón es, sobre todo, donde el poeta dramático hallará cuadros universalmente inteligibles. Para construir con libertad plena el drama ideal, sería prudente eliminar todas las dificultades que podrían nacer de los detalles técnicos, políticos e incluso demasiado positivamente históricos. Cedo La palabra al maestro mismo:
«El único cuadro de la vida humana que puede ser llamado poético es aquel en el que los motivos que no tienen sentido más que para la inteligencia abstracta, hacen sitio a los móviles puramente humanos que gobiernan el corazón. Esta tendencia (la relativa a la invención del asunto poético) es la ley soberana que rige la forma y la representación poética… El arreglo rítmico y el ornamento (casi musical) de la rima son para el poeta medios que aseguran al verso, a la frase, un poder que cautiva como un hechizo y que gobierna a su grado al sentimiento. Esencial para el poeta esta tendencia le conduce hasta los límites de su arte, límites que rozan inmediatamente los de la música y, por consiguiente, la obra más completa del poeta debería ser aquella que, en su perfección última, fuera una música perfecta.
De aquí, me veía necesariamente conducido a designar al mito como material ideal del poeta. El mito es el poema primitivo y anónimo del pueblo y lo encontramos recuperado en todas las épocas, reelaborado otra vez sin descanso por los grandes poetas de los períodos cultivados. En el mito, en efecto, las relaciones humanas se despojan casi completamente de su forma convencional y sólo inteligible para la razón abstracta; muestran lo que la vida tiene de verdaderamente humano, de eternamente comprensible y lo muestran bajo esa forma concreta, excluyente de toda imitación, que otorga a todos los mitos verdaderos su carácter individual que reconoceréis a primera vista».
Y, en otra parte, recogiendo el mismo tema, dice:
«Abandoné de una vez por todas el terreno de la historia y me instalé en el de la leyenda… Todos los detalles necesarios para describir y representar el hecho histórico y sus accidentes, todos los detalles que exige, para ser perfectamente comprendida, una época de la historia específica y alejada de nosotros y que los autores contemporáneos de dramas y novelas históricos deducen, por tal razón, de manera tan circunstanciada, podía dejarlos de lado… La leyenda, pertenezca a la época y nación que pertenezca, tiene la ventaja de comprender exclusivamente lo que esta época y esta nación tienen de puramente humano y de presentarlo de una forma notablemente original y, por ello, inteligible a primera vista. Una balada, un estribillo popular bastan para representarnos en un instante ese carácter con los rasgos mejor fijados y más percusivos. El carácter de la escena y el tono de la leyenda contribuyen juntos a embarcar al espíritu en ese estado de sueño que le conduce bien pronto a la plena clarividencia y el espíritu descubre entonces un nuevo encadenamiento de los fenómenos del mundo, que sus ojos no podían percibir en el estado ordinario de vigilia».
¿Cómo no iba a comprender Wagner admirablemente el carácter sagrado, divino, del mito, él que es a la vez poeta y crítico? He escuchado a muchas personas que hacían derivar de la misma amplitud de sus facultades y de su elevada inteligencia crítica, una desconfianza hacia su genio musical, y creo que ésta es la ocasión propicia para refutar un error muy común, cuya principal raíz es tal vez el más feo de los sentimientos humanos, la envidia. «Un hombre que razona tanto su arte no puede naturalmente producir bellas obras», dicen algunos, despojando así al genio de su racionalidad y asignándole una función puramente instintiva y, por así decirlo, vegetal. Otros quieren considerar a Wagner como un teórico que no habría producido sus óperas sino para verificar a posteriori el valor de sus propias teorías. Esto no es sólo perfectamente falso, ya que el maestro comenzó muy joven, como se sabe, a producir ensayos poéticos y musicales de naturaleza variada y no accedió sino progresivamente a formarse un ideal del drama lírico, sino que es incluso algo absolutamente imposible. Sería un acontecimiento completamente nuevo en la historia de las artes un crítico que se convierte en poeta, sería un trastorno de todas las leyes psíquicas, una monstruosidad; por el contrario, todos los grandes poetas se convierten naturalmente, fatalmente, en críticos. Compadezco a los poetas a los que guía el solo instinto; los considero incompletos. En la vida espiritual de los primeros se produce infaliblemente una crisis que se traduce en un deseo de razonar el propio arte, de descubrir las leyes oscuras en virtud de las cuales han producido y de sacar de este estudio una serie de preceptos cuya divina finalidad es la infalibilidad en la producción poética. Seria prodigioso que un crítico se convirtiera en poeta y es posible que un poeta no contenga un critico. No sorprenderá, pues, al lector que considere al poeta como el mejor de todos los críticos. Los que reprochan al músico Wagner haber escrito libros sobre la filosofía de su arte y que de aquí derivan la sospecha de que su música no es un producto natural, espontáneo, debían negar igualmente que Vinci, Hogarth, Reynolds, hayan podido hacer buenos cuadros, simplemente por el hecho de que han deducido y analizado los principios de su arte. ¿Quién habla mejor de pintura que nuestro gran Delacroix? Diderot, Goethe, Shakespeare…, tantos autores, otros tantos admirables críticos. La poesía ha existido y se ha afirmado primero, para después engendrar el estudio de las reglas. Esta es la historia indiscutible del trabajo humano. Y, como cada uno es el diminutivo de todos, como la historia de un cerebro individual representa en pequeño la historia del cerebro universal, sería justo y natural suponer (a falta de unas pruebas que existen) que la elaboración de los pensamientos de Wagner ha sido análoga al trabajo de la humanidad.
3
Tannhäuser representa la lucha de esos dos principios que han escogido al corazón humano como principal campo de batalla, es decir, la lucha de carne contra el espíritu, del infierno contra el cielo, de Satán contra Dios. Y esta dualidad la representa inmediatamente la obertura con una habilidad incomparable. ¿Qué queda por escribir sobre este fragmento? No obstante, se puede presumir que aún ha de proporcionar materia a numerosas tesis y comentarios elocuentes; pues es propio de las obras verdaderamente artísticas ser fuente inagotable de sugerencias. La obertura -repito- resume el pensarniento del drama a través de dos cánticos, el cántico religioso y el cántico voluptuoso, los cuales, para servirme de la expresión de Liszt, «se plantean aquí como términos diferentes que, en el final, hallan su ecuación». El Canto de los peregrinos es el primero en aparecer y lo hace con la autoridad de la ley suprema, como marcando de una vez por todas el verdadero sentido de la vida, la finalidad del universal peregrinaje, es decir, Dios. Mas así como el sentido íntimo de Dios se ve inmediatamente sofocado en toda conciencia por las concupiscencias de la carne, así también el cántico representativo de la santidad se ve poco a poco ahogado en los suspiros de la voluptuosidad. La verdadera, la terrible, la universal Venus se yergue ya en todas las imaginaciones. Y que no se figure el que aún no haya escuchado la maravillosa obertura de Tannhäuser un cántico de amantes vulgares que intentaran matar el tiempo en una apartada glorieta o los acentos de una turba embriagada que lanza a Dios su reto en la lengua de Horacio. Se trata de otra cosa, a la vez más verdadera y más siniestra. Languidez, delicias inseparables de la fiebre y entreveradas de angustias, incesantes retornos hacia una voluptuosidad que promete extinguir y que jamás extingue la sed; palpitaciones furiosas del corazón y los sentidos, órdenes imperiosas de la carne, todo el diccionario del amor se deja oír. Por fin, el tema religioso recupera poco a poco su imperio, lentamente, por gradaciones, y absorbe al otro en una victoria apacible, gloriosa, como la del ser irresistible sobre el ser enfermo y desordenado, la de San Miguel sobre Lucifer.
Al comienzo de este estudio señalé la potencia con la que Wagner, en la obertura de Lohengrin, había expresado los ardores del misticismo, los apetitos del espíritu hacia el Dios incomunicable. En la obertura de Tannhäuser, en la lucha de los dos principios contrarios, no se muestra menos sutil ni menos potente. ¿De dónde, pues, ha sacado el maestro este cántico furioso de la carne, este conocimiento absoluto de la parte diabólica del hombre? Desde los primeros compases, los nervios vibran al unísono de a melodía; toda carne que posee el poder de recordar, se echa a temblar. Cualquier cerebro bien conformado lleva en sí dos infinitos, el cielo y el infierno, y en toda imagen de estos infinitos reconoce inmediatamente a la mitad de sí mismo. A las titilaciones satánicas de un amor vago, pronto suceden transportes, turbaciones, gritos de victoria, gemidos de gratitud y, después, aullidos de ferocidad, reproches de víctima y hosannas de impíos sacrificadores, como si la barbarie hubiera siempre de ocupar un lugar en el drama del amor y el gozo carnal hubiera de conducir, por una lógica satánica ineluctable, a las delicias del crimen. Cuando el tema religioso, irrumpiendo a través del mal desencadenado, viene poco a poco a restablecer el orden y a recuperar su marcha ascendente, cuando se yergue de nuevo con toda su sólida belleza por encima de aquel caos de voluptuosidades agonizantes, el alma entera experimenta una como nueva frescura, una beatitud de redención; sentimiento inefable que se reproducirá al comienzo del segundo cuadro, cuando Tannhäuser, escapado de la gruta de Venus, vuelva a la vida verdadera, entre el son religioso de las campanas natales, la canción ingenua del pastor, el himno de los peregrinos y la cruz plantada en el camino, emblema de todas las cruces que hemos de arrastrar por todos los caminos. En este último caso, se añade un poder de contraste que actúa irresistiblemente sobre el espíritu y que hace pensar en la manera libre y suelta de Shakespeare. Hace un instante, nos encontrábamos en las profundidades de la tierra (Venus, como hemos dicho, habita en las proximidades del infierno), respirando una atmósfera perfumada pero asfixiante, iluminada por una luz rosada que no proviene del sol; algo nos emparentaba al mismísimo caballero Tannhäuser, el cual, saturado de enervantes delicias, ¡aspira al dolor!; clamor sublime, que todos los críticos jurados admirarían en Corneille, pero que ninguno querrá ver, tal vez, en Wagner. Por fin nos vemos de nuevo en la tierra; aspiramos el aire fresco, aceptamos sus goces con agradecimiento, sus dolores con humildad. La pobre humanidad ha sido devuelta a su patria.
Hace un momento, al intentar describir la parte voluptuosa de la obertura, rogaba al lector que desviara su atención de los himnos vulgares de amor, tal como podría concebirlos un galán bienhumorado; en efecto, este amor nada tiene de trivial; es más bien el desbordamiento de una naturaleza enérgica que vierte en el mal todas las fuerzas que debemos al cultivo del bien; es el amor desenfrenado, inmenso y caótico, elevado a la altura de una contra-religión, de una religión satánica. Del mismo modo, el compositor, en la traducción musical, ha escapado a la vulgaridad que tan a menudo acompaña a la pintura del sentimiento más popular -iba a decir populachero- y para ello le ha bastado pintar el exceso de deseo y de energía, la ambición indomable, inmoderada, de un alma sensible que ha errado su vía. Igualmente, en la representación plástica de la idea se ha desembarazado felizmente de la fastidiosa muchedumbre de las víctimas, de las innumerables Elviras. La idea pura, encarnada en la Venus única, habla mucho más alto y con mayor elocuencia. No veremos aquí a un libertino común, revoloteando de bella en bella, sino al hombre general universal que cohabita morganáticamente con el Ideal absoluto de la voluptuosidad, con la reina de todas las diablesas, de todas las faunesas y de todas las satiresas, relegadas bajo tierra desde la muerte del gran Pan, es decir, con la indestructible e irresistible Venus.
Una mano más apta que la mía en el análisis de las obras líricas, presentará aquí mismo al lector una recensión técnica y completa de este extraño y desconocido Tannhäuser [1]; debo, pues, limitarse a un vistazo general que, por rápido que sea, no resultará por ello menos útil. Por lo demás, ¿no es acaso más cómodo para ciertos espíritus juzgar la belleza de mi paisaje situándose en una altura que recorriendo sucesivamente todos los senderos que lo surcan?
Me reduzco a hacer observar, para mayor alabanza de Wagner, que, a pesar de la muy justa importancia que otorga al poema dramático, la obertura de Tannhäuser, como la de Lohengrin, es perfectamente inteligible incluso para aquel que no conozca el libreto; y, además, que esta obertura no sólo contiene la idea madre, la dualidad psíquica que constituye el drama, sino también las fórmulas principales, netamente acentuadas, destinadas a pintar los sentimientos generales expresados en el transcurso de la obra, como demuestra el forzoso retorno de la melodía diabólicamente voluptuosa y del motivo religioso o Canto de los peregrinos, cada vez que la acción lo exige. En cuanto a la marcha grandiosa del segundo acto, se ha ganado hace tiempo el sufragio de los espíritus más rebeldes y puede aplicársele el mismo elogio que he dedicado a las dos oberturas de las que he hablado, a saber, que expresa de la manera más visible, más colorista, más representativa, lo que quiere expresar. ¿Quién, escuchando aquellos acentos tan ricos y altaneros, aquel ritmo pomposo y elegantemente cadencioso, aquellas regias fanfarrias, podría figurarse otra cosa que un fasto feudal, un desfile de hombres heroicos de vestiduras resplandecientes, todos ellos de elevada estatura, todos de voluntad fuerte y fe ingenua, tan magníficos en sus placeres como terribles en sus guerras?
Y, ¿qué decir del recitado de Tannhäuser de su viaje a Roma, en el que la belleza literaria se ve tan admiralemente completada y sostenida por la melopea, que los dos elementos no forman más que un inseparable modo? Daba que temer la longitud de este fragmento y, sin embargo, el recitado contiene, como hemos visto, una potencia dramática invencible. La tristeza, la pesadumbre del pecador durante su duro viaje, su alegría al ver al sumo pontífice que desata los pecados, su desesperanza cuando éste le muestra el carácter irreparable de su crimen, el sentimiento, en fin, casi inefable de tan terrible, del gozo en la condenación; todo está dicho, expresado, raducido por la palabra y la música de manera tan positiva, que resulta prácticamente imposible concebir otra forma de decirlo. Así es como comprendemos que una desdicha semejante no puede repararse sino por un milagro y excusamos al infortunado caballero por buscar aún el sendero misterioso que conduce a la gruta, para recuperar al menos las gracias del infierno al lado de su diabólica esposa.
El drama de Lohengrin posee, como el de Tannhäuser, el carácter sagrado, misterioso y, no obstante, universalmente inteligible de la leyenda. Una joven princesa, acusada de un crimen abominable, el asesinato de su hermano, no tiene medio alguno de probar su inocencia. Su causa será juzgada en un juicio de Dios. Ninguno de los caballeros presentes salta por ella a la arena; mas ella confía en una visión singular: un guerrero desconocido ha venido a visitarla en sueños. Este caballero ha de ser quien asuma su defensa. En efecto, en el momento supremo y cuando todos la juzgan ya culpable, una barquilla, tirada por un cisne atalajado por una cadena de oro, se acerca a la orilla. Lohengrin, caballero del Santo Grial, protector de los inocentes, defensor de los débiles, ha escuchado la invocación desde el fondo del retiro maravilloso en el que precisamente se conserva la copa divina consagrada por dos veces en la Ultima Cena y por la sangre de Nuestro Señor que José de Arimatea recogió en ella de su llaga. Lohengrin, hijo de Perceval, desciende de la barquilla revestido de una armadura de plata, el casco en la cabeza, la adarga al hombro, una pequeña trompa de oro al costado, apoyado en su espada. «Si consigo para ti la victoria -dice Lohengrin a Elsa-, ¿querrás que sea tu esposo?… – Elsa, si quieres que sea llamado tu esposo…, es preciso que me hagas una promesa: jamás me preguntarás, jamás intentarás saber ni de qué país vengo, ni cuál es mi nombre ni mi naturaleza.» Elsa responde: «Jamás, señor, escucharás de mí tal pregunta. » Y, como Lohegrin repitiera solemnemente la fórmula de su promesa, Elsa responde: «¡Mi escudo, mi ángel, mi salvador! ¿Podría existir duda más criminal que no tener fe en ti, que crees firmemente en mi inocencia? Igual que tú me defiendes en mi desdicha, así guardaré yo fielmente la ley que me impones.» Y Lohengrin, estrechándola entre sus brazos, exclama: « ¡Elsa, te amo!» Tiene este diálogo una belleza como la que a menudo se encuentra en los dramas de Wagner, completamente impregnada de magia primitiva, enaltecida por el sentimiento ideal y cuya solemnidad en nada disminuye su natural encanto.
La inocencia de Elsa es proclamada por la victoria de Lohengrin; la maga Ortrudis y Federico, dos miserables interesados en la condenación de Elsa, consiguen excitar en ella la curiosidad femenina, marchitar su alegría con la duda y obsesionarla hasta hacerla olvidar su juramento y exigir a su esposo que confiese su origen. La duda ha matado la fe y la fe, al desaparecer, arrebata con ella la felicidad. Lohengrin castiga con la muerte a Federico por una emboscada que éste le ha tendido y ante el rey, los guerreros y el pueblo reunidos, declara por último su verdadero origen: «… Todo el que es escogido para servir al Grial queda al punto revestido de un poder sobrenatural; incluso aquel que es enviado por él a alguna tierra lejana encargado de la misión de defender los derechos de la virtud, no queda despojado de su fuerza sagrada mientras permanece desconocida su calidad de caballero del Grial; mas es tal la naturaleza de esta virtud del Santo Grial que, al desvelarse, escapa al instante a las miradas profanas; por eso no debéis concebir duda alguna acerca de su caballero; si lo reconocéis, habrá de abandonaros al instante. ¡Escuchad pues cómo recompensa él la pregunta prohibida! Yo os fui enviado por el Grial; Perceval, mi padre, es quien porta su corona; yo, su caballero, llevo por nombre Lohengrin.» El cisne reaparece en la orilla para devolver al caballero a su milagrosa patria. La maga, en la infatuación de su odio, revela que el cisne no es otro que el hermano de Elsa, prisionero en un hechizo por sus artes. Lohengrin asciende a la barquilla tras haber dirigido al Santo Grial una ferviente plegaria. Una paloma toma el lugar del cisne y Godofredo, duque de Brabant, reaparece. El caballero es devuelto al monte Salvat. Elsa, que ha dudado; Elsa, que ha querido saber, examinar, controlar, Elsa ha perdido su dicha. El ideal ha levantado el vuelo.
No cabe duda de que el lector ha percibido en esta leyenda una sorprendente analogía con el mito de la Psiqué clásica que fue también ella víctima de su curiosidad demoníaca y por no querer respetar el incógnito de su divino esposo, perdió al penetrar el misterio toda su felicidad. Elsa presta oídos a Ortrudis igual que Eva a la serpiente. La eterna Eva cae en la trampa eterna. ¿Se trasmiten fábulas las naciones y las razas igual que los hombres se legan herencias, patrimonios o secretos científicos? Nos veríamos tentados a creerlo de tan sorprendente como es la analogía moral que marca los mitos y leyendas nacidos en ámbitos diferentes. Pero esta explicación es demasiado simple para mantener por mucho tiempo encandilado a un espíritu filosófico, la alegoría creada por el pueblo no puede compararse con las semillas que un cultivador comunica fraternalmente a otro que quiere aclimatarlas a su país. Nada de lo que es eterno y universal tiene necesidad de aclimatarse. La analogía moral de la que hablaba es como el sello divino de todas las fábulas populares. Podrá ser, si se quiere, el signo de un origen único, la prueba de un parentesco irrefutable, pero sólo a condición de que no se busque este origen sino en el principio absoluto y en el origen común a todos los seres. Tal mito puede considerarse hermano de tal otro de la misma manera que se dice que el negro es hermano del blanco. No niego, en ciertos casos, la fraternidad ni la filiación; sólo que creo que en muchos otros el espíritu podría inducirse a error por las semejanzas de superficie o incluso por la analogía moral y que, recogiendo nuestra metáfora vegetal, el mito es un árbol que crece por doquier y en cualquier clima, bajo cualquier sol, espontáneamente y sin transplantes. Las religiones y las poesías de las cuatro partes del mundo nos proporcionan superabundantes pruebas en este asunto. Así como el pecado está presente por doquier, la redención también; el mito también. Nada más cosmopolita que lo Eterno. Tened a bien perdonarme esta disgresión, que se me ha presentado con un atractivo irresistible. Vuelvo al autor de Lohengrin.
Se diría que Wagner ama con verdadera dilección las pompas feudales, las asambleas homéricas en las que se oculta una acumulación de fuerza vital, las multitudes entusiasmadas, depósito de electricidad humana, de donde mana el estilo heroico con impetuosidad natural. La música de bodas y el epitalamio de Lohengrin hacen digna pareja con la presentación de los invitados de Wartburg en Tannhäuser, aun más majestuosa tal vez y mas vehemente. Sin embargo, el maestro, siempre lleno de gusto y atento a los matices, no ha representado en este caso la turbulencia que manifestaría en una ocasión semejante una multitud grosera. Incluso en el apogeo de su más violento tumulto, la música no expresa sino un delirio de gentes acostumbradas a las reglas de la etiqueta; es una corte que se solaza y en su más aguda embriaguez aún conserva el ritmo de la decencia. Los goces bulliciosos de la multitud alternan con el epitalamio, dulce, tierno y solemne; la tormenta del público alborozo contrasta repetidas veces con el himno discreto y enternecido que celebra la unión de Elsa y de Lohengrin.
Ya he hablado de ciertas frases melódicas cuya asidua repetición en diferentes fragmentos de la misma obra había intrigado vivamente a mi oído desde el primer concierto ofrecido por Wagner en la sala de los Italianos. Hemos observado que, en Tannhäuser, la recurrencia de los dos temas principales, el motivo religioso y el cántico de voluptuosidad, servía para despertar la atención del público y situarlo en un estado análogo a la situación actual. En Lohengrin, este sistema mnemónico se aplica mucho más minuciosamente. Cada personaje está, por decirlo así, blasonado por la melodía que representa su carácter moral y el papel que está llamado a jugar en la fábula. Dejo en esto humildemente la palabra a Liszt, cuyo libro (Lohengrin y Tannhäuser) recomiendo de paso a todos los amantes del arte profrmdo y refinado; y que sabe, a pesar de ese lenguaje un poco extraño del que se sirve, especie de idioma compuesto de extractos de varias lenguas, traducir con un encanto infinito toda la retórica del maestro:
«El espectador, preparado y resignado a no buscar ninguno de esos fragmentos sueltos que, engranados uno detrás de otro al hilo de no sé qué intriga, componen la sustancia de nuestras óperas habituates, podrá encontrar un interés singular en seguir durante tres actos la combinación profundamente reflexionada, asombrosamente hábil y poéticamente inteligente con la que Wagner, mediante varias frases principales, ha estrechado un nudo melódico que constituye todo su drama. Los pliegues que forman estas frases al unirse y entrelazarse en torno a las palabras del poema, son de un efecto conmovedor hasta más alto grado. Pero si, tras haber sido sorprendidos y emocionados en la representación, aún queremos darnos mejor cuenta de lo que nos afectó tan vivamente y estudiar la partitura de una obra de género tan nuevo, seguimos sorprendiéndonos de todas las intenciones y matices que encierra y que no podrían captarse inmediatamente. ¿Qué dramas y epopeyas de grandes poetas no hace falta estudiar largo tiempo antes de adueñarse de toda su sinificación?
Wagner, mediante un procedimiento que aplica de una forma por completo imprevista, consigue extender el imperio y las pretensiones de la música. Poco satisfecho del poder que ésta ejerce en los corazones despertando en ellos toda la gama de los sentimientos humanos, le posibilita incitar también nuestras ideas, dirigirse a nuestro pensamiento, apelar a nuestra reflexión y la dota de un sentido moral e intelectual… Dibuja melódicamente el carácter de sus personajes y de sus pasiones principales y estas melodías se abren paso, en el canto o en el acompañamiento, cada vez que las pasiones y los sentimientos que expresan se ponen en juego. Esta persistencia sistemática se conjuga con un arte de distribución que ofrecería, por la finura de las apreciaciones psicológicas, poéticas y filosóficas de que da prueba, un interés de curiosidad trascendental también para aquellos para quienes las corcheas y las semicorcheas son letra muerta y puro jeroglífico. Wagner, al forzar nuestra meditación y nuestra memoria a un ejercicio tan constante, arrebata con sólo esto la acción de la música al dominio de los vagos enternecimientos y añade a sus encantos algunos de los placeres del espíritu. Con este método, que complica los fáciles gozos procurados por una serie de cánticos escasamente emparentados entre sí, exige del público una singular atención; pero, a la vez, prepara más perfectas emociones a los que saben gustarlas. Sus melodías son, de alguna manera, personificaciones de ideas; su repetición anuncia la de los sentimientos que las palabras que se pronuncian no indican explícitamente; a ellas es a quienes Wagner confía la tarea de revelarnos todos los secretos de los corazones. Hay frases, como por ejemplo la de la primera escena del segundo acto, que atraviesan la ópera como una serpiente venenosa, enroscándose en torno a las víctimas y huyendo ante sus santos defensores; las hay, como la de la introducción, que no se repiten sino rara vez, con las supremas y divinas revelaciones. Las situaciones o los personajes de alguna importancia, están musicalmente expresados por una melodía que se convierte en su símbolo constante. Y, como estas melodías son de una belleza singular, diremos a los que en el examen de una partitura se limitan a juzgar sobre las relaciones de corcheas y semicorcheas entre sí, que incluso si se privara a la música de esta ópera de su hermoso texto, aún sería una producción de primer orden».
En efecto, aun sin poesía, la música de Wagner seguiría siendo una obra poética, porque posee todas las cualidades que caracterizan a una poesía bien hecha; explicativa por sí misma, todo va en ella tan bien unido, conjuntado, recíprocamente adaptado y, si se me permite cometer un barbarismo para expresar el superlativo de una cualidad, concatenado sabiamente.
El buque fantasma o El holandés errante, es la tan popular historia del judío errante del océano al que un ángel auxiliador ha obtenido una condición de redención: Si el capitán, que ha de poner pie a tierra cada siete años, encuentra en ella una muier fiel, se salvará. El infortunado, rechazado por la tempestad cada vez que quería doblar un cabo peligroso, había exclamado una vez: «¡Pasaré esta infranqueable barrera, así hubiera de luchar por toda la eternidad! » Y la eternidad había aceptado el reto del audaz navegante. Desde aquel momento el navío fatal se dejaba ver acá y allá en diferentes playas, acometiendo a la tempestad con la desesperación de un guerrero que busca la muerte; más siempre la tempestad le perdonaba y el pirata se salvaba al frente de aquél, haciendo la señal de la cruz. Las primeras palabras del holandés después que su buque ha arribado el fondeadero, son siniestras y solemnes: «El plazo se ha cumplido; ¡de nuevo han transcurrido siete años! El mar me deja en tierra con asco… ¡Ah! ¡Orgulloso océano! ¡Dentro de pocos días habrás de llevarme de nuevo! … ¡Por ninguna parte hallaré una tumba! ¡En ninguna parte la muerte! Tal es la terrible sentencia que me condenó… Día del juicio, día supremo, ¿cuando brillarás en mi noche?…» Junto al buque terrible ha echado anclas un navío noruego; Los dos capitanes traban conocimiento y el holandés pide al noruego «que le conceda por unos días el abrigo de su casa… que le dé una nueva patria». Le ofrece riquezas inmensas, que le dejan deslumbrado y, por fin, le dice bruscamente: «¿Tienes una hija?… ¡Que sea mi esposa!… Nunca alcanzaré mi patria, ¿de qué me sirve, pues, acumular riquezas? Déjate convencer, consiente en esta alianza y toma todos mis tesoros.» «Tengo una hija bella y llena de fidelidad, de ternura y de devoción por mí.» «Que siempre conserve por su padre esa ternura filial, que le sea fiel; también ha de ser fiel a su esposo.» «Tú me das joyas, perlas inestimables; más la joya más preciosa es una mujer fiel.» ¿Serás tú quien tal me de? ¿Podré ver a tu hija desde hoy mismo?»
En Los aposentos del noruego varias jóvenes conversan del Holandés errante, y Senta, poseida de una idea fija, con los ojos clavados en un retrato misterioso, canta la balada que narra la condena del navegante: « ¿Encontrásteis en la mar el navío de velas rojas de sangre, de mástil negro? A bordo, el hombre pálido, el capitán del buque, vela sin descanso. Vuela y huye sin fin, sin tregua, sin reposo. Sin embargo, puede hallar un día la liberación si encuentra en tierra una mujer que le sea fiel hasta la muerte… ¡Rogad al cielo para que pronto una mujer le guarde la palabra jurada! Frente a un viento contrario, en medio de una furiosa tormenta, quiso antaño doblar un cabo; en su loca audacia osó blasfemar: ¡No renunciaré en toda la eternidad! ¡Satán le escuchó y le tomó la palabra! ¡Y ahora su condena es errar por el mar sin tregua, sin reposo… Más, para que el infortunado pudiera aún encontrar su liberación en la tierra, un ángel de Dios le anuncia de dónde puede venirle la salvación. ¡Ah! ¡Ojalá puedas encontrarla, pálido navegante! ¡Rogad al cielo para que pronto una mujer le guarde la palabra jurada! Cada siete años echa el ancla y baja a tierra a buscar una mujer. Cada siete años ha cortejado y jamás encontró una mujer fiel… ¡Velas al viento! ¡Levad anclas! ¡Falso amor, falsos juramentos! ¡Alerta! ¡Al mar! ¡Sin tregua, sin reposo!» Y en esto; de repente, emergiendo de un abismo de ensoñación, Senta, inspirada, exclama: «¡Sea yo la que te ha de liberar por su fidelidad! ¡Que el ángel de Dios me muestre a tí! ¡Por mi obtendrás tu salvación!» El espíritu de la joven se ve atraído magnéticanaente por la desdicha; su verdadero prometido es el capitán condenado al que sólo el amor puede redimir.
Por fin el holandés aparece, presentado por el padre de Senta; es el hombre del retrato, no hay duda, la legendaria figura colgada del muro. Cuando el holandés, como el terrible Melmoth, enternecido por el destino de Immalea, su víctima, quiere disuadirla de una entrega demasiado peligrosa, cuando el condenado, lleno de piedad, rechaza al instrumento de su salvación, cuando embarcando a toda prisa en su navío quiere abandonarla a la felicidad de la familia y el amor vulgar, ella se resiste y se obstina en seguirle: « ¡Te conozco bien! ¡Conozco tu destino! Te conocía nada más verte por vez primera!» Y él responde, esperando espantarla: «Interroga a los mares de todo el globo, interroga al navegante que ha surcado el océano en todas direcciones; él conoce este buque, el terror de los hombres piadosos: ¡mi nombre es Holandés errante!» Ella responde, siguiendo con su entrega y sus gritos al navío que se aleja: «¡Gloria a tu ángel liberador! Gloria a su ley! ¡Observa y ve si no te soy fiel hasta la muerte! » Y se precipita al mar. El navío desaparece bajo las aguas. Dos formas etéreas se elevan por encima de las olas: son el holandés y Senta transfigurados.
Amar al desdichado por su misma desdicha es una idea demasiado grande como para encarnarse fuera de un corazón ingenuo y es realmente un pensamiento muy bello haber hecho depender la redención de un maldito de la imaginación apasionada de una joven. Todo el drama está tratado con mano segura, de una forma directa; cada situación es abordada francamente; y el tipo de Senta contiene una grandeza sobrenatural y novelesca que encanta y causa temor. La extrema simplicidad del poema aumenta la intensidad del efecto. Cada cosa está en su sitio, todo está bien ordenado y tiene la dimensión justa. La obertura, que escuchamos en el concierto del Teatro Italiano, es lúgubre y profunda como el océano, el viento y las tinieblas.
Me veo obligado a restringir los límites de este estudio y creo que ya he dicho lo suficiente (por hoy al menos) para hacer comprender al lector no prevenido las tendencias y la forma dramática de Wagner. Aparte de Rienzi, El holandés errante, Tannhäuser y Lohengrin, ha compuesto Tristán e Isolda y cuatro Óperas más que forman una tetralogía cuyo tema procede de los Nibelungos, sin contar sus numerosas obras críticas. Tales son las producciones de este gran hombre cuya personalidad y ambiciones ideales han mantenido durante tanto tiempo ocupada a la majadería parisina, y del que ha hecho diariamente su víctima la burla fácil durante más de un año.
4
Siempre cabe hacer momentáneamente abstracción de la parte sistemática que todo gran artista voluntario introduce fatídicamente en todas sus obras; queda en tal caso por investigar y verificar qué cualidad propia, personal, le distingue de los demás. Un artista, un hombre verdaderamente digno de este nombre grandioso, ha de poseer algo de esencialmente sui generis, en virtud de lo cuál él es él y no otro. Desde este punto de vista, los artistas pueden compararse con sabores diversos y el repertorio de las metáforas humanas no es tal vez lo bastante vasto como para proporcionar una definición aproximada de todos los artistas conocidos y de todos los artistas posibles. Ya hemos señalado -creo yo- dos hombres diferentes en Richard Wagner, el hombre de orden y el hombre apasionado. Del hombre apasionado, del hombre de sentimiento es del que aquí hablamos. En el menor de sus fragmentos imprime su personalidad tan ardientemente que esta búsqueda de su cualidad principal no ha de resultar muy difícil. Desde el primer momento me había sorprendido una consideración: el que en la parte voluptuosa y orgiástica de la obertura de Tannhäuser el artista hubiera puesto tanta fuerza, hubiera desarrollado tanta energía como en la pintura del misticismo que caracteriza a la obertura de Lohengrin. Tanto en una como en otra, la misma ambición, la misma escalada de titán e iguales refinamientos e igual sutileza. Lo que me parece que, más que ninguna otra cosa, marca la música del maestro de manera inolvidable es la intensidad nerviosa, la violencia en la pasión y en la voluntad. Su música expresa, con la voz más suave o con la más estridente, lo que de más recóndito contiene el corazón del hombre. Una ambición ideal preside -es cierto- todas sus composiciones; más si, por la elección de sus temas y por su método dramático, Wagner se acerca a la antigüedad, por la energía apasionada de su expresión es en la actualidad el más genuino representante de la naturaleza moderna. Y toda la ciencia, todos los esfuerzos, todas las combinaciones de este rico espíritu no son, a decir verdad, sino los muy humildes y muy celosos servidores de esta irresistible pasión. De aquí que cualquiera que sea el asunto que trate, posea una solemnidad de acento superlativa. Por tal pasión añade a cada cosa un no sé qué de sobrehumano; por esta pasión lo comprende todo y todo lo da a comprender. Todo lo que las palabras voluntad, deseo, concentración, intensidad nerviosa, explosión implican, puede sentirse y adivinarse en sus obras. No creo ceder a una ilusión ni engañar a nadie afirmando que en ello veo las principales características del fenómeno que denominamos genio; o, cuanto menos, que en el análisis de todo aquello que hasta el momento hemos llamado legítimamente genio, aparecen dichas características. Confieso que no tengo aversión, en cuestiones de arte, a la exageración; la moderación jamás me ha parecido siguo de una naturaleza artística vigorosa. Amo esos excesos de salud, esos desbordamientos de voluntad que se inscriben en las obras como betún ardiendo en las faldas del volcán y que marcan en la vida ordinaria esa fase, llena de delicias, que sucede a una crisis importante moral o física.
En cuanto a la reforma que el maestro quiere implantar en la aplicación de la música al drama, ¿qué será de ella? Sobre esto es imposible profetizar nada preciso. De manera vaga y general puede decirse, con el Salmista, que, más tarde o más temprano, los que han sido rebajados serán enaltecidos, y los que han sido enaltecidos serán humillados, lo que no es nada que no sea igualmente aplicable a la marcha general de todos los asuntos humanos. Hemos podido ver cómo muchas cosas antaño declaradas absurdas se han convertido más tarde en modelos adoptados por la generalidad. Todo el público actual recuerda la enérgica resistencia con la que tropezaron al comienzo los dramas de Víctor Hugo y la pintura de Eugéne Delacroix. Por otra parte, ya hemos hecho observar que la disputa que hoy divide al público era una disputa olvidada y repentinamente reavivada, y que el mismo Wagner había encontrado en el pasado los primeros elementos de la base en la que asentar su ideal. Lo que es cierto es que su doctrina está llamada a aglutinar a todos los hombres inteligentes, desde hace tiempo cansados de los errores de la ópera, y no es sorprendente que sean en particular los hombres de letras quienes se hayan mostrado simpatizantes de un másico que tiene a gloria ser poeta y dramaturgo. También los escritores del siglo XVIII habían aclamado las obras de Gluck y no puedo impedirme observar que las personas que manifiestan una mayor aversión por las obras de Wagner, muestran también una antipatía decidida hacia su precursor.
En suma, el éxito o el fracaso de Tannhäuser no puede probar absolutamente nada, ni tan siquiera determinar la cantidad de oportunidades favorables o desfavorables que pueda tener en el porvenir. Tannhäuser, aún suponiendo que fuera una obra detestable, había a podido levantar oleadas de entusiasmo. Suponiéndola perfecta, podría indignar. En los hechos, la cuestión de la reforma de ópera no está agotada y la batalla continuará; aún si se calma, volverá a surgir. Escuché recientemente decir que si Wagner obtenía con su drama un éxito resonante, no pasaría de un accidente meramente individual y que su método no tendría ninguna influencia ulterior en el destino y las transformaciones del drama lírico. Me creo autorizado por el estudio del pasado; es decir, de lo eterno, para prejuzgar exactactente lo contrario, a saber: que un fracaso completo en absoluto destruye la posibilidad de nuevas tentativas en el mismo sentido y que en un porvenir muy cercano podrían no sólo aparecer autores nuevos, sino que incluso hombres de antiguo acreditados podrían aprovechar, en la medida que sea, las ideas emitidas por Wagner y pasar felizmente la brecha que él ha abierto. ¿En qué historia se leyó jamás que las grandes causas se perdieran en una sola partida?
18 de marzo de 1861.
UNAS PALABRAS MÁS
« ¡Ya tenemos la prueba! ¡La música del porvenir está enterrada! », exclaman con gozo todos los reventadores y pandilleros. « ¡Ya tenemos la prueba! », repiten los estúpidos del folletín. Y todos los bobos les responden a coro y con toda ingenuidad: « ¡Ya tenemos la prueba! »
Efectivamente, se ha realizado una prueba que se repetirá sus buenos miles de veces antes del fin del mundo; y es que, en primer lugar, toda obra grande y seria no puede tener cabida en la memoria de la humanidad ni ocupar su lugar en la historia, sin provocar vivas protestas; además, que diez testarudos pueden, con la ayuda de sus agudos silbidos, desconcertar a los actores, vencer la buena disposición del público y sobrepasar incluso con sus protestas discordantes la voz inmensa de una orquesta aunque esta voz fuera igual en potencia a la del Océano. Por último, se ha puesto en evidencia un problema de lo más interesante, el que un sistema de venta de localidades que permite abonarse por un año, crea una especie de aristocracia que puede, en un momento dado, por un motivo o un interés cualquiera, excluir al público en general de toda participación en el enjuiciamiento de una obra. Si se adopta en otros teatros, en la Comedia Francesa, por ejemplo, el mismo sistema de venta, podremos ver cómo allí se producen los mismos peligros y los mismos escándalos. Una sociedad restringida podrá arrebatar al innumerable público de París el derecho a enjuiciar una obra, que pertenece a todos.
Los que creen haberse desembarazado de Wagner, se contentan demasiado aprisa; podemos asegurárselo. Les insto vivamente a que celebren con menos alborozo un triunfo que, por lo demás, no es muy honroso e incluso a que se armen de resignación para el porvenir. En realidad, apenas se aperciben del juego basculante de los asuntos humanos, del flujo y el reflujo de las pasiones. Ignoran asimismo con qué paciencia y qué terquedad dota siempre la Providencia a aquellos a los que inviste con una función. Hoy, la reacción ya está iniciada; nació el mismo día en que la mala voluntad, la estupidez, la rutina y la envidia coaligadas intentaron enterrar la obra. La inmensidad de la injusticia cometida ha dado nacimiento a mil simpatías, que ahora se muestran por todas partes.
A las personas alejadas de París, a las cuales fascina e intimida este cúmulo monstruoso de hombres y de piedras, la inesperada aventura del drama de Tannhäuser ha de presentárseles como un enigma. Sería fácil explicárselo por la coincidencia desafortunada de varias causas, algunas de las cuales son ajenas al arte. Declaremos en seguida la razón principal, dominante: la ópera de Wagner es una obra seria, que exige una atención sostenida; puede imaginarse la cantidad de probabilidades en contra que esta condición implica en un país en el que la tragedia antigua triunfaba sobre todo por las facilidades que ofrecía de distracción. En Italia, durante los intervalos del drama (al que la moda no prescribe aplausos), se toman sorbetes y se cuentan chismes; en Francia, se juega a las cartas. «Es usted un impertinente si quiere obligarme a prestar a su obra una atención continua», exclama el abonado recalcitrante, «lo que quiero que me proporcione es un placer digestivo más que una ocasión de ejercitar mi inteligencia.» A esta causa principal hay que añadir otras que hoy resultan conocidas de todo el mundo, al menos en París. Una orden imperial, que tanto honra al príncipe y por la que se le puede felicitar sinceramente -creo yo- sin ser acusado de cortesanía, ha rebelado contra el artista a muchos envidiosos y a muchos de esos bobos que creen demostrar su independencia ladrando al unísono. El decreto, que acababa de conceder ciertas libertades al periodismo y a la expresión, abría paso a una turbulencia natural, mucho tiempo reprimida, que se ha echado, como un animal loco, sobre el primero que pasaba. Y el primero que pasó fue el Tannhäuser, autorizado por el jefe del Estado y protegido abiertamente por la mujer de un embajador extranjero. ¡Admirable ocasión! Toda una sala francesa se ha divertido durante varias horas con el dolor de esta mujer y -esto es menos conocido- la misma Madame Wagner fue insultada durante una de las representaciones. ¡Prodigioso triunfo!
Una puesta en escena más que insuficiente, llevada a cabo por un antiguo director de vodevil (¿ os figuráis Los Burgraves puesta en escena por Clairville?); una ejecución blanda e incorrecta por parte de la orquesta; un tenor alemán, en el que se habían fundado las mayores esperanzas, que se pone a cantar fuera de tono con una frecuencia deplorable; una Venus adormecida, vestida con un atado de guiñapos blancos y que no daba más la impresión de descender del Olimpo que de haber nacido de la imaginación trastornada de un artista medieval; todas las butacas, durante dos representaciones, a merced de una muchedumbre de personas hostiles o, cuanto menos, indiferentes a cualquier aspiración ideal, todo esto debe igualmente tomarse en consideración. Sólo mademoiselle Sax y Morelli (y ésta es la ocasión de felicitarles) hicieron frente a la tempestad. No sería justo alabar sólo su talento; hay también que elogiar su bravura. Sólo ellos resistieron al desconcierto; permanecieron sin cejar un instante fieles al compositor. Morelli, con esa admirable versatilidad italiana, se adaptó humildemente al estilo y al gusto del autor, hasta el punto de que las personas que han tenido a menudo ocasión de apreciar su trabajo aseguran que tal docilidad le ha aprovechado y que jamás había tenido día más afortunado que en el personaje de Wolfram. ¿Y qué podemos decir de Niemann, de sus debilidades, de sus desmayos, de sus rabietas de niño malcriado; qué podemos decir nosotros, que hemos asistido a verdaderas tempestades teatrales en las que hombres como Frédérick y Rouvière, y el mismo Bignon (aunque menos autorizado por la celebridad), desafiaban abiertamente al error del público y actuaban con tanto mayor celo cuanto más injusto era éste y no dejaban de hacer causa común con el autor? Por último, la cuestión del ballet, elevada a la altura de una cuestión vital y venteada durante varios meses, no contribuyó poco al alboroto. « ¡Una ópera sin ballet! ¿Qué es eso?», decía la rutina. « ¿Qué es esto?», decían los entretenedores de jovencitas. « ¡Tenga cuidado! », le decía al autor el ministro alarmado. A guisa de consolación, hicieron deambular por la escena regimientos prusianos en falda corta con los gestos mecánicos de una escuela militar; y una parte del público, al ver todas aquellas piernas y desilusionada por lo malo de la puesta en escena, decía: «Vaya un mal ballet y una música en absoluto adecuada para la danza.» El buen sentido aconsejaba responder: «Es que no es un ballet, sino que debería ser una bacanal, una orgía, como indica la música y como en ocasiones ya han sabido representar en la Porte-Saint-Martin, en el Ambigu, en el Odeon, e incluso en teatros inferiores, pero como no podría figurar en la Opera, que no sabe hacer nada de nada. De la misma forma, la simple incapacidad de los maquinistas y no una razón literaria, es la que ha exigido la supresión de todo un cuadro (la nueva aparición de Venus).
Que los hombres que pueden permitirse el lujo de tener una amante entre las bailarinas de la Opera deseen que se saquen a la luz con la mayor frecuencia posible los talentos y bellezas de su posesión, no cabe duda que es un sentimiento casi paternal que todo el mundo comprende y excusa fácilmente; pero que ellos mismos, sin importarles la curiosidad general ni los placeres del otro, imposibiliten la ejecución de una obra que les disgusta porque no satisface las exigencias de su protectorado, eso es ya intolerable. Guardaos vuestro harén y conservad religiosamente sus tradiciones; pero haced que nos concedan un teatro en el que aquellos que no piensan como nosotros puedan hallar placeres más acomodados a su gusto. Así nos veremos desembarazados de vosotros y vosotros de nosotros y todos quedaremos contentos.
Se contaba con arrebatar a estos rabiosos su víctima presentándola en domingo; es decir, un día en que los abonados del Jockey Club abandonan de grado la sala a una multitud que goza así de los sitios libres y de su ocio. Pero ya ellos se habían hecho este justo razonamiento: «Si dejamos que hoy tenga éxito, la administración tendrá con ello pretexto suficiente para imponernos la obra treinta días.» Y volvieron a la carga armados de pies a cabeza con toda clase de instrumentos homicidas adecuados al caso. El público, el público entero luchó durante dos actos y, en su buena voluntad duplicada por la indignación, aplaudían no sólo las bellezas irresistibles, sino incluso los pasajes que le sorprendían y le desconcertaban, sea porque estuvieran oscurecidos por una ejecución confusa, sea porque exigiesen, para ser apreciados, de un recogimiento imposible. Pero estas tempestades de cólera y entusiasmo provocaban inmediatamente una reacción no menos violenta y que exigía mucho menos esfuerzo en sus oponentes. Aquel mismo público entonces, esperando que los alborotadores recompensarían su mansedumbre, callaba, deseando ante todo conocer y juzgar. Pero unos cuantos silbidos persistieron con coraje, sin motivo y sin interrupción; el admirable recitado del viaje a Roma no se escuchó (¿llegó a cantarse?, ni siquiera lo sé) y todo el tercer acto se vio sepultado por el tumulto.
En la prensa, ninguna resistencia, ninguna protesta a excepción de la de Franck Marie en La Patrie. Berlioz ha evitado expresar su opinión; valentía negativa. Felicitémosle por no haberse sumado a la universal injuria. Y, a partir de entonces, un inmenso torbellino de imitaciones ha arrastrado a todas las plumas, ha hecho delirar a todas las lenguas, como ese espíritu singular que realiza alternativamente en las multitudes milagrosas de valor y de cobardía, la valentía colectiva y la bajeza colectiva, el entusiasrno francés y el pánico galo.
El Tannhäuser ni siquiera se había escuchado.
También las quejas abundan hoy por todas partes; todos quisieran ver la obra de Wagner y todos denuncian la tiranía. Pero la administración ha humillado la cabeza ante un puñado de conspiradores y devuelve el dinero que ya se había pagado por las siguientes representaciones. De modo que lo que vemos (espectáculo inaudito, si es que aún puede existir uno más escandaloso que éste, al que acabamos de asistir) es a una dirección derrotada que, pese al estímulo del público renuncia a continuar unas representaciones de lo más fructíferas.
Parece, por lo demás, que la desventura se propaga y que ya no se considera al publico como juez supremo en materia de representaciones escénicas. En el mismo momento en que escribo estas líneas, me llega la noticia de que un hermoso drama, admirablemente construido y escrito en un estilo excelente, va a desaparecer al cabo de unos pocos días de otra escena en la que se había presentado, entre el escándalo y pese a los esfuerzos de cierta casta impotente que antaño se llamara clase letrada y que hoy es inferior en inteligencia y en delicadeza a un público de puerto de mar. En verdad, muy loco ha de ser el autor para creer que estas gentes se inflamarían con algo tan impalpable, tan gaseiforme como el honor. Todo lo más, son capaces de enterrarlo.
¿Cuáles son las misteriosas razones de esta expulsión? ¿El éxito dificultaría las operaciones futuras del director? ¿Habrán forzado su voluntad o violentado sus intereses ininteligibles, consideraciones oficiales? ¿O bien hay que suponer algo monstruoso; es decir, que un director puede fingir, para hacerse valer, que desea buenos dramas para una vez alcanzada su finalidad, volver a toda prisa a su gusto verdadero, que es el de los imbéciles, evidentemente el más productivo? Lo que es aún más inexplicable es la debilidad de los críticos (algunos de los cuales son poetas), que miman a su principal enemigo y que si alguna vez, en un acceso de valentía pasajera, condenan su mercantilismo, no cesan por ello de estimular su comercio con toda clase de complacencia.
En medio de todo este tumulto, y ante las deplorables payasadas del folletín, que me ruborizaban como a un hombre delicado una suciedad cometida en su presencia, una idea cruel me obsesionaba. Recuerdo cómo, pese a que siempre haya ahogado cuidadosamente en mi corazón ese patriotismo exagerado cuyas emanaciones pueden obnubilar al cerebro, me ha sucedido en ciertas cosas remotas, en tertulias compuestas de los elementos humanos más diversos, haber sufrido horriblemente cuando escuchaba voces (equitativas o injustas, qué importa) que ridiculizaban a Francia. Todo el sentimiento filial, filosóficamente reprimido, explotaba entonces. Cuando un deplorable académico se atrevió a colar, hace algunos años, en su discurso de recepción, un juicio sobre el genio de Shakespeare, a quien llamaba familiarmente el viejo Williams o el bueno de Williams -juicio en verdad digno de un portero de la comedia francesa-, sentí estremecido el daño que ese pedante sin ortografía iba a infligir a mi país. Efectivamente, durante varios días, todos los diarios ingleses se burlaron de nosotros de la manera más desconsoladora. Para quien les prestara oídos, los literatos franceses no conocían siquiera la ortografia del nombre de Shakespeare; nada comprendían de su genio y la embrutecida Francia no conocía más que dos autores, Ronsard y Alexandre Dumas hijo, los poetas favoritos del nuevo Imperio, añadía el Illustrated London News. Ved cómo la aversión política es combinada con el patriotismo literario desmensurado.
Pues bien, durante los escándalos suscitados por la obra de Wagner yo me decía: «¿Qué pensará Europa de nosotros, y qué se dirá de París en Alemania? He ahí un puñado de camorristas que nos deshonran colectivamente» Pero no, no ha de ser así. Yo creo, yo sé, yo juro que entre los literatos, los artistas e incluso entre los hombres de mundo aún existe un buen número de personas bien educadas y justas y cuyo espíritu se halla siempre liberalmente abierto a las novedades que se le ofrecen. Alemania se equivocaría si pensara que París no está poblado sino de truhanes que se suenan con los dedos para secárselos en las espaldas de un gran hombre que pasa. Una suposición tal no sería totalmente imparcial. Como ya he dicho, la reacción despierta aquí y allá, testimonios de simpatía inesperados vienen a estimular al autor para que persevere en su destino. De continuar así las cosas, es presumible que muchos pesares puedan próximamente consolarse y que Tannhäuser reaparecerá, aunque en un lugar en el que los abonados de la ópera ya no tendrán interés en perseguirlo.
La idea, en fin, ya está lanzada, la brecha abierta y esto es lo importante. Más de un compositor francés querrá aprovechar las ideas salutíferas expuestas por Wagner. Por poco tiempo que su obra haya permanecido al alcance del público, la orden del Emperador, a la que debemos el haberla escuchado, ha supuesto una contribución al espíritu francés, espíritu lógico amante del orden, que recuperará fácilmente su andadura. Durante la República y el primer Imperio, la música se había elevado hasta unas alturas que hicieron de ella, por defecto de una Literatura amilanada, una de las glorias de aquellos tiempos. ¿Acaso impulsaba ahora al jefe del segundo Imperio la mera curiosidad por escuchar la obra de un hombre del que hablaban nuestros vecinos, o una idea más patriótica y de más amplias miras? En cualquier caso, su sola curiosidad nos habría resultado a todos provechosa.
8 de abril de 1861
[1] La primera parte de este estudio apareció en la Revue Européenne, donde Perrin, antiguo director de la Opera Cómica, cuyas simpatías por Wagner son bien conocidas, se encarga de la crítica musical. [Nota de Baudelaire]