José Antonio Delgado
Ldo. en Ciencias ambientales, escritor y especialista en psicología analítica
Vivimos en un momento cultural en el que los errores del pasado nos están pasando factura. El concepto de Karma, una suerte de boomerang lanzado en el pasado y que regresa hacia nosotros en el presente, nos puede servir para ejemplificar el problema que debe arrostrar el ser humano moderno.
Al planeta Saturno se lo conoce como el Guardián del Umbral o el Señor del Karma, precisamente porque representa la manifestación, la solidificación, la coagulación en el ámbito material, tanto de los “errores” cometidos en el pasado, cuanto de las acciones bien ejecutadas. Podría decirse, a modo de ejemplo, que representa una ley según la cual no hay acción humana que no tenga su efecto, su consecuencia. Todo cuanto hacemos tiene una resonancia en la Eternidad y, de ahí, acaba manifestándose en el ámbito de la Creatura.
Por consiguiente, se comprenderá también el por que se relaciona a Saturno con Cronos, el dios del tiempo. Este simboliza el momento en que lo no manifestado está presto para tomar cuerpo, el tiempo en que lo incorpóreo se corporiza.
Y, se preguntarán algunos, ¿qué tiene esto que ver con el problema de los abusos sexuales perpetrados por los sacerdotes católicos? Pues mucho. Porque estamos recogiendo lo que en su día sembramos. Quizás un modo elocuente de explicar la etapa cultural que nos toca vivir sea aludiendo a la emergencia de aquellos contenidos reprimidos y suprimidos durante siglos. Aquellos en los que ha dominado el cristianismo. Y, téngase en cuenta que, la moral que ha regido, y continúa rigiendo en gran medida, en occidente está impregnada por los valores judeocristianos y griegos, principalmente.
Lo que caracteriza la antigua ética, como muy bien explica E. Neumman en su libro Psicología profunda y nueva ética es la “absolutización” de ciertos valores que considera como imperativos. Ya sea que se trate del catolicismo, del islamismo o del judaísmo, lo que caracteriza a todas las religiones ortodoxas (como, por otro lado, es común a toda institución) es que hay un bien cognoscible que se considera como valor absoluto y que rige la conducta humana en general. Así, el ideal de perfección se realiza adaptando el proceder humano a ese valor absoluto, relegando todo cuanto no se ajuste a el a las catacumbas de lo inconsciente. Esto significa que la formación ética del individuo tiende a la unilateralidad, y mediante una violenta y sistemática exclusión, rechaza todo aquello que no se adapta al valor considerado como bien supremo.
Si bien es cierto que la sumisión del hombre a la antigua ética permite un desarrollo de la consciencia, mediante la formación del complejo de yo o Ego, y, por consiguiente, la diferenciación con respecto al sustrato materno de lo inconsciente, no es menos cierto que el mantenimiento de esta actitud provoca una escisión en dos bloques: de un lado, lo que se adapta al ideal ético; del otro, aquello que se rechaza por no ajustarse a ese ideal.
El verdadero problema reside en la identificación del individuo con los valores considerados absolutos. Y no es el valor absoluto en si mismo el que supone un peligro, sino, más bien, el hecho de que el individuo se identifique con un contenido suprapersonal, en forma de valor absoluto, lo que genera en aquel una inflación egoica. El efecto de dicha inflación se manifiesta en que el individuo cree estar en posesión de la verdad última, del valor ético absoluto, y, por tanto, se convierte en inhumano al perder el sentido de sus límites.
El síndrome de la “conciencia tranquila” demuestra a las claras una inflación por identificación con unos valores considerados como absolutos. Se dice tener la conciencia tranquila cuando se actúa de acuerdo a esos valores, aun cuando se efectúen las más terribles barbaridades. Erich Neumann, en su libro Psicología profunda y nueva ética, lo expresa muy sucintamente:
“Por la identificación del Ego con los valores colectivos, el Ego tiene la “conciencia tranquila”. Presume de concordar con los valores positivos reconocidos de su ámbito cultural (social, laboral, etc.) y ya no se siente solamente portador de la luz consciente del conocimiento humano, sino también de la luz moral del mundo de los valores.”
Y continúa:
“El Ego incurre con ello en una fatal “inflación”; es decir, lo consciente se siente invadido por un contenido inconsciente. La inflación de la “conciencia tranquila” consiste en la infundada identificación de un valor muy personal, el Ego, con un valor suprapersonal, lo que hace al individuo olvidar su Sombra, o sea, su corporeidad y limitación de criatura, y con ello se cruzan la inevitable discordancia del Ego con los valores colectivos… La represión de la Sombra y la identificación con los valores colectivos son dos aspectos de un mismo proceso.”
Lamentablemente, tanto la historia personal, cuanto la colectiva, nos enseña que toda inflación egoica lleva aparejada una total y completa ruina por obra de los elementos reprimidos, suprimidos, negados u omitidos. Puesto que son estos, por la Ley del Karma simbolizada por Saturno, los que tienden a tomar las riendas de la consciencia, devorando al pretencioso Ego y haciéndolo caer de las alturas de su insolente engreimiento. Tal es el castigo por su hybris.
Quizás ahora se entiendan mejor las tremendas irrupciones del mal en los más variados ámbitos de la existencia humana. No sólo la Iglesia católica esta sufriendo la emergencia de los elementos provenientes de su bien cebada Sombra, entre los que destaca la irrupción demoníaca de la sexualidad reprimida, sino que, toda institución, desde las instituciones políticas, pasando por las universidades, las entidades financieras, los gobiernos de las diferentes naciones y hasta la propia Unión Europea, habrán de integrar sus elementos de sombra, que durante los próximos años irán emergiendo como magma incandescente por la chimenea de un volcán.
En mi ensayo titulado Réquiem por una muerte anunciada, expuse con bastante lujo de detalles lo que tiende a suceder en los periodos de inundación por parte de los contenidos inconscientes. En numerosas ocasiones he afirmado la importancia que tiene el trabajo personal con la sombra, la toma de consciencia de que toda inmundicia humana manifiesta en el mundo no es sino un reflejo, una imagen especular, de la inmundicia residente en el alma humana. Así pues, el modo efectivo de trascender el mal, de transmutarlo, consiste en un trabajo de toma de consciencia de la implicación personal en lo que está aconteciendo en el mundo. Gritar a voz en cuello que el mundo esta inundado por la sombra no hace sino alimentar y amplificar esa sombra con las proyecciones de las oscuridades de cada cual. No se trata de imputar el mal fuera, sino de asumir e iluminar las oscuridades que yacen en nuestro interior. La verdadera iluminación se obtiene de ese modo; no extendiendo el domino de la luz, sino iluminando la oscuridad. Es así que, no será la ciencia ni la tecnología quienes nos saquen del atolladero al que ellas mismas nos han conducido, sino el conocimiento de las profundidades de uno mismo.