(Viene de la primera parte)
Raúl Ortega
Terapeuta de orientación junguiana
La serpiente no quiere, pero debe sernos útil. Libera nuestro encadenamiento y de este modo nos muestra el camino que no hallábamos a partir del ingenio de los hombres.
C. G. Jung
La Dra. Betancur nos ha introducido en una visión general de la cuestión de la sombra, y se ha extendido profundamente en la consideración del estrato personal, representado por el desgraciado Sméogle-Gollum en nuestro relato. En el siguiente ensayo, habremos de ocuparnos principalmente del aspecto más colectivo, de aquello que los medianos y, en general, toda comunidad, toda sociedad, considera en solidario la esencia del mal, y con mil nombres llama el Diablo. En El Señor de los Anillos, ese honorable puesto le está reservado al ominoso Sauron por antonomasia y, a partir de él, a toda la corte de monstruos de su ascendencia y descendencia.
Empezando por lo más obvio, el nombre elegido por el filólogo Tolkien para su diablo no deja la más mínima duda: se trata de un mal reptiliano. Sauron es consustancial al mal que universalmente la mitología gustó representar en el dragón y la serpiente, los saurios. De hecho, el dragón Smaug, el mago negro Saruman y el mismo Sauron comparten la misma raíz silbante, la S serpentina que es como el sello de la familia maliciosa en este relato (no olvidemos que toda la mitología tolkiana se agrupa en familias de nombres de raíces comunes). Incluso Sméogle, poseído por este mismo mal, lleva este mismo sello, también en su nombre, y en su estilo sibilante de hablar. Aún más: los Nazgul (pronúnciese nasgúl), esos caballeros negros que montan en serpientes aladas y tenebrosas, portan en la raíz de su nombre genérico un eco del naas hebreo, que significa serpiente y que dio nombre a una de las más extendidas sectas gnósticas: los ofitas o naasenos.
Nos encontramos de bruces y de manera pues totalmente transparente ante un arquetipo representado en una de sus formas más clásicas. El mal como atributo del reptil draconiano (serpiente=draco=dragón), es una universal representación, favorita del mundo simbólico humano.
Qué pánico infunde el reptil a nuestros entendimientos, qué esencia del mal amenaza con inocularnos su veneno, debe tener algo que ver con el terror a la reabsorción en el mundo primitivo, oscuro, reptante (ligado a la tierra, lo material, lo inercial) y opacamente corporal del puro instinto, que precede a nuestra más cara humanidad: la luz de la conciencia, capaz de mirar al cielo, elevada ya a varios palmos del suelo. El mal presentido en las fauces devoradoras del dragón, podríamos pues empezar a decir que es un mal involutivo, en tanto la tierra sobre la que nos elevamos significa nuestro pasado. Como reptil, un pasado filogenéticamente muy remoto.
El ofidio debe representarnos pues la pulsión automática, demasiado compulsiva, fría y despiadada para el savoir etre cultural, del reflejo nervioso sito en la médula espinal, ese sistema nervioso serpentiforme. Una adquisición evolutiva ancestral, primitiva y arcaica comparada con nuestro moderno tesoro del yo y la conciencia, es decir, la cultura, asentada en esa materia gris del cerebro de la que carecen nuestros tatarabuelos reptiles. Así como desde la ancestral sabiduría animal de la médula se eleva, como una pequeña pero paradisiaca isla surgida al cabo de una eternidad de siglos, la refinada sabiduría del cerebro, decimos en expresión más puramente psicológica y no tan literalmente somática que la conciencia, el yo, se eleva lenta y pesadamente desde la matriz inconsciente. Tan lenta y pesadamente como se sucedió desde la horda primitiva la organización en estados e imperios, o el cohete espacial desde el hacha de pedernal.
Una vez localizadas estas primeras cualidades en el simbolismo del reptil, podríamos pues decir que el primer terror que el mito siente ante el dragón, es exactamente el mismo que Freud trata de expresar cuando habla del yo frente al Ello, esa entidad que parece “sólo desear”, con un deseo anclado en el remoto pasado, ya sea sexo posesivo, enfebrecido y ciego, o, como parece querer expresar un “temperamento adleriano” como el de Tolkien, igualmente posesivo, agresivo y ciego poder, que podríamos atribuir en su raíz filogenética al impulso generalmente violento de supervivencia y autodeterminación del “macho dominante”. El elemento fuego en astrología, especialmente cuando está exaltado en Leo (posiblemente uno de los fuegos que escupe en llamaradas las fauces del dragón), nos remite a este mismo complejo simbólico. La Alquimia trata intensamente este asunto en el problema del León Verde, ascendiendo, eso sí, el conflicto hasta la esfera de los mamíferos, ya en la antesala de la conciencia humana (motivo que se enlaza con el símbolo del Verde de Venus, para completarse de regreso este problema del poder con los conflictos de la poderosa sexualidad -Venus=Afrodita-).
La cruzada del héroe contra la bestia coriácea, emblema del summun malum, tan cara sin necesidad de ir más lejos al período medieval, en nuestra época, cuando ya no podemos proyectar alegremente nuestra interna mitología bestiaria en la naturaleza, renace en el impulso de los caballeros psicoanalistas y su cruzada contra el supremo mal de la fijación pasional morbosa en el pasado, paradigma de la locura y de la compulsión anticultural de toda perversión. Es decir, la cruzada del impulso “genital” (léase siempre cultural), del valor razonable consciente, contra el draconiano Ello, el escondrijo de las aflicciones del alma y la auténtica cueva de asesinos gestados en el conflicto irresoluto infantil.
Así como actúan la serpiente y el escorpión, inoculando el veneno a traición, en la oscuridad, en un descuido, en un lapsus, así infiltra el Ello en la conciencia los oscuros objetos de deseo de sus extemporáneas demandas, para conducir la buena voluntad de los hombres a la tragedia.
Ante el rostro vetusto y arrugado de eones del dragón, nuestro afán evolutivo e intuitivo, la flor de nuestra humanidad, siente el mismo terror y repulsa que ante la mujer de Lot. A la vez, incapaces de descubrir en la Psique una conexión significativa con un pasado anterior a la natalidad, nuestros temores a la fijación, la petrificación, la involución, quedan hipnotizados con la infancia y la imagen del niño-animal. Podríamos decir, en efecto, que el consenso que hoy rige nuestra sociedad es adscribir la sede del mal a un problema de fracaso heroico en la niñez frente al Ello, seguramente debido al influjo debilitante de una noxa ambiental que creó cierta ambigüedad en la integración del valor maduro cultural, la necesaria arma de victoria. La imagen que domina en esta concepción de las cosas para el detrás de bastidores de la conciencia social, en tanto en cuanto ésta está aquejada de malestar cultural, es la de una mazmorra oscura llena de niños (pequeños héroes inmaduros fracasados) apresados por una serpiente celosa que no quiere dejarlos escapar hacia la cultura, la madurez, la “genitalidad”, la luz.
Según pues la espada discriminadora del cruzado psicoanalista, la trama de la obra podría quedar desvelada así: Frodo es un hombre niño que busca desprenderse de su edipo infantil, al que anda encadenado en forma de anillo, renunciando (desprenderse de él en el monte del Destino) a sus infantiles requerimientos (instigados por la malvada avidez animal del ogro Sauron, el Ello –también hace perfectamente las veces de padre castrador-), que amenazan con encronizar la neurosis que padece, siendo ésta el dominio del puro mal que detiene todo crecimiento y fructificación, y que por lo tanto convierte toda la vida, todo su país, en un yermo erial. En este contexto, el enfrentamiento con Ella-Laraña, es quizás el símbolo más claro del poder petrificante del complejo materno (araña como madre: “Ella”, telaraña como sobreprotección y fijación), y por ende una de las pruebas más claras de la inmadurez de nuestro héroe, que tiene que atravesar en su retrasado camino hacia la primaveral y luminosa pubertad.
En este justo momento nuestro cruzado envainaría orgulloso la espada, y elevaría con aire de superioridad el mentón; el análisis, ha terminado…Sólo para quedarse de nuevo petrificado de pánico al escuchar sobre su cabeza, a muchas millas por encima del suelo, el renovado alarido monstruoso del Nazgul. Incólume, sigue ahí. Tan impertérrito, como el ojo malvado sin párpado de Sauron.
Porque sabemos que el cuento reconoce universalmente la imagen de la bruja y del ogro raptores de niños, como una ralea de siervos especializados en tiernos infantes del afán comilón y aniquilador del dragón, al cual sin más problemas, en efecto, hace rato adscribimos, en una de sus cualidades, al complejo de la madre devoradora (y la verdad que también al mismo tiempo al del padre castrador), pero nos parece sospechar que no nos estamos ocupando precisamente de ese tipo de cuento infantil.
Desde la misma fuente mítico-onírica, que es la vida misma, y que parece reconocer sin censuras las dificultades infantiles, cuando las hay, sabemos que a la postre Madre y Padre tienen más que ver con principios fundamentales metafísicos (léase arquetípicos) sobre la materia y el espíritu, que con esos dos conocidos nuestros desde antaño que trabajan tanto y hacen tan bien de comer. Sabemos que el Diablo puede ser acusado de muchas cosas, menos de pueril, y de ese tipo de sabia diabluría se trata precisamente Sauron. Descubrimos que los niños no sólo “saben desear”, sino que conocen también secretos, que podrían compartir con los gnomos, los cabiros, el homúnculo y los duendes, secretos importantes que se olvidan con la mayor estatura, al crecer. Y de ese tipo de hombres bajitos son los hobbits protagonistas de nuestra narración. También, que los animales en los cuentos a menudo dicen y hacen cosas que sólo los magos y los dioses pueden decir y hacer, y que representan a menudo a divinidades en cualquier panteón, con esa manía que tiene la divinidad de ser más sabia que la humana madurez.
¿Agotamos pues el entendimiento de lo que quiere significarse como diabólico Dragón, hablando de remotos instintos animales y de incómodas reminiscencias pulsionales infantiles? Veremos que no.
Como digo, la sabiduría del mito enseña que el enfrentamiento con la serpiente, el dragón, no es precisamente un juego de niños, y que oponente y rival por antonomasia sólo puede ser alguien a la altura del más alto entendimiento y madurez cultural. Una imagen de superioridad que expresa muy bien el viejo Gandalf; también Theoden, Eowyn, Aragorn, todos de sangre real (símbolo de gran madurez y capacidad). De hecho, en efecto, no podríamos decir aún de Frodo, el más simple, joven e inexperto de todos, que es un representante inmaduro, así, sin más, de su próspera, rica y madura comunidad, la Comarca natal, sino, al revés, el único que tiene valor para enfrentarse a un problema que llega a la Comarca desde más allá del límite de toda su sana “genitalidad”, donde la gente hasta entonces sabía arreglárselas bien con el trabajo y el deber familiar, pero no con un problema de tal envergadura. El valor más genuino de Frodo es la virtud de la inocencia frente a la ambición del poder, que ni siquiera el viejo Gandalf tiene, y que le coloca un escudo protector, al estilo del que portaba Perseo ante la Medusa, frente a la enorme fuerza sugestiva del Anillo, de Sauron. Para los problemas nuevos, se necesitan odres nuevos y nueva savia como solución, y eso es lo que representa la lozanía de los hobbits protagonistas en esta historia. Frodo, como sabemos, es descendiente de Bilbo, ese otro aventurero que también arriesgó muy lejos de los límites de su bucólica región, y que demostró una vez más que responder a las preguntas exigentes y astutas de la esfinge dragón Smaug y de la sombra Sméogle requiere un manejo muy hábil del entendimiento, un entrenamiento avezado en la mercurial reflexión que significaría la muerte si fuera meramente ordinario o pueril. De Bilbo hereda Frodo la espada Dardo (=lo que da en el blanco), que se significa simbólicamente como una gran facultad intuitiva, condición sine qua non del espíritu explorador.
(El retrato del héroe en la obra está reflejado en una diferenciación de personajes separados, que conforman una unidad. Alrededor de Aragorn se sitúan el instinto y el olfato telúricos representados por Gimli, el enano, y la intuición y visión espiritual representadas por Legolas, del mismo modo que la complexio masculina clásica Puer-Senex la representan la nobleza virginal e innata de Frodo, el aprendiz, y la sabiduría y experiencia de Gandalf, el maestro).
El demonio en realidad disfruta retando y tentando a grandes almas, preferentemente viejas y sabias, como Goethe sabía bien. Los niños son sólo una aburrida distracción, un entrenamiento. El crimen desgraciadamente es un atributo humano que pervive y se genera en nuestra sombra mucho más allá de cualquier conflicto infantil. Y el problema con la telaraña pegajosa de la madre como guardiana del umbral de crecimiento, se extiende hasta la noche anterior a nuestra muerte; noche desde la que despierta nuestra conciencia, como desde todas las noches desde el nacer, exactamente como un parto renovado cada amanecer desde el útero húmedo del sueño, la matriz inconsciente.
Por todo ello, y aún más, nos interesa especialmente la neurosis y la crisis en la mitad de la vida, y no sólo el posible quiste desde la primera infancia. Nos interesa qué significa la serpiente que tienta al adulto, cuando ya ha obtenido el paraíso de la prosperidad relacional y familiar, y lo expulsa a patadas de él, hacia un ignoto más allá. Difícilmente el espíritu reptante del árbol del supremo conocimiento, hubiera podido hacerse entender por dos niños, y culminar su tentadora misión. El Balrog (posiblemente la raíz Bal contenga reminiscencias de Baal, los dioses consortes de Astarté, uno de los cuales es Baal-Zebub) que se enfrenta con un viejo mago que ya sabe más de lo que se debe saber en su sociedad. El mal que amenaza destruir lo construido con sudor y buena intención, el mal que amenaza un mundo, una conciencia ya forjada, y no sólo aquella que está empezando a despuntar.
Si Sauron nos sale al paso con una faz indiscutiblemente animalesca y arcaica, que se refleja en la torpeza y brutalidad de sus criaturas infernales, orcos, wargos y trolls, su brazo derecho, Saruman, nos refleja toda su excelsa sabiduría, conocimiento y ciencia. Como maestro de maestros, su refinamiento sabio parte de ser muy superior a cualquiera de sus rivales.
¿Qué es lo que obtiene el viejo Fausto de su encontronazo con Mefistófeles, el sobrino de la Serpiente, y qué obtiene Gandalf de sus enfrentamientos con el fogoso demonio del mundo antiguo, y con su mismo maestro oscuro, Saruman? ¿Acaso meramente restablecen el orden previo, y su conciencia meramente queda asentada y nuevamente segura en su anterior posición? Claro que no. El Dr. Marianus y Gandalf el Blanco, son el tesoro hallado después de la confrontación. Como Gandalf el Blanco, la trama del mito no nos deja lugar a dudas: el hechicero ha ascendido, no descendido, al equipararse, al asimilarse, a su oponente el Dragón.
Con esto, penetramos en el problema más peliagudo de todo nuestro estudio. Antes, hablábamos del saurio como representante de un pasado, ciegamente instintivo, que ya superamos al alcanzar conciencia, y cuyo peligro estriba en sucumbir de nuevo a él, cayendo hacia atrás. Ahora descubrimos que detrás de la amenaza de involución, se encontraba la promesa de evolución. Es decir: que enfrentando al Ello, no sólo estamos dirimiendo posturas entre el recién formado yo, la conciencia, y el pasado animal e instintivo, sino que estamos dirimiendo posturas con nuestra posterior madurez y evolución.
Sí: el tesoro del dragón. Descubrimos escondido en el corazón del instinto arcaico una suprema luz, y donde parecía que sólo existía una llama infernal y caótica, vemos que se fraguaba un anillo, que se significa como una llamada al destino celestial. El pasado engendra al futuro en el vientre del dragón, y la “sabiduría de la médula” de pronto aparece como más amplia, más vasta, que todo el “conocimiento cerebral”. Como si penetrar en tierra de Mordor, significara precisamente abandonar el estrecho recinto de la cabeza y sus limitadas concepciones, para confrontarse con una sabiduría más grande, que se extiende infinitamente hacia atrás, y hacia el futuro también, en una tierra de maravillas y terrores infra y supra humanos.
Es por eso por lo que el Tantra no se refiere tanto a la médula espinal, como órgano y tejido corpóreo, sino a los canales de Kundalini, la serpiente de la libido, que recorre paralela y en otro plano del ser a la columna vertebral, desde el Muladhara, la conciencia corporal y lo que mejor se acerca a lo que tememos de la serpiente, hasta el Sahastrara, el loto de los mil pétalos, la conciencia espiritual, un entendimiento superior al mental cerebral. Pasando por el Agnya, la gnosis superior, que como tercer ojo y fuego prometeico (sánscrito Agni), se nos relaciona instantáneamente con el ojo de Sauron y los fuegos de Mordor.
Por todo esto también de la serpiente decimos que es astuta, y del Diablo no se nos ocurre pensar que es bobo, aún con patas y cuernos de cabra, sino que sabe tanto, aunque no por Diablo, pero sí por viejo. Tanto como Dios.
Si así es como la filosofía tántrica oriental extiende la longitud de la serpiente desde el impulso animal al entendimiento espiritual, y los chinos hacen del dragón un animal antes benéfico que devastador, también a través de esta paradoja del mal es como el gnosticismo, doctrina de sapiencia, llega a adorar al tonto y frío reptil, la astrología porta sus constelaciones de luces-conciencia a lomos del dragón, y como la imaginería alquímica parangona la serpiente a Jesús. La psicología analítica abandona la concepción parcial del “inconsciente que sólo sabe desear”, y encuentra escondido detrás y encima del rango del instinto, el rango espiritual. El Ello pasa a entenderse como Inconsciente Colectivo, y el dragón pasa a ser una paradoja arquetipal: fin y muerte de la conciencia, su límite; principio de su expansión también. Ciertamente, la conciencia es como un frágil huevo que puede ser aplastado de un pisotón por Sauron, pero es un huevo que pone ese mismísimo dragón.
De esta forma, podemos entender un poco mejor como el color negro, propio del caos, la inconsciencia, el desentendimiento y la muerte, tienen que ver con Mordor, al mismo tiempo que un anillo mágico, una joya divina dorada, que produce una hipnótica atracción, y que representa al fin y a la postre algo tan caro al misticismo y el anhelo de redención como es la Unidad. Junto a las huestes simiescas de orcos, trolls, trasgos, wargos y uruks-hai, que simbolizan sin ninguna duda la avidez animal, la oscuridad ctónica, se alza un ojo antiguo casi como el tiempo, supremamente sabio (el ojo es símbolo predilecto de Conciencia, de Luz), de conocimiento tan poderoso que fue capaz de convencer a un mago tan excelso como Saruman.
Desde el remoto pasado ya vemos como no nos sale al paso sólo la reminiscencia caduca de la testarudez instintiva animal, sino, en realidad, nada más y nada menos, toda matriz y principio de conciencia y de devenir cultural: el Arquetipo.
En este punto, tenemos que prestar mucha atención a algo profundamente significativo, que nos lleva aún un poco más allá: la oscuridad que se cierne alrededor del Señor Oscuro, no es meramente la oscuridad animal de la subsconciencia antes de llegar a ser humanidad. Es más bien la oscuridad de la caída desde la luz. Es el horror de la involución que amenaza con seguir provocando involución alrededor. El mitologema que define el mal de Mordor, es aquel de la caída en el instinto, en la materia, en el deseo compulsivo, Hyle, de aquello que antes (o ¿cuándo? ¿dónde?) era sabiduría, conocimiento, conciencia, santidad. Saruman, antes que ese pérfido dictador, era un maestro de maestros de sapiencia y luz. Los Nazgul, fueron antes nueve reyes humanos, poderosos amos de grandes civilizaciones. Y los orcos, proceden de etéreos elfos, deformados por el mal. Sauron, pues, debe tener mucho que ver con Lucifer, como paradigma del ángel caído, que antes de recibir su forma bestial como Satán, extendía las alas de su dominio en los cielos, al lado del buen Dios.
Gracias a estas consideraciones, parece que podemos distinguir preliminarmente dos pulsiones de naturaleza muy distinta en el mundo lúbrico de la avidez del dragón: aquella que pertenece con propiedad y legitimidad al recinto del cuerpo y el impulso genuino animal, y aquella que es una deformación y tergiversación del “hambre espiritual”. Es decir, la auténtica perversión, el pecado de Satán.
Sólo la psique humana puede caer en esa perversión, pues sólo la psique humana está llamada a crecer hacia alturas de luz, y sólo ella puede confundirse y extraviarse ante la llamada de este destino. Con mucha sencillez, la psicología moderna ha captado este problema en la cuestión de la proyección.
Podemos decir ahora que buena parte del problema del mal que plantea la obra, es un problema con las proyecciones de una personalidad fundamentalmente introvertida, en la que la llamada y el encuentro con el Sí mismo (el Anillo) se pueden traducir, perversamente, en una proyección del poder divino sobre el yo, el ego, que crea toda esa inflación de querer conquistarlo y gobernarlo todo, y hacer la propia voluntad como si se fuera un dios. Apunto que precisamente, por omisión, destaca en la obra la energía sexual. Eros está casi completamente ausente; Ares, sin embargo, campea a sus anchas por doquier. No es extraño, pues es sabido que ese es el conflicto (Eros vs Poder) que rige el ciclo mitológico del que el Señor de los Anillos bebe, y en muchísimos puntos es una mera copia: el ciclo nórdico wotánico, especialmente expresado en el Anillo del Nibelungo de Wagner, con un siglo de antelación. (Tema al que añado una curiosidad: como tetralogía, El Anillo del Nibelungo arquetípicamente debe situarse un escalón por encima de la trilogía tolkiana, que sería tan incompleta en este sentido como el 3 es al 4, como la Trinidad es a la Cruz).
Se me hace necesario señalar que el problema de la caída y la perversión luciférica es de todo, menos sencillo de abordar. Mitológicamente, no se puede hacer esa distinción a la que yo mismo me atreví antes, entre un instinto “legítimo” animal, sin más, y una inflación “perversa” de la esfera de los instintos por proyección de lo espiritual, puesto que de entrada toda cosmogonía considera que el espíritu, el Verbo, fue antes, y luego la encarnación, la creación de lo natural, lo animal. La misma creación del mundo, la encarnación pues, que la mitología sin dudarlo presupone como una emanación desde la Divinidad, es una caída, un descenso de Dios. Por eso no pocas doctrinas consideran el mismo mundo la esencia del mal y la perversión: el budismo que lo considera la absurda rueda del Samsara, el hinduismo que lo ve como el espejismo de Maya, el gnosticismo como obra defectuosa del Demiurgo, el catarismo como asiento de impureza, etc. etc. Pero claro, entonces olvidamos que forma parte de la naturaleza divina la encarnación, el descenso, la creación del mundo, y se nos hace muy difícil considerarlo desde esa perspectiva como “nada más que” un perverso error. Antes bien, se nos hacen caras ciertas otras doctrinas orientales al respecto, donde el mundo celestial es el Yang, y el mundo instintivo y encarnado el Yin, y el camino de la maestría que sigue las huellas de los dioses creadores y destructores, altos y bajos, es el Tao que serpentea entre los dos, uniendo ambos opuestos, que en el fondo son Uno, en toda su sombra y su luz. Doctrinas que precisamente surgieron en la misma cultura donde el dragón no es un animal perjudicial y maligno, sino que es apreciado popularmente como benefactor.
Si consideramos pues lo luciférico no como el pecado, sino como el mismo acto divino de la encarnación, la materialización, la creación de la madre naturaleza, entonces no se nos hace difícil considerar que el dragón, como emblema del poder de la naturaleza, donde todo es compulsión, esconde en su gruta sin embargo al Deus Absconditus, la Lumen Naturae, exactamente como la psicología nos muestra que detrás de las sombras inconscientes, de la oscuridad opaca y telúrica del instinto y sus a menudo vehementes desvaríos y perversiones, se esconde la imagen de Dios como rector, el Sí mismo. El dragón es así el guardián del tesoro que se esconde detrás de los fuegos pasionales de la encarnación, tesoro que es el sentido último de la creación, de nuestra creación. Por eso toda conciencia que necesite más diferenciación, tiene que buscar al Dios Escondido recorriendo el camino inverso a su manifestación: penetrar en el oscuro caos del poder constructor y destructor de la naturaleza, que es en nosotros el Inconsciente, la gran pasión del Creador, hasta atisbar el Principio Rector.
El Sí mismo, si clama ser reconocido, lo hace a través de sus creaciones favoritas: el Leviatán y el Behemot. Quien encuentra al Diablo, está a sólo unos pasos de Dios.
Campbell nos relata:
“El insulto final se da en la caracterización de la presencia demiúrgica del abismo como el “mal”, lo “oscuro”, lo “obsceno”. Los brillantes hijos guerreros desdeñan la fuente generatriz, el personaje del estado seminal del sueño profundo, la matan, sin más miramientos; la cortan, la parten en pedazos y la convierten en la estructura del mundo. Éste es el patrón de la victoria de todas las posteriores muertes del dragón, el principio de la antigua historia de las aventuras del héroe.”
Convertir en estructura del mundo, significa diferenciar, comprender, hacer consciente algo que antes estaba oculto, generalmente detrás de una criatura pestilente y diabólica. Uno de los paradigmas de la lucha mitológica entre el héroe y el dragón, lo tenemos en el enfrentamiento entre Marduk y Tiamat, del que reproduzco el fragmento final de la apoteosis heroica:
“Y el señor se puso de pie sobre la parte trasera de Tiamat
Y con su maza inmisericorde le aplastó el cráneo.
Cortó los canales de su sangre
E hizo que el viento del norte la llevara a lugares secretos…
Entonces el señor descansó, miró el cuerpo muerto
…e inventó un astuto plan.
La partió en dos mitades como a un pez;
Estableció una de sus mitades como cubierta del cielo
Puso un cerrojo y puso un guarda
Y les dijo que no dejaran salir a las aguas
Pasó a través de los cielos, y miró las regiones celestiales
Y por encima de la Profundidad estableció el reino de Nudimmud.
Y el señor midió la estructura de las profundidades”
El dragón escondía detrás de su horrenda figura un cosmos, y también la comprensión de ese cosmos (medir las estructuras). Campbell continúa:
“Los mitos ilustran incansablemente el punto de que el conflicto en el mundo creado no es lo que parece. Tiamat, aunque muerta y desmembrada, no quedó deshecha. Si la batalla pudiera verse desde otro ángulo, el monstruo del caos aparecería deshecho por su propio acuerdo, y sus fragmentos se hubieran colocado en los lugares correspondientes por su cuenta. Marduk y toda su generación de divinidades no eran más que partículas de la sustancia de ella. Desde el punto de vista de esas formas creadas, todas se lograron gracias a un brazo poderoso en medio del peligro y el dolor. Pero desde el punto de vista del centro de la presencia emanadora, la carne cedió voluntariamente y la mano que la hirió no era, en última instancia, más que un agente de la voluntad de la misma víctima”
La astrología, que equipara a Saturno y a Plutón con lo diabólico, con el Adversario, con la naturaleza compulsiva y destructora, con el devoramiento de la conciencia, y, al mismo tiempo, los equipara con los grandes maestros y rectores de la suprema iniciación, se hace eco de estas mismas circunstancias que estamos tratando. Saturno, que tiene más que ver simbólicamente con la autoridad, la institución, la cultura humana, en sus aspectos sombríos y luminosos, estaría en el relato tolkiano adscrito a Saruman, mientras que Plutón, que es un dios más salvaje, un poder entronizado en un Más Allá de lo cultural, lo representa sin cortapisas Sauron.
Voy a realizar ahora una extensa digresión, que nos alejará bastante de la obra tolkiana, pero estoy seguro nos acercará mucho más a la comprensión del arquetipo que nos está saliendo al paso. Perdónenos el lector este excurso, quizás demasiado abrupto. La asociación simbólica, la amplificación, piedra angular de la interpretación, a veces nos obliga a realizar grandes saltos en direcciones dispares, y se hace un poco costoso no perder el hilo de la coherencia argumental.
El asunto es el siguiente:
Nos llama mucho la atención el que la forma de manisfestación de Sauron en la trilogía sea la de Ojo sin Párpado, resumiendo este ojo toda su esencia y todo su poder. Si seguimos el rastro a este simbolismo, descubrimos que existe una relación muy arcaica en la mitología entre el reptil y su mirada, sus ojos, esencialmente en la figura del célebre Basilisco, y un quizás menos conocido pariente, el Catoblepas (que mira al suelo). Del Basilisco (griego basiliskos, reyezuelo) se hacen eco numerosos autores de la antigüedad, y es citado no pocas veces en el Antiguo Testamento: (“…Y el niño de teta se divertirá sobre la cueva del áspid, y el destetado meterá su mano en la caverna del basilisco” Isaías, XI). Plinio el Viejo nos cuenta sobre estas bestias:
«En el sur de Etiopía se encuentra la fuente Nigris; la opinión común ve allí el origen del Nilo, y los argumentos que hemos expuesto parecen confirmarlo. Cerca de esta fuente vive la bestia llamada catoblepas, de una talla por lo demás mediana y de andar perezoso, toda su actividad consiste en llevar dificultosamente su cabeza, que es muy pesada, y que tiene siempre inclinada hacia el suelo. De otro modo sería la plaga del género humano, pues todo hombre que ve sus ojos muere inmediatamente.»
«La serpiente basilisco no tiene menos poder. Es la provincia de la Cirenaica quien la genera, su largo no pasa de doce dedos, tiene como marca una mancha blanca sobre la cabeza, que se parece a una diadema. Su silbido espanta a todas las serpientes. No anda, como las otras, por una serie de ondulaciones, sino que avanza manteniéndose alta y derecha sobre la mitad de su cuerpo. Destruye los arbolillos, tanto por su resuello como por su contacto; abrasa las hierbas, quiebra las piedras, tanta fuerza tiene su veneno. Se creía en otro tiempo que si era matada de un lanzazo dado de lo alto de un caballo su veneno remontaba a lo largo del asta y mataba a la vez caballo y jinete. Y sin embargo este monstruo –se ha hecho a menudo la prueba para los reyes que le deseaban ver muerto– no resiste el veneno de las comadrejas: que la naturaleza no ha creado nada sin contrapartida. Se guarnecen éstas en las cuevas de los basiliscos, que encuentran fácilmente por la infección del terreno. Matan al basilisco por el olor que exhalan, y mueren: así termina el combate de la naturaleza consigo misma.» (Citado por Gustavo Bueno Sánchez, rev. El Basilisco, 1978)
E Isidoro en sus Etimologías:
«Basilisco es nombre griego; en latín se interpreta regulo, porque es la reina de las serpientes, de tal manera que todas le huyen, porque las mata con su aliento y al hombre con su vista; más aún, ningún ave que vuele en su presencia pasa ilesa, sino que, aunque esté muy lejos, cae muerta y es devorada por él. Sin embargo le vence la comadreja, que los hombres lanzan a las cavernas en las que se esconde el basilisco. Cuando éste la ve huye y es perseguido hasta que es muerto por ella. Nada dejó el Padre de todas las cosas sin remedio. Su tamaño es de medio pie y tiene líneas formadas por puntas blancas. Los régulos, como los escorpiones, andan por lugares áridos, pero cuando llegan a las aguas se hacen acuáticos. Sibilus es el mismo basilisco, y se le da este nombre porque con sus silbidos mata antes que muerde.» (Id.)
Generalmente se le atribuye a la morfología del basilisco tener cuerpo de gallo, cola de serpiente y piel de sapo, con una especie de corona en la cabeza como distintivo emblema de realeza. Sobre su génesis, existen varias versiones. La más extendida es la de que se engendra cuando un gallo que alcanza los siete años, pone un huevo, y entonces éste es fecundado por una serpiente e incubado por un sapo durante nueve años. Pero también se cuenta que surgió de la sangre vertida de Medusa al ser decapitada. No es extraño, le es común la mortífera mirada. Importante es el tema de la sangre: la alquimia apreció siempre la sangre de basilisco, como mediadora de dones (del mismo modo que de la oscura Medusa brota con su decapitación el supremo bien de Pegaso), y, muy importante, se le llamaba sangre de Saturno. Por supuesto, un eco perfecto del valor de la sangre del dragón Farfner, aquella en la que se bañó Sigfrido después de derrotar a su rival.
Algo a destacar es la cuestión de que Basilisco y Catoblepas forman también un complejo dual, un símbolo doble en oposición, pues mientras del Basilisco se destaca su carácter agresivo y furibundo, del Catoblepas sin embargo se cuenta que camina con la cabeza abajo y los ojos cerrados, porque no quiere matar a nadie. Ambos reflejan así una polaridad activo-pasiva y maléfico-bondadosa dentro de su terrible condición.
Ahora podemos regresar a nuestro relato, y hacer múltiples asimilaciones entre los atributos favoritos de Tolkien para sus malvados y estos reptiles clásicos legendarios:
Ojo de Sauron —– Ojos de Basilisco
Sauron reinando en Mordor, un desierto —- Basilisco, rey del desierto
Corona de los Nazgul, único atributo visible —- Corona de Basilisco
Olor fétido de los Nazgul y Gollum — Hediondez del Basilico
Montura del Nazgul, serpiente alada — Basilisco, mitad gallo mitad serpiente, rey de reptiles y aves.
Sibilante Gollum — Sibilante Basilisco.
Las armas se destruyen al contacto con el Nazgul— Los enemigos mueren al contactar al Basilisco.
No sabemos si conscientemente Tolkien hizo estas equiparaciones, como conocedor del bestiario clásico, o si surgieron espontáneamente desde el trasfondo arquetípico de su propia psique, con espontaneidad. Inclínome por lo primero, sin embargo no en menoscabo de su aguda intuición a la hora de elegir una de las bestias para su colección particular que más puede mostrarnos sobre la absoluta profundidad e importancia del arquetipo draconiano que la convoca, tanto a ella como a Sauron y sus secuaces.
Es muy sorprendente la actualidad de su presencia y su popularidad, aún pasando en sus más llamativos aspectos desapercibido (propia de todas las criaturas que hacen de la noche y la sombra inconsciente su guarida). Otra superproducción cinematográfica taquillera, como es la segunda entrega de Harry Potter (H. P. y la Cámara Secreta), nos ha expresado en imágenes lo que J.K. Rowling quiso que fuera la figura central sobre la que gira su homónimo libro: un basilisco, con todas las letras. También se le convoca, esta vez de nuevo en silencio, en la escena del conjuro diabólico en el pajar, en la celebérrima El Nombre de la Rosa.
Pero donde con más aparatosidad renace su popularidad mítica, sin embargo encubierta tras un pálido lustre de cientifismo, es en la saga Parque Jurásico, y en otras producciones de serie B como Godzilla. Es muy curioso que el dragón, habitante propio del mito y la imaginación, haya visto precisamente en este siglo tan iconoclasta, una revivificación desde el mundo de la ciencia. El Tiranosaurus Rex, ese Basilisco rey de las serpientes, existe. Sus huesos están ahí. Más aún: en la última entrega del “dinosaurista” Spielberg, así como en Godzilla, se cumple el último atributo que le quedaba al Rex para ser Basilisco en totalidad: el rey de las serpientes, es anfibio, nada.
Sí, en efecto, es propio del Diablo estar aquí, bien presente, y sin embargo no ser percibida como tal. Ya hace mucho tiempo que percibimos que tan redoblado afán por la criatura arcaica, no puede deberse a otra cosa en el fondo que una fascinación inconsciente por la revivificación del mundo arquetípico, propia de momentos donde en la conciencia existe demasiada confusión, y entonces son los reptiles los únicos que recuerdan la conexión con Dios.
Según el material que acabo de exponer, el mitologema del dragón adjunto a la fuente primordial cobra especial vigencia en la proximidad del basilisco y el catoblepas. Hemos visto como este último gusta de vivir nada más y nada menos que en el origen del Nilo (no le es nada extraño al Nilo la presencia del cocodrilo, desde luego), y el relato de J.K Rowling no deja lugar a dudas: su basilisco vive en la cisterna sita debajo del enorme colegio Hogwarts, la cámara secreta que nombra toda la obra. No es nada extraño ni en el sueño ni en el mito, que el reptil viva en cisternas, a menudo subterráneas:
“Desciendo por una escalera, como a la catacumba de un castillo. Llego a un lago subterráneo, y en él hay tres cocodrilos gigantescos. Me miran amenazantes, y yo entro en pánico” (Sueño de una paciente)
Recordemos el dragón que venció Cadmos, que vivía en la Fuente de Ares. Posiblemente la leyenda de “Nessi”, el monstruo del Lago Ness, se encierre también dentro de este mismo mitologema. No nos es de extrañar tampoco la paradoja de parangonar desiertos y fuentes secretas como parajes predilectos del basilisco, pues el agua que toca el dragón, o es demasiado ponzoñosa (fuente Nigris –negra-), o está demasiado vigilada por él, como para saciar la sed de la conciencia…hasta que un acto heroico lo venza, eso sí.
Si seguimos la sólida línea asociativa, al lado del tema de la cisterna descubrimos un inquietante dato que nos amplía más la visión sobre los hábitats favoritos de nuestro monstruo: el lugar sagrado por antonomasia, el baluarte de civilización y conocimiento, que llamamos catedral. Howgarts es en efecto un espléndido edificio donde se imparte la cátedra de magia, es decir, de alta y sagrada sabiduría teúrgica, y las dos torres tolkianas (Mordor e Isengard) es evidente que no son otra cosa que catedrales, con un “papa” y un “cardenal” oscuros respectivos como regentes y oficiantes.
Nada más cerca del trono de Dios que el trono del Diablo, su eterno imitador, y si en Tolkien la rebelión luciférica llega a tal punto que se hace con el poder del mundo y establece en él su satánica iglesia, de todos modos siempre encontraremos al Adversario, al dragón coronado que es la sombra del buen rey y del buen papa, en los subterráneos de sus moradas predilectas, lanzando desde allí, bien cerquita, el veneno de sus conspiraciones.
Veamos una conocida leyenda andaluza, como perfecto ejemplo de lo que estamos diciendo:
Se cuenta en Jaén desde tiempo inmemorial (existen ciertas pruebas históricas de la existencia de esta leyenda desde 1227, aunque autores como Juan Eslava Galán defienden su existencia desde el siglo VI-V a.c. en su versión primigenia) que frente a la Iglesia de María Magdalena había una fuente donde vivía un terrible lagarto, que devoraba a todo aquel que se acercaba por agua. Para erradicar tan lamentable plaga, un valiente guerrero se vistió con un traje de espejos (compárese con Perseo enfrentado a Medusa) y, aprovechando que la bestia se cegó deslumbrada, le asestó un golpe definitivo de espada. Otra variante cuenta que fue un pastorcito quien engañó al bicho dándole a comer yesca envuelta en un cebo de piel de cabra.
Esta leyenda es conocida como la del “lagarto de la Magdalena”, pero aún podemos contar otra, que se da a tan sólo unos doscientos kilómetros de distancia: el lagarto de la Catedral de Sevilla. En una variante se cuenta que un rey moro regaló como presente a Alfonso X el Sabio un cocodrilo, entre otros presentes, con objeto de conquistarle la aprobación de la boda con su hija Berenguela. El monarca cristiano, sin saber qué hacer con el bicho, lo mandó cautivar en una de las cámaras de la catedral sevillana. La bestia encontró la manera de salir cada noche de su escondrijo, y zamparse en cada excursión un descuidado beato que estuviera rezando frente al altar de la iglesia, hasta que un buen día (para la feligresía), seguramente de una indigestión, apareció muerto en uno de los canales de la fuente del patio. En la versión más generalmente aceptada, el regalo del rey moro fueron dos lagartos, una collera, y sencillamente acabaron muriendo de inadaptación al clima. En cualquier caso, todo turista hoy día puede ver que en la cámara que separa la catedral cristiana de la reliquia de minarete árabe que se llama la Giralda, hay una escultura en piedra de un cocodrilo, colgada del techo.
Aún otra más, a sólo cuarenta kilómetros de la anterior, en el pueblo de Utrera. Aquí se cuenta que cuando el pueblo todavía casi ni lo era, de un pozo un día ascendió un cocodrilo con la imagen de una virgen entre las fauces. Alrededor del pozo se construyó un convento, en homenaje debido al milagro, que acabó siendo el eje de crecimiento de la población.
(Un apunte: en Andalucía, ni hay ni hubo cocodrilos nunca, ni más lagarto digno de mención que el ocelado, de unos cincuenta cms., que habita en páramos y sotobosques)
No preciso llamar la atención sobre lo más obvio: en un corto itinerario nos encontramos la paradoja de la malignidad junto con la santidad del, sin lugar a dudas, mismo basilisco. Una y otra vez volvemos a toparnos con la doblez del símbolo de la serpiente, ese enemigo de todo bien que sin embargo gusta de vivir cerca del trono del supremo bien, ese destructor de civilización que sin embargo es a la vez llave de cultura, ese ser ctónico e instintivo que es a la vez puerta de conciencia y espiritualidad. Que convierte a las fuentes de la vida, donde gusta vivir, en un territorio mortal.
Ya no nos puede ser muy difícil entender por qué el anillo, el ojo y la corona real, que nos conducen sin lugar a dudas hasta el simbolismo del Sí mismo, la imagen del Dios, nos han llegado sin embargo desde los atributos del dragón.
Hemos topado pues de bruces con el aspecto sombrío del Espíritu: lo diabólico. Sauron, el Basilisco, como creo que hasta aquí hemos mostrado con suficiente claridad, son imágenes profundas y terribles del aspecto oscuro del Sí mismo, de Dios.
Gustavo Bueno Sánchez se pregunta:
“¿Hasta qué punto cabría correlativamente establecer una asociación entre la mirada divina y la del Catoblepas? Dios, como el Catoblepas, mata a quien mira su ojo.” (Id)
Cuando el Sí mismo posee la conciencia (que es lo mismo que decir: la conciencia se siente poseedora de Él), inflándola de un detentado poder ilegítimo, de jactancias dictatoriales en verdades que sólo a medias son verdad, así tal y como vive Saruman, el pequeño tirano que juega a ser rey y creador del mundo, entonces comprendemos mejor de qué hablaban los gnósticos cuando señalaban al Demiurgo como el semidios arrogante y estúpido que sin embargo se cree el principio legítimo de la Creación. Cuando el poder temporal pretende disponer y administrar la verdad eterna, y se parapeta detrás de leyes rígidas, de instituciones intocables, y hace de la ambición su sentido y del poder por el poder, entonces estamos cara a cara con el aspecto maléfico de Saturno, el rey oscuro, el Padre Negro, el que asesina con hipocondría paranoica cualquier hijo que amenace relevarle en su trono, su tesoro. Saturno es un celoso guardián del umbral, que sólo tras múltiples pruebas superadas por el héroe, cede en su juego de aparentar ser el centro del Universo y deja camino libre hacia el verdadero monarca, el Sol.
Sauron, la Serpiente arcaica, representa toda la libido, toda la energía vital, desde el instinto más ctónico hasta el impulso más elevado de conocer, más allá de lo que la conciencia es capaz de reconocer. Es vida incluso más allá de vida humana, tanto vida animal como espiritual; bien y mal incluso más allá de toda antropomórfica distinción. Más antiguo y primitivo que el hombre, y al mismo tiempo, conocedor y guardián de los destinos que al hombre le son imposibles saber. Es el númen de la Fuente Primordial, el cimiento de la catedral que es el trono del Dios de los Hombres y de toda su benemérita civilización. La catedral se construye con la piel del dragón, pero el dragón es más grande, mucho más de lo que los hombres pueden llegar a asimilar y comprender. Sus dominios se extienden muy profundo hacia lo infrahumano, y demasiado alto como para ser vistos, hacia la suprahumanidad. Es más, ambos extremos mezclados, en una indiferencia terrible y venenosa para la conciencia humana. Precisamente por ser ese Todo terrible que da tanto pánico como el diabólico Pan (Pan, en griego=todo), incluye también entre sus más preciados tesoros la esencia del Anthropos, el Hombre Original.
Así es como el Basilisco nos remite al reyezuelo demiúrgico, a un prepotente semidiós (especialmente representado por Saruman), y como nos remite a Lucifer, un elemento bisagra entre lo demiúrgico y el poder oscuro del Dios real (Sauron), para finalmente entrar en parentesco directo a través de su forma de gallo-serpiente con el supremo ser Abraxas (también emparentado con Sauron) de los Siete Sermones, del que dice Jung:
“Verle significa ceguera, conocerle significa enfermedad, rezarle significa muerte, temerle significa sabiduría, no oponerse a Él significa salvación”
Sauron en su significado de abismal Adversario es todo aquel contenido del Inconsciente Colectivo que no está asimilado en la imagen del dios civilizador de cada Eón que sirve como paradigma, y que, por lo tanto, se opone a él con mayor o menor tensión, pues todo lo inconsciente quiere también reinar en la luz, aún a golpe de adicción, locura y perversión. Es, sin ir más lejos, el lobo de Wotan que instigó la II Guerra Mundial, el ambiente en el cual Tolkien ideó y redactó el grueso de la obra de la que nos estamos ocupando aquí.
Sauron como Abraxas es ese instigador de contenciosos, de conflictos, retos y pruebas, de extravíos, que sólo un ingenuo ingenio creería que nacen desde el mero error y el sólo mal, y no desde el Monte del Destino que se yergue cerca de su guarida. Un lugar que escupe la maldición de una guerra terrible, que es a la vez la posibilidad para un buen número de medianos de Individuación.
“Abraxas produce verdad y mentira, bien y mal, luz y tinieblas en la misma palabra y en el mismo acto. Por ello es Abraxas temible”
¿No es esa la mejor definición para el Anillo Único?
Frente al consejo de Jung sobre la “no oposición”, que busca en último término la conciliación de opuestos, la apuesta tolkiana nos resulta un tanto ingenuamente dualista y maniquea, delatando con total seguridad el talante tipológico del escritor. La exterminación total del mal, al final, nos resulta más una amputación que una victoria real, y no se nos hace del todo creíble.
Sólo la actitud del autor hacia Gollum, y el hecho de dejarle a él la última palabra, in extremis (nunca mejor dicho), nos revela un impulso esclarecido en la intuición creativa de Tolkien de tratar con la relatividad que se necesita el problema del Bien y del Mal.
Sin embargo, en su favor decimos que mientras la Fuente de la Vida recorra gustosa el Eón al amparo de una imagen luminosa del dios civilizador, el Héroe hace bien en enfrentarse a la serpiente y exiliarla una y otra vez a los salvajes páramos para que los tiempos pasados y futuros no enturbien ni ocluyan el ordenado fluir del presente, donde el hombre y su conciencia pueden vivir en paz. De hecho, no hay unión de opuestos que no se logre después de una violenta confrontación, donde la luz debe prevalecer, pues de todos modos, el laisser faire no puede ser nunca tan indolente que en la conniunctio oppositorum entre Dios y Diablo se permita primar a la oscuridad, la inflación y la perversión sobre la lucidez y el sentido espiritual, es decir, la moral.
Pero cuando es momento de cambio y transformación, en el alma de un aventurero furtivo de su época o en el alma de toda una comunidad, entonces la criatura se sacude el lomo, y la catedral acusa la destrucción. Comienza el oscuro tiempo de Plutón. El héroe tiene que viajar más allá del Estigia, de las remotas ciénagas pestilentes llenas de muertos, descender hasta su guarida, y robar para los hombres y su futuro un nuevo pedazo de carne de dragón, para que así continúe la creación, la evolución.
Una tarea que también podría entenderse desde esta perspectiva: descender hasta los infiernos a ayudar en la titánica empresa de devolver a Lucifer a su lugar celestial, en la torre más alta de la catedral.
En el fondo, Sauron lo que busca, por las buenas o por las malas, es su redención.
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Bibliografía:
-Gustavo Sánchez Bueno, Ontogenia y filogenia del basilisco, El Basilisco, 1ª época, nº 1, 1978, páginas 64-79
-J.R.R. Tolkien, El Retorno del Rey, Minotauro, 1980
-C.G. Jung, Recuerdos, Sueños, Pensamientos, Seix Barral, 1990
————, Simbología del Espíritu, FCE, 1988
-Manuel Lauriño, Historias y Leyendas de Andalucía, Castillejo, 1999
-Joseph Campbell, El Héroe de las mil caras, FCE, 1997
-http://www.jaenonline.com/yayyan/leyendas/Lagarto.htm