(Viene de la primera parte)
Consideraciones finales
Ha sido mi interés en este breve artículo informar al lector de la contundente separación que existe en realidad entre método científico (ahora con minúsculas, pues hablo de su expresión general, allende doctrinas) y el paradigma y la filosofía en los que éste está constreñido, algo que a nuestra percepción apresurada de la realidad cultural puede parecerle indisolublemente unido, sabiendo además que al eventual paradigma le va a convenir siempre que sea así, y a ello va a alentar. El método científico, al fin, sólo consiste en algo muy “sencillo”: la aplicación pulcra y diligente de las leyes de la lógica al objeto de investigación. Las leyes de la lógica son a la vez las categorías en las que se estructura nuestra función del pensar. No son perfectas; reclaman constantemente peticiones de principio y cláusulas de fe. Por ejemplo, como tanto preocupaba a Hume, jamás estaremos seguros de que el siguiente cazo de agua hervirá a cien grados, aunque lo haya hecho así antes tres millones cuatrocientas mil veces. Nadie puede estar seguro de que el cura no sea su padre, es lo que en el fondo quería decir. A pesar de esta y otras enojosas imperfecciones de la lógica, los imperativos metafísicos vienen al rescate siempre de nuestro ánimo, por más escépticos que queramos ser y, a la postre, damos por válido que la ley del hervor es universal (eternamente válida), por una sensación genuina y apriorística de que así es. La misma que nos capacita a seguir queriendo incondicionalmente a papá. En definitiva, el método científico está debidamente cumplido cuando enunciamos propiedades de las cosas sin incurrir ni en falsedad, ni en contradicción. Este es el principio de falsabilidad. Importante: no prefiere ni a Aristóteles ni a Platón.
La Epistemología o Filosofía de la Ciencia (que en este artículo trato indistintamente aunque en realidad no es exactamente así) es otra cosa diferente. Es algo más grande; en última instancia, trascendente. Tiene alma, no sólo pensar, como toda filosofía en general. Juzga lo que es interesante de investigar, lo que no. Tiene una moral: elige lo que está bien y lo que está mal para la sociedad. Tiene su propia idea de la Historia, y de su posición en ella. Nace de su entorno cultural y su objetivo es influenciar la cultura. Por supuesto, también tiene una inclinación política, cómo no. En nuestra época, que contiene un entramado institucionalizado científico, influencia a las Universidades a designar fondos a unos proyectos de investigación, y a negárselos a otros. Convierte en rentables unos modos de pensar. Pero ella misma, en sí, no puede ser señalada con el dedo. Es una atmósfera que nos envuelve. La respiramos. Tiene protagonistas reconocibles, sí, por aquí y por allí (hice una pequeñísima enumeración al principio de los correspondientes a nuestro tiempo) pero ella en sí misma es algo impersonal. En una época platónica es el brazo derecho del espíritu global de su tiempo. En una época aristotélica, es en sí el mismo espíritu de la época.
Sabemos ya desde dónde viene nuestra actual epistemología, cómo se genera, a qué está obligada a oponerse y cuáles son sus claras inclinaciones. Al principio, toda gnoseología que procede del desplome de una era idealista se carga no ya de escepticismo, sino de cinismo, por esa ineludible sensación de amarga resignación. Es afilada, como la navaja de Guillermo. Con el tiempo, bajo el lema “si no puedes estar con quien amas, ama a aquel con quien estés”, y alentada por la indiscutible avalancha tecnológica que toda época así produce, acaba recuperando la fe, dando la vuelta a la tortilla, y en el féretro de los dioses guillotinados vuelve a levanta un altar: “¿Dios no es alcanzable a través de la naturaleza de los objetos ni aplicando la razón? Pues Dios es la naturaleza de los objetos y la razón”.
Este proceso ya estaba consolidado en nuestra sociedad en la Ilustración, que es la directa precursora de nuestro tiempo. En el siglo XIX ocurrió algo que para mi tiene el máximo interés en mitad de todo esto, pero no corresponde a este escrito ocuparse de ello, así que sólo lo esbozaré. Algunos llaman a este siglo “La Pequeña Edad Media”, y en él se dio una emocionante separación entre los optimistas herederos ilustrados, su estimado veloz avance técnico, y aquellos espíritus agitados y atormentados que vivieron un siglo lleno, incluso literalmente, de inquieta fantasmagoría, muy seguramente poseídos por la aprensión de lo Metafísico, es decir, del Inconsciente Colectivo, ante el monstruo planetario que estaba a punto de advenir.
En definitiva, creo que con todo lo expuesto hemos podido crear al menos la inquietud de que nuestra seguridad en el valor absoluto de nuestros paradigmas de conocimiento es, en realidad, muy relativa. Ahora que hemos recuperado la perspectiva arquetípica de las cosas, podemos empezar a diferenciarnos de nuestra propia época y empezar a despertar a los mitos que nos mantienen atenazados. Estos son, principalmente, los siguientes:
El mito del conocimiento impersonal
Es decir, el conocimiento que atesora la Ciencia de las cosas del Universo debe y puede estar limpio de subjetividades personales. Popper era un convencido impulsor de esta idea. Cuando la Ciencia alcanza consenso en una materia, es decir, encuentra un axioma verificable por todos y en cualquier lugar, infiere lo siguiente: todos es nadie en particular, así que dividimos por el común denominador y el factor subjetivo, el sujeto, es obviado de la ecuación. Esto es posible gracias a que los lenguajes lógicos, las herramientas del conocimiento, son eso, herramientas, separadas objetivamente del investigador, que en adelante pasa a ser esa tabula rasa meramente atestiguadora que es el “observador”. Debe existir una universalidad en el pensar, y debe existir una universalidad en el sentir, en la percepción, que también necesita esta epistemología que sea universal. En efecto, tenemos que dar por hecho que todo el mundo, sentado ante un mismo fenómeno, percibe la misma realidad, así como damos por hecho que todo el mundo llegará a cuatro si suma dos y dos. A nuestra generación, post-Huxley, post-Castaneda, experimentada en la psicodelia y cultivada en Psicología Transpersonal, aceptar a pie juntillas la universalidad de la percepción, aunque sea a nivel muy primario, ya plantea dudas. Que todo el mundo sume igual dos más dos, no tanto. Pero, como ya apunté antes, todo lenguaje es una convención y es bastante difícil no convenir, cuando se conviene. No olvidemos que las Matemáticas son exactas porque nuestro entendimiento las hizo así. Su relación con lo real es motivo de extensos debates y de profundas especulaciones, sobre todo metafísicas (que se lo pregunten a Pitágoras), pero mientras (no) nos aclaramos con eso, de lo único que estamos seguros es que son un fiel espejo de nuestro modo de percibir la realidad y pensarla. Haciendo una crítica de “razón pura”, no me queda más remedio que señalar que, aún aceptando universalidad en todos los factores influyentes en la investigación de un fenómeno, el que podamos eliminar de la ecuación a este y a aquel y a todos los investigadores en particular, alcanzando ese consenso universal, sigue dejando intacto en la ecuación el factor humano, que permanece ahí confrontándose con el objeto de la investigación. Es decir, la tremenda falacia está en inducir objetividad desde la universalidad. Si hago una crítica de “razón práctica”, traigo rápidamente a colación el hecho de que los procesos de percepción y pensamiento en un ser humano no son estructuras autónomas y autosuficientes al margen de todo lo demás. Forman parte de un mecanismo indivisible y sin solución de continuidad que es la psique completa. El pensar consciente se funde con el inconsciente, la intuición aporta datos al mismo tiempo que la sensación, y la emocionalidad está siempre interfiriendo en mitad de todo esto. No existe ninguna tabula rasa en el observador. Es por eso que, ante el mismo acopio fenoménico, dos investigadores igualmente inteligentes pero de talante muy diferente llegarán a dos teorías distintas. Es por esto que los paradigmas subjetivizan la dirección de las investigaciones, y es por esto que existen ciclos culturales en la historia de la Humanidad.
La Física Cuántica casi logra cambiar las tornas en este punto, descubriendo, sin salirse del dogma establecido, que verdaderamente existe una muy contante y sonante relación entre el resultado del experimento y el investigador. Pero como quiera que aún la Psicología sigue encarcelada por esta inquisición y ataviada con el sambenito de pseudociencia, que sigue sin ser necesario estudiar Psicología para hacer Astrofísica (¿y viceversa?), y aún menos el acompañar las investigaciones químicas con un dossier psicológico del autor, tenemos que concluir que las cosas, verdaderamente, no han cambiado nada en este contexto.
Como nota adicional, apuntaré rápidamente, a modo de reflexión paralela a estas cuestiones y como ampliación de lo que ya dije sobre esto con anterioridad, que la existencia en nuestra sociedad de una Psiquiatría y una Psicología independientes obedece también al clásico enfrentamiento de las dos ciclópeas formas gnoseológicas de las que venimos hablando durante todo este discurso: la Psicología es la depositaria directa de la tradición metafísico-abstracta, interiorista, que se transforma en lo que se viene en llamar Filosofía Racionalista, ya profana, directamente desde la Escolástica. El tópico cartesiano “Cogito Ergo Sum” es en sí una declaración de principios acerca de lo real en último extremo descansando en lo psíquico. Los opositores a esta corriente, los empiristas, son, por el contrario, los predecesores de ese otro espíritu más acorde a la epistemología actual que subyace en la Psiquiatría. Todo esto reclama un tratamiento más extenso e intenso, pero valga ahora esta reseña.
Por último, decir que este mito lo desmantela Descartes de un modo muy ingenioso, también usando un psicologismo, basándose en la reflexión de que apareciéndose el mundo de los sueños tan real a la percepción, no hay suficientes garantías de que nuestros sentidos, despiertos, no nos engañen de un modo parecido.
El mito de “toda la verdad está ahí afuera”
Aunque lo parezca, no es una mera reformulación de lo anterior. Ahora no se trata del problema de obviar al observador, el factor subjetivo, en el conocimiento de lo objetivo, lo fenomenológico externo, sino de que el conocimiento del contenido subjetivo en sí, sea de categoría psicológica, sociológica o antropológica, se trate de obtener a partir de lo objetivable de ese contenido, es decir, de sus manifestaciones fenomenológicas externas. Si nuestro paradigma se hace eco de nuestras exigencias y se preocupa por la realidad del “observador”, lo que hace es deducirla de sus síntomas y circunstancias (lo cual nos introduce en un inmediato círculo vicioso, ya que otra vez le exigiremos que analice esos síntomas y circunstancias también desde lo subjetivo). Toda la florida vida interior tiene que pasar a través de un embudo hacia el plano de las conductas y lo públicamente palpable para ser tenida realmente en cuenta. Ahora podemos entender con meridiana claridad por qué el factor subjetivo es obviado en la investigación del fenómeno externo: si el testigo sólo observa, eso es lo que resume su realidad interior. Sólo existe en el experimento un solo contenido subjetivo: la observación.
Desando mis pasos y digo que, aunque ya no lo parezca, este mito sí es una reformulación del anterior. Es absurdo pensar que una epistemología va a tratar lo subjetivo, la realidad interior, de un modo radicalmente distinto según se ocupe de Astronomía o Psicología. No existe tal cosa como una epistemología que sea empirista para la Ciencia Natural y racionalista para la Ciencia Social. Si el filósofo, mirando a las estrellas, no ha sentido tanta vida y realidad detrás de los ojos como delante, tampoco va a sentir algo muy distinto si trata de mirarse a sí mismo. En el momento en que un espíritu “decide” que es capaz de acceder a las cosas en sí mismas sin más pertrechos que sus sentidos y su razón (usando con prudente economía la ya sospechosamente volátil capacidad de abstracción), está “decidiendo” a la vez, de modo automático, que no le interesa mucho lo puramente psicológico, y que datos fundamentales sobre la Verdad (con mayúscula), lo que siente trascendente, que anda buscando, le están esperando en el próximo descubrimiento químico, en una próxima misión tripulada a Marte o en el siguiente recuento estadístico. Lo puramente psicológico no es el fuerte de la rama aristotélica, precisamente. De ahí la temprana crítica desde la Hermenéutica alemana, percatada de que la Ciencia Social del positivismo más bien es una broma y poco más. No es casual que la lengua de la psicología profunda sea el alemán. Es una cultura de alma difícil de desoír, inquieta. A veces demasiado.
En conclusión: todos los caracteres principales del positivismo, a saber, su profunda fe en el conocimiento objetivo y su fanatismo consecuente con los métodos de la Ciencia Natural, su paupérrima Ciencia Social y su desdén hacia lo metafísico, se hilan alrededor de un solo motivo central: la minusvaloración de la realidad independiente, autónoma y objetiva del alma. El axioma psíquico que preside este proceso es: si lo subjetivo queda desvalorizado en la ecuación del conocimiento a nivel extremo, lo objetivo automáticamente se revaloriza en la misma proporción. Todos los flancos criticables de nuestro paradigma son matices desde una única problemática nuclear.
Sin embargo, la filosofía positivista, que, como toda filosofía, tiene por naturaleza una propensión a sostener una mirada lo más holística que puede hacia la realidad, se ve obligada a abstraerse algo más del objeto que el científico positivista cuando trata de encontrar sus preocupaciones últimas, y encuentra éstas referidas precisamente al entorno, tan escurridizo, de las ciencias humanas. Es así como encontramos en Comte, el apóstol de nuestro paradigma, una inclinación básica y explícita hacia la Sociología (no olvidemos que, en realidad, toda filosofía y toda religión también siempre son en buena parte eso mismo. El problema está en querer hacer sociología desde la base de concepciones acerca de lo humano de pobre nivel). No podemos despistarnos entonces: mirando el bosque por encima de los frondosos árboles de nuestra Ciencia, más allá de nuestro fanatismo por ella, nuestro paradigma está preocupado en última instancia y siente como entorno postrero de la Verdad (lo importante, lo trascendente) lo definitivamente humano. Eso abstracto, demasiado abstracto. ¿Podría ser de otro modo?
Así es como la gran crítica de “razón pura” que se le debe hacer al mito, desde la perspectiva que estamos tratando ahora, es sostener la gran contradicción que consiste en obviar en la ecuación del conocimiento precisamente aquello que es el núcleo de todo lo que verdaderamente le interesa conocer. Pero vamos a extendernos un poco más en la crítica de este clásico desiderátum positivista de que la investigación de la mera fenomenología cuantificable sea tan valiosa que pueda aportarnos datos suficientes incluso sobre todas aquellas cosas que, a pesar de tener una posición muy dudosa entre las galaxias y las partículas, lo mismo que un dios, ni siquiera el escéptico más cínico puede aplazar: las necesidades morales (ese interés más profundo por las consecuencias de los actos que por las causas de los efectos), los contenidos culturales, la “res política”, la disposición creativa, no meramente inercial-reactiva de lo humano, y sus contenidos, los afectos, la necesidad urgente de identidad individual y social y, en general, todo lo que no tiene extensión ni, por ello, contundente falsabilidad pero que es de importancia inmediata. Es decir, todos los contenidos que se engloban en lo sociológico, lo antropológico y lo psicológico, cuyo quid se resume en la apriorística necesidad vital, que se extiende desde el analfabeto al erudito, desde el bordeline al genio, de tener inmediatas respuestas lo suficientemente creíbles acerca de quiénes somos, de dónde venimos, y a dónde vamos.
Hagamos consciente algo que nos rodea por doquier y no solemos ver: cuando alguien se ocupa de investigar los quarks, todo el interés que le embarga subyace en última instancia en que siente que está acercándose a la respuesta de las tres preguntas últimas. Cuando alguien investiga obsesionado un quásar, también. Hombres o mujeres, altos o bajitos, fraccionados al final de un infinito directorio árbol de carpetas de la especialización disciplinar, o flotando holísticos por encima de los árboles del bosque de la realidad, nazcamos en esta Era, tres antes o tres después, si algo en la vida nos resulta realmente importante, es porque está cargado para nosotros, o bien de amor, o bien de esperanza en la resolución del acertijo primordial. Siendo además que las dos fundamentales cosas son una y la misma a la postre. Lo único que nos saca de la inercia es el poder, el sexo y lo trascendente. Valoremos ahora el tremendo rodeo que da la epistemología empirista al encargar a las ciencias esta sagrada misión de ocuparse de los interrogantes primordiales negándoles al mismo tiempo el trato directo con el Sujeto. Toda una odisea, sin norte de las ítacas. Aún si en verdad las ciencias pudieran acceder a estos nuestros únicos reales intereses siguiendo el estricto Método, su avance es tan lento, tan inseguro y dubitativo, que la necesidad urgente de trascendencia, que sólo se vive en el espacio de una vida humana, perece de inanición. Por supuesto ya sabemos que la epistemología está curada en salud de este grave problema, y hace trampas. Ella ya ofrece a su sociedad las respuestas. Lo que espera de la Ciencia es que le de la contundente demostración.
La duda metódica, como toda duda, es un emblema de depresión y tristeza. Es imprescindible en la maduración del ser, sea platónico o aristotélico, y digo ser, más allá de la mera razón. Pero no es una condición que pueda postergarse indefinidamente. La vida necesita intensidad, convencimiento. La duda conduce a la soledad y el aislamiento, a la reflexión. Todo aquel que desde un púlpito social e integrado activamente en la comunidad esgrima el valor de la duda metódica, el escepticismo y la ponderación como sus referentes vitales, está haciendo mera retórica demagógica. Lo que realmente debiera decir es que se permite dudar de las cosas que no le son inmediatamente interesantes, pero que ya tiene un dogma preformado de lo trascendente por el que lucha activamente. Es por esto que las filosofías escépticas y su acento puesto en la duda y la prudencia sin embargo producen transformaciones en el paradigma psicosocial tan rápidamente como las filosofías idealistas y su acento puesto en las verdades inmediatas, de sopetón. El agnosticismo no tiene nunca consistencia. Es por naturaleza un periodo breve. Es insostenible más allá. En Guillermo de Ockham, por ejemplo, vemos perfectamente como su agnosticismo (cuando dictamina que la existencia de Dios es posible y deseable, pero que de momento está más allá del alcance de la razón) es una mera máscara que mal oculta el ateísmo que con arrebatadora y convincente fuerza viene empujando detrás. Es por eso que Karl Marx, apoyándose en una balbuceante ciencia social, salta por encima de la prudencia y provisionalidad prescritas por el Método y urde rápidamente un Sistema que explica contundentemente quiénes somos, para qué estamos aquí, por qué, y lo que tenemos rápidamente que hacer. El positivismo cuando trata de fundamentar sus teorías desde la pura fenomenología y quiere ser metódicamente prudente, especialmente cuando trata de hacer ciencia social, se embarra en una acumulación cada vez más ingente de datos que es incapaz no ya de sintetizar, sino de analizar, y su producción útil, en el mejor de los casos, se delimita a la mera estadística. Se sienta en su sillón frente al fuego, no presta atención a los sueños, y demora el descubrimiento de la estructura molecular del benceno décadas y décadas (no hablemos del arquetipo, que se demora una eternidad). La vida va más deprisa que el método científico aplicado al mero fenómeno. Otro mito que a partir de aquí ya debe caer es aquella aliviante llamada a la esperanza que pretende regalarnos nuestra epistemología con lo de “Todavía No Lo Sabemos, Pero Un Día Próximo, Sí”. Como vemos, esto no satisface a la urgente necesidad trascendente ni del individuo ni de la sociedad. Aún si fuera verdad, ya que es una petición de principio, yo propondría entonces, como Marx, otras creencias más efectivas y más inmediatas, que sirvan a partir de aquí, y hoy mismo.
Vemos como la verosimilitud del mito ya tropieza en su inoperancia. Para criticar su legitimidad esencial el poeta esgrimiría su caro aforismo: “lo más importante siempre es lo que no se ve”. Los platónicos dirían que es fundamentalmente a través del conocimiento subjetivo como accedemos al conjunto de aquellas cosas que hemos venido llamando trascendentes. En realidad, como todo el conocimiento es subjetivo, todo ocurre dentro de nosotros, es mejor matizar que nos estamos refiriendo al conocimiento de aquellas cosas que son conocidas sin el protagonismo de los sentidos. Todo lo que está desde el Teorema de Pitágoras hasta mucho, mucho más allá.
Sentarse delante del fuego sin prestar atención a los sueños no nos conduce a nada fundamental. Sabemos que detrás de los bastidores de lo fenomenológico empírico hay un bosque lleno de duendes, mónadas, números y unicornios, lo fenomenológico intuitivo. En absoluto meramente anecdótico; ya dijimos: trascendente. El Uroboros indica, explica y patrocina al benceno, como un ángel guardián. Esta ha sido, sin embargo, una de sus ocupaciones más modestas. Está detrás de todas las concepciones mitológicas que recogen el presentimiento del tiempo como ciclo, y no como fluir lineal, y así influyó antes en el mito ancestral griego e hindú, y sigue influyendo el pensamiento abstracto y especulativo hoy de algunos profesionales actuales de la Física y también de muchos profanos. Modela y da sentido a las vidas de los filósofos. Preforma los paradigmas de sus filosofías. Cambia los cursos de la Historia desde adentro, desde el núcleo, desde el alma de las personas y sus comunidades. Y de esto mismo se ocupan todas y cada una de las criaturas creadoras que viven ahí. Lo paradójico es que a pesar de que el modo de acceso a este plano de cosas sea subjetivo, el plano en sí es objetivo. O, mejor, me ceñiré a un lenguaje pulcro y diré universal. Ciertamente, en relación a su última realidad, sólo sabemos de este estrato metafísico que es una universalidad referida a nuestra subjetividad. Pero, como señalé más arriba, eso es exactamente lo que el mundo de los fenómenos externos también es y, al fin y a la postre, es menos influyente. Al percatarnos de la profunda diferencia que existe entre los contenidos de un plano y otro nos hacemos cargo de la imposibilidad esencial que existe de extraer siquiera una aproximación al conocimiento de lo subjetivo metafísico volcándonos meramente en lo subjetivo material. Y eso es así, por mucho correlato que entre los dos planos haya.
Pero tampoco tenemos que hablar sólo de ese conjunto de cosas tan “esotéricas”. Nuestra epistemología se mete en espesos problemas no más tenga que tratar cualquier contenido, por más cotidiano que sea, que no tenga clara mensurabilidad. Utilizando una caricatura que nos valga como metáfora, podemos decir que nuestro paradigma, interesado por alguna cosa tal como el amor, trata de encontrar sus fundamentos desmenuzando el cuerpo del amado, primero, que es el objeto que al parecer causa la afección, y luego, al no encontrar nada ahí, el de la amante. Si tiene éxito aislando alguna sustancia que pareciera tener algo que ver con el enojosamente subjetivo asunto, quizás la feniletilamina (para seguir la metáfora), ésta se acerca a la realidad del sentimiento, tal como lo siente el sujeto y es efectivo para él, aún mucho menos que las longitudes de la onda luminosa a las percepciones del color. Imposible deducir unas de las otras. Lo que es peor, queda embarrado dándole vueltas y vueltas al problema de qué es la causa de qué. Definitivamente, quien quiera investigar seriamente cosas como el amor que se atenga a la literatura, a la música, sus propios sueños y su propio corazón (aquel otro del que podemos recordar el tópico que reza que, aún sin poderse medir, se siente tan real como el roce de la piel). Ganará tiempo, ahorrará dinero, y puede que quizás por ahí sí encuentre algo de lo que andaba buscando en realidad.
¿Nunca les ha resultado chocante esa escena típica en la profesión del biólogo que consiste en atrapar vida y pesar y medir, pesar y medir? Pocas cosas se me ocurren más metafóricas del espíritu de nuestra época. Ante el misterio de la vida, pesamos y medimos, y aún creemos que estamos comprendiendo así algo esencial.
Cuando la investigación se cierne sobre las cosas importantes, las que atañen directamente al alma, y produce luego un discurso sobre estas cosas que se dirige a las almas, provoca naturalmente una profunda conmoción. Una valiosa conmoción. Es por eso que Marx haciendo metasociología apresurada le cambia el sentido del vivir a una ingente masa humana y también lo mismo consigue Freud haciendo metapsicología apresurada. La clave no es hacer las cosas apresuradamente (que también), sino ocuparse de cosas que tengan mucho que ver con lo “meta”, que traducimos rápidamente por lo arquetípico, lo “álmico”, aquello que está indisolublemente unido a nuestras cuestiones esenciales. Cuando la investigación se particulariza en un objeto material, la importancia de los resultados no supera aquella que posea ese objeto en cuestión. Comparemos, una vez más, el valor del símbolo urobórico con el de la sustancia benceno.
En un mundo tan tecnologizado es normal que caigamos fascinados ante el valor y la efectividad que la Ciencia nos demuestra de un modo universal. Todos hemos llegado ya a sentir tal filiación y parentesco con nuestro entorno que sentimos a la Madre Tecnología más cercana y más íntima que la misma Madre Naturaleza. En etología esto se llama “impronta”, eso que sucede por ejemplo cuando un patito huérfano adopta como nodriza a un ser humano, su cuidador. La incorporación del producto tecnológico a nuestro entrañable entorno cotidiano se produce de una manera prodigiosa. Unos años antes no existe, y de repente hoy es un producto de primera necesidad. Así ha pasado con el automóvil o el ordenador, que podemos tomar como ejemplos claros. Pero analicemos más en profundidad: ¿Qué ha pasado realmente importante en esta transformación? Antes del coche y el ordenador: búsqueda, amistad, amor, trabajo, dolor, inspiración. Después del coche y el ordenador: búsqueda, amistad, amor, trabajo, dolor, inspiración.
Toda nuestra tecnología está diseñada bajo las reglas de la física newtoniana. Un modelo de Universo que está superado ya. Nuestros aparatos no nos dicen nada importante acerca de quiénes somos ni qué tenemos que hacer aquí y, encima, nos demuestra qué precisa y certera puede parecer una falsedad. La tecnología es una expresión clara de nuestro intelecto: puede construir certezas irreprochables en el marco de una concepción del cosmos equivocada.
Con nuestros cacharros hemos alargado la vida y acortado las distancias. Sin embargo, como nada ha cambiado sustancialmente, a menudo nos embarga la impresión de que tenemos demasiados zapatos y todo el camino por recorrer.
Aún así, quisiéramos seguir descansando tranquilos en los brazos de nuestra epistemología, seguir esperanzados en aquella mitología que reza que el hombre es fundamentalmente pensamiento consciente y razón, que ésta por si sola es veraz y capaz, que la verdad está ahí afuera, y que, por supuesto, siguiendo el puro Método estamos a las puertas de encontrarla. Pero han pasado dos siglos en blanco ya desde que el profeta Comte anunciara el advenimiento del Mesías Mecánico y la Edad de Oro de la Humanidad, y, por el contrario, los últimos cien años están resultando sangrientos, confusos y oscuros como los que más, y nos vemos a las puertas de un colapso ecológico, provocado por la tecnología, de alcance global. Todo esto, con el estómago vacío de verdades esenciales. El sueño de la Ilustración ha producido suficientes monstruos como para propiciar lo que hace unas décadas está ocurriendo: el desgaste de un paradigma que será precisamente ahora cuando más se aferre desesperado a su supervivencia.
Detengámonos un momento en esta idea: el hombre es fundamentalmente pensamiento consciente y razón. Así lo cree el Sistema, es evidente. Por eso nos estructuramos en torno a asambleas y parlamentos, y tenemos tanta fe en que hablando, razonando, podemos llegar a acuerdos universales. Es una muy noble fe, por otro lado. Recordemos que en la base de todo esto está el convencimiento de nuestra espistemología de que se maneja con verdades científicas, es decir, universales y objetivas, y que el mero discurso de la razón acabará en todos alcanzando de un modo natural las mismas conclusiones, como una ley física. Voltaire, en una de sus citas, nos aclara que una vez superada la inquietud metafísica, todos nos podemos entender mejor, a nosotros mismos, y entre nosotros: “Cuando aquel que habla y aquel a quien le habla, ninguno de los dos entiende lo que significa, entonces podemos decir que eso es la metafísica”. Creo recordar, además, que fue Descartes quien dijo una vez que su filosofía era tan obvia, que todo aquel que hiciera su mismo esfuerzo pensante llegaría al mismo colofón. Todo esto en realidad es el dogmatismo consustancial a toda epistemología, pero en nuestra sociedad, carece del desagradable tono del chantaje. Es más manso y humanitario, como un soborno. Lo cual no está nada mal. Es así como logramos ser tan unánimes en asuntos tales como los Derechos Humanos. Se nos hace inmediatamente evidente a la razón lo que es derecho, y lo que es humano. Aunque, precisa y desgraciadamente, parece que tenemos con respecto a esto último un dilema agrio de resolver, en el seno de nuestras gnoseologías.
Acabamos de ver que si tenemos que ocuparnos de un problema relacionado con eso tan volátil que es “lo humano, demasiado humano”, también nos movemos con seguridad sólo si no nos alejamos mucho de la realidad material. Esto da como resultado que nuestro Sistema, en efecto, prefiere con mucho a la Neurología y el Conductismo como modos de investigación en este contexto. El Psicoanálisis, a pesar de ser rechazado por esta misma epistemología madre, la ha seguido amando igual. El resultado es que desde el marco de nuestras ciencias y pseudociencias favoritas lo humano es referido una y otra vez a la personalidad de ratones y palomas y al biologismo animal. Esto es una traición a la Filosofía que preside por encima de todo esto, que concibe al ser humano exactamente como se define la época en que comenzó su dominación: un ser ilustrado o camino de su ilustración. Capaz de motivar sus actos en refinadas reflexiones, ya sea un proletario, un burgués o un marqués. Al final, tenemos un Sistema que por un lado muestra una deferencia exquisita con sus súbditos y por otro nos cuenta que lo humano se mueve por alpiste, queso, sexo y poco más. Alrededor de estas cuestiones irresueltas era que me planteaba antes a menudo estos interrogantes: ¿Qué nos define realmente? ¿Lo animal, lo cultural? ¿El instinto, el pensamiento? ¿Somos más saurios que mamíferos, más simios que humanos? Una cuestión que parece reverdecer hoy día, cuando del análisis de los genomas resulta que sólo un 1% nos diferencia del chimpancé.
Somos eso que se hace esas preguntas. Esas preguntas y todas las demás. La búsqueda hacia los cuatro confines del Cosmos buscando las respuestas, hacia las galaxias de la intuición, el sentimiento, el pensamiento y la sensación. Que suele conformarse con respuestas apresuradas, siendo natural y necesario que sea así. Somos saurios, monos, un rebaño de cabras y su pastor. Que a menudo está más loco que ellas. Somos muchos, la desgracia de saberlo, y la suprema necesidad de unión. En realidad no importa qué tenemos más de qué. Sabemos hoy que los chimpancés tienen sentido moral innato, una cultura, dicho con propiedad, y hasta estructuras militares sostenidas por una perfectamente reconocible psicología grupal. El chimpancé ya tiene consciente e inconsciente, Sombra y Yo. Lo humano está más allá de lo humano. Antecede al sílex y al pedernal. Quizás nuestras últimas preguntas se las formule en nosotros el reptil.
Es obvio, pues: una sociedad que acentúe de modo exacerbado el puro pensamiento técnico y la ingeniería, dejará muy insatisfecha a una ingente masa de población, indiferente a otro tanto y desatendida una parte sustancial de todos, donde otras funciones y expectativas psíquicas campean. Por supuesto, será un tiempo muy pleno para el ingeniero y el científico. Serán los que menos echen en falta algo, con la facilidad que tienen para sentir que es su alma entera la que converge en este tipo de empeños. Es este modo de pensamiento, no sólo premiado, sino el único reconocido por nuestra epistemología, el que ésta concreta personalidad atesora como su primordial modo de entrar en contacto con el mundo. Como el alquimista, el químico moderno puede llegar a sentir que su materia prima es en sí lo sagrado. Tiene además todo un paradigma detrás avalando esta postura. Pero, ojo, eso también lo siente el buen sastre por sus trajes. No es garantía de mucho. El alquimista tiene la suerte de que en su materia prima hay de hecho química y alma mezcladas. Lo profano y lo sagrado, sin solución de continuidad. Lo particular y concreto y los universales arquetípicos. Trabaja con la “masa confusa”, el caos primordial del alma donde ángeles y monos bailan juntos y el corazón y la mente se abrazan. Sin embargo, los seres humanos tenemos la facilidad de proyectar lo trascendente en casi cualquier cosa. Cuando nos enamoramos, la importancia que le damos a nuestro anhelado objeto es tan grande como lo insignificante que es para el vecino. Gracias a este mecanismo la Ciencia se permite especializarse y particularizarse ad infinitum. Luego, cuando el científico se empieza a inquietar por preguntas cada vez más esenciales, tiene que desandar este camino y volver a la encrucijada donde convergen varias especialidades.
Quizás no sea solamente un cínico si digo que nuestros logros tecnológicos son sofisticadísimos trajes. Sofisticadísimas hachas de sílex. Nunca dejó el buen herrero de ir al templo. Nunca le bastó al hombre con la adoración de sus sagradas herramientas, por más radicalmente importantes que fueran para su vida. Parece que ahora a nosotros sí.
Ahora quiero tratar aparte ese lugar tan especial de nuestra Ciencia Natural que es la Física Cuántica, que, ya por ser una Física, cae dentro del apartado de especulaciones científicas más concomitantes con la Alquimia, pues, como dije muy al principio, los conceptos e ideas límite con los que se maneja esta disciplina también están siempre a mitad de camino entre lo físico y lo metafísico, aunque sea de un modo inconsciente. Tan limítrofe es la Cuántica en particular, que todos conocemos ya el coqueteo que desde hace décadas existe entre ella y la Mística. Esto ha dado lugar a la suposición de muchos de que el estudio de esta disciplina es como estudiar sagradas escrituras y que el conocimiento de las partículas subatómicas es algo así como un saber religioso legítimo y libre de supersticiones. Esto no es así. Las partículas subatómicas siguen siendo materia inerte. No son moléculas de alma. Su comportamiento sigue siendo frío y carente de apropiado significado trascendente. Cualquier fenómeno paranormal produce un contacto más directo con el significado adecuado de lo metafísico. Sin embargo, sus paradojas colocan al Paradigma incluso un poco más allá de sus propios límites, enfrentándolo a un abismo lleno de posibilidades y misterio con el que ni imaginaba encontrarse, que no conduce obligatoriamente a, pero sí permite, y en algunos apartados hasta estimula, la especulación platónica y escolástica de nuevo. La microfísica no está preñada del significado que tienen las imágenes arquetípicas, el Símbolo, pero es el lugar donde la materia deja de ser opaca e indiferente a ciertos contenidos espirituales. Esto hace que la mecánica cuántica funcione como una especie de técnica de meditación trascendental. Funciona como un koan. El observador, el físico, se encuentra frente a las partículas subatómicas exactamente igual que el alquimista frente a sus ordinarios materiales, para él extraordinarios. La materia vista a esta profundidad, se transforma en extraordinaria y se convierte en la más auténtica Materia Prima alquímica, ideal para el inicio de la Obra. El acelerador de partículas se llena aún de más uroboros y duendes que el laboratorio de Kekulé, y es entonces cuando muchos físicos se han transformado en adeptos y han encontrado el precioso camino de reencuentro con aquello que es hoy tan despreciado por nuestro sistema.
En definitiva, podemos desmantelar tranquilamente la falacia de tratar de encontrar aquello que tanto nos interesa, el Significado, inextenso, sólo a través de los extensos, contantes y sonantes meros significantes. No olvidemos, además, que hoy la Psicología Transpersonal y las Paraciencias, como empíricas de lo metafísico, proporcionan al Significado no poca capacidad de falsabilidad.
El mito de la insalvable oposición entre la ciencia y la religión
Si se destruyen los dos mitos anteriores podríamos pensar que el litigio está zanjado, y hablar de este tercero podría considerarse absurdo. Pero tampoco carece de insensatez pensar que nuestro paradigma al desmantelarse no lo haga, en una enantiodromía histórica natural, en favor de su opuesto, lo cual sostendría intacta la polémica. Es un mito la insalvable oposición entre la Ciencia y la Religión (porque ambos modos de saber son necesidades del mismo espíritu humano y, en última instancia, porque la realidad trascendente es una sola), pero tampoco del todo lo es (porque esa Unidad gusta contumazmente de aparecérsenos como una muy diferenciada y hasta excluyente oposición dual). Así que, en realidad, lo que voy a seguir exponiendo ahora, ahondando más en la controversia a la que está dedicado este artículo, son planteamientos que, siendo impulsados desde una poderosa imagen-guía mítica (la Unión de Opuestos), cargada de esperanza, no están exentos del contrapeso de lo utópico, con el acento en la otra acepción de lo mítico.
En efecto, lograr una genuina androginia epistemológica tiene el carácter prometeico de toda queste mítica, de la talla del Santo Grial o la Piedra Filosofal. Conseguir la legitimación del pensamiento mágico y mitológico bajo premisas científicas y, a la vez, que la evolución espiritual adopte también lo científico como una parte coherente de sí es la aventura épica de esta época por antonomasia. A nivel social, sin dudas. Que es lo mismo que decir a nivel individual, ya que no hay más sociedad que la suma de sus individuos. Sin embargo, mirando hacia cualquier parte, podemos comprobar que desde hace varias décadas pululan convocatorias vehementes entre las masas, con esta o la otra forma, a reorganizar modos religiosos del modo más sencillo, natural y primitivo: a través de la mera fe. Al símbolo por el símbolo, a la imaginación intuitiva por la imaginación intuitiva. No nos quepa duda: si está en los planes del Arquetipo un destino inmediato así para la Humanidad, eso será. Enviará la aparición mariana precisa, la nave nodriza necesaria, la convincente profecía conveniente que eche a rodar las piezas de dominó que transformen, otra vez, los cimientos de la sociedad. Pero, hasta ahora, a lo que estamos convocados por el espíritu de nuestra época, según el saldo total, es a una enconada partida de ajedrez, donde parece que el mero hecho de posicionarse es perder. Resolver el acertijo de esta partida, soportar la tensión de tales opuestos, ahora, en esta tierra de nadie, en este desierto gnoseológico que atravesamos, es la Obra de muy pocos. Siempre son pocos los que descienden al averno de Plutón y traen luego el alimento que cambia la cultura de toda la comunidad. Pocos los que cargan hasta el magma del Inconsciente Colectivo los rezos y peticiones de toda la tribu y regresan con el milagro: algunas respuestas. Por eso soy capaz de imaginar la existencia de esta epistemología híbrida y un selecto “cuerpo de élite” que viviría su profesional praxis directamente referida a ella: la curia de una Nasa vaticana, cabalgando siempre a lomos de dos caballos (a ellos volveré a referirme más abajo), pero no una masa social, una sociedad en general, que pueda afrontar su día a día libre de estar polarizada, aunque ya ambos polos se encontrasen, por igual y en justicia, avalados por el mismo paradigma.
Esto nos lleva a la necesidad de tener muy presente el modo unificador propio del Solve et Coagula (disuelve y coagula, separa y une). La premisa fundamental para amalgamar estos dos colosos es ocuparse con mucho esmero, precisamente, de su exigencia de diferenciación. Tienen que estar bien definidos, delimitados y, gracias a ello, contenidos. Desde la metafísica del paradigma hasta la cotidianeidad más simple donde se respire la atmósfera de esta nueva cultura, aún si hemos sido capaces de demostrar la jugosa zona donde se produce la fusión trascendente de ambas tendencias, éstas se mantendrán, en un amplio espectro, divergentes y recíprocamente suspicaces. Nos debe quedar claro, entonces, que uno de nuestros mayores esfuerzos irá siempre en la dirección de sostener entre los modos gnoseológicos de platónicos y aristotélicos una entente cordiale, cuidando escrupulosamente que no se produzcan avasallamientos en una u otra dirección.
Cuento, como se ve, con una continuidad de los métodos e intereses de la Ciencia, tal y como están establecidos ya. Si algo ha demostrado con sobrada contundencia la epistemología de orientación positivista es que el mejor método para estudiar la pura fenomenología sensorial de la Naturaleza es la Ciencia Natural. Pero que ese sea su alcance, ni más, ni menos. Enorme alcance, por supuesto, que, sin embargo, no nos obliga a elegir la legitimidad de la molécula de benceno por encima de la del Uroboros, y que no justifica la encarnizada violencia con la que el cientifista está defendiendo su paradigma ante los esfuerzos hercúleos que, desde la orilla platónica, se están haciendo para encontrar ese nuevo edificio doctrinal que dé amparo a todos, haciéndole justicia al Todo. Esta enconada resistencia ante el renacimiento epistemológico que despunta por el horizonte no sólo se debe al férreo convencimiento filosófico y moral. También está alentada desde el carácter de establishment en que se consolida el “fisicismo” hoy, reacio a desprenderse de un solo pedazo de ese lujoso mundo conquistado que aún se postra a sus pies. El “metafisicismo” aún es muy joven en su remodelado actual como para haber desgastado ya el valor de las ideas arquetípicas reencontradas sobre el “aurum non vulgi” y los reinos que no son de este mundo, por eso carece a menudo de ese apasionamiento combativo que presta la ambición. En todo lugar cuecen habas, de todos modos. No olvidemos que fisicistas y metafisicistas comparten las “tentaciones de la carne”, aunque los segundos se debatan entre algunas tentaciones más.
Seguiremos teniendo bien a la vista la importancia práctica del conocimiento adecuado acerca de la estructura y comportamiento de lo sensorial y, al mismo tiempo, tendremos clara la importancia sociológica, psicológica, antropológica e incluso también técnico-práctica del conocimiento acerca de lo arquetípico. Sin embargo, los dos bloques van a seguir chocando siempre en el convivir cotidiano si continúa el ancestral intrusismo que suelen cometer unas gnoseologías en otras. Lo platónico, por ejemplo, suele una y otra vez hacer Cosmología, creyendo que hace Física Teórica. La Ciencia constantemente cree que tiene la última palabra acerca de lo Real. Ya sabemos que esto ocurre porque los extremos de las dos tendencias se tocan. No puede ser de otro modo, pues no olvidamos que los dos planos de la realidad, en sí mismos, interfieren, y no de modo anecdótico y puntual. No hay entre ellos solución de continuidad y, es más, estamos postulando hoy más bien la inclusión de un plano de realidad en el otro, una realidad que sustenta a otra realidad, que la existencia separada de un más acá y un más allá. Obviamente, pues, si no, no habríamos hablado en este artículo de una influencia tal del observador en el objeto que es capaz hasta de cambiar su sustancia. Lo metafísico recupera en este punto su identidad arquetípica como fundamento de lo físico, un paso ontológico más allá de ser algo aparte de lo físico. Pero este tipo de investigaciones y consideraciones, en esta “raja de los mundos”, tan fangosa, deben quedar relegadas dentro de ese cuerpo de especialistas que está cargado con la responsabilidad de expresar, luego, los fundamentos de las transformaciones paradigmáticas. Ese grupo hoy día lo conforman teóricos de la Parapsicología, la Física y la Psicología Analítica, por citar algunos ejemplos señeros. Epistemólogos todos. En su praxis diaria el grueso de los dos grupos contendientes tiene que mantenerse ajeno en lo posible a este debate, y tratar de aferrarse al valioso consejo que reza: “Al César lo que es del César…”, teniendo siempre presente la diferenciación ontológica de los planos. No podemos permitir más el solapamiento imprudente de las incumbencias, porque ocurre el malentendido. Del malentendido surge la duda y de la duda la negación. Joseph Campbell nos dice: «La religión es una mala interpretación de la mitología, porque atribuye referencias históricas a símbolos que hablando en propiedad son espirituales”. El lugar natural del platonismo está en ocuparse precisamente de las Ideas platónicas, del Origen de la Conciencia, del Logos. Todo lo que está antes, es previo, a la Manifestación (aunque debemos ampliar su campo legítimo de alcance hasta la manifestación paranormal). Si buscásemos asociarla con un evento cósmico, sería con todo aquello que ocurre justo antes del Big Bang (que mañana será el Bing Bon, por supuesto), justo antes de la concreción. Aquel lugar al que la Ciencia ni puede, ni quiere llegar. Lo que no pertenece a su sensorial ámbito, la Ciencia debe tratarlo aferrándose al escurridizo agnosticismo, a pesar de su lastimoso talante traicionero, haciendo alardes de prudencia y respeto, no con cinismo escéptico, que hace flaco favor a lo Real y, sobre todo, más importante, a la realidad de la Humanidad. La ingenuidad, como ciencia de la Naturaleza, de la Mitología ha ofendido siempre a las mentes más sagaces y críticas. La arrogancia y autocomplacencia de la Razón entronizada en el lugar de Dios está poniendo la realidad vital del planeta contra las cuerdas. La Naturaleza, aquella que es humana y también está compuesta de ríos, montañas, bosques y todo lo que tiene alma y llamamos por eso animal, está hoy contaminada, oprimida, expoliada, diezmada. El Hombre, colocado en la cúspide solitaria de un Universo sin dioses, no crea cosmos, como ellos: los destruye. El poder absoluto corrompe notablemente. Una cosa sabemos: desde millones de años atrás, la Metafísica, a pesar de su histórica estupidez e ingenuidad ante la Materia, o quizás debiera decir que gracias a ello, nos ha traído hasta aquí. Nosotros, en la velocidad de un abrir y cerrar de ojos, estamos devorándolo todo. Somos demasiados ya, cosa que sólo en parte es responsabilidad de las epistemologías, pero sí lo es añadir a ser tantos estar tan bien armados.
Ya que conocemos el quid de la Historia en su devenir cíclico (no es momento de discutir ahora si con ascenso en espiral o a la mera forma de la rueda del Samsara), podemos presuponer con bastante fiabilidad cuál será, si es que será algo, la inclinación predominante en la siguiente epistemología ¿Por qué no adelantarnos aquí, ahora, contribuyendo con lo inevitable?