Hay, pues, que distinguir netamente de la relación del individuo con el objeto externo su relación con el sujeto. Llamo sujeto por el momento a aquellos vagos u oscuros movimientos, sentimientos, pensamientos y sensaciones de los que no podemos demostrar que afluyan de la continuidad de la vivencia consciente del objeto, sino que emergen más bien, como elementos trastornadores e inhibidores, y a veces también como elementos favorables, de la oscuridad interna, de los fondos y trasfondos de la consciencia, y que en su totalidad constituyen nuestra percepción de la vida de lo inconsciente. El sujeto, concebido como «objeto interno», es lo inconsciente […] Todos aquellos humores, temples, inhibiciones, sentimientos vagos, fragmentos de fantasías, de los que se dicen que son casuales y que unas veces trastornan la concentración en el trabajo y otras trastornan también el reposo del hombre normal, y que son racionalizados reduciéndolos unas veces a causas corporales y otras a otros motivos, no tienen por lo regular su base en las causas que les atribuye la consciencia, sino que son percepciones de productos inconscientes. De esos fenómenos forman parte también, naturalmente, los sueños […] La actitud de los individuos frente a esas cosas es muy diversa. El uno no se deja inquietar lo más mínimo por sus procesos internos, puede ignorarlos completamente, por así decirlo. El otro, en cambio, está sometido en gran medida a ellos.
[…] De igual manera que la experiencia cotidiana nos autoriza a hablar de una personalidad externa, así nos autoriza también a admitir la existencia de una personalidad interna. La personalidad interna es el modo y manera como uno se comporta con los procesos psíquicos internos, es la actitud interna, el carácter con que se vuelve hacia lo inconsciente. A la actitud externa, al carácter externo lo designo con la palabra persona; a la actitud interna con la palabra anima, alma. En la misma medida en que es habitual una actitud, en esa misma medida es un complejo funcional más o menos consistente, con el cual puede identificarse más o menos el yo. El lenguaje expresa eso de una manera plástica: cuando alguien tiene una actitud habitual frente a ciertas situaciones, suele decirse: es completamente otro hombre cuando hace esto y aquello. Con ello se manifiesta la autonomía del complejo funcional representado por una actitud habitual: es como si otra personalidad se hubiese apoderado del individuo, como si «en él hubiese entrado otro espíritu». La misma autonomía que tan a menudo caracteriza a la actitud externa es reivindicada también por la actitud interna, por el alma. Una de las cosas más difíciles de la situación es modificar la persona, la actitud externa. También es difícil cambiar el alma, pues su estructura suele ser tan consistente como la de la persona. De igual modo que la persona es algo que a menudo constituye el entero carácter aparente de un hombre y que, dado el caso, lo acompaña, sin modificarse, a lo largo de toda su vida, así también su alma es algo dotado de contornos bien definidos, de un carácter a veces inmutablemente fijo y autónomo. De ahí que muy a menudo quepa caracterizarla y describirla muy bien.
En lo que respecta al carácter del alma rige, según mi experiencia, el principio general de que, en su conjunto, el alma es complementaria del carácter externo. La experiencia nos dice que el alma suele contener todas aquellas cualidades genéricamente humanas que le faltan a la actitud consciente.