Primera parte
A estas alturas de la Historia nos puede parecer obsoleto el debate de los universales, que ocupó a la Filosofía muy explícitamente en la Edad Media, pero, en realidad, su esencia enraíza en uno de esos problemas nucleares filosóficos que estuvieron presentes ya en las primeras discusiones entre los grandes pensadores, continuaron estándolo después y siguen ahí planteados y planteándose hoy día. Me atrevería a decir que el litigio alrededor de los universales es el hilo más sólido que enhebra la continuidad de la Filosofía a través de todos los tiempos, un asunto que vertebra sectores tan fundamentales de ella como la Gnoseología y la Ontología al mismo tiempo. Obviamente, el tránsito de las eras ha vestido a sus protagonistas de tantas diversas maneras como transformaciones en el modo y el estilo de traer el tema a colación les ha ido imponiendo. Pero son cambios muy accesorios y accidentales. En nuestra época, por ejemplo, su modus vivendi es el conflicto entre Ciencia y Fe, sujeto y objeto, conciencia y realidad. Por un lado, sí, ciertos planteamientos se han vuelto sutilmente diferentes. Por otro, básicamente, se trata del mismo dilema, idéntico a sí mismo, de siempre.
Mi modo favorito de exponer este problema es aquel en que se expresó a lo largo del intervalo histórico donde más popular se hizo, entre los siglos XII y XIV. No es una elección caprichosa de mi parte. Este modo de abordarlo quizás tan ingenuo, a la vez que tan directo y apasionado, es el que más nos ayuda a entrever la realidad de que estamos tratando con ideas primigenias. En modesto apoyo de lo cual también debo decir que, sin que haya podido nunca establecer ningún tipo de influencia externa previa, en mi infancia yo mismo me detuve varias veces a pensar y repensar vehementemente acerca de estas cuestiones, en exactamente los mismos términos en los que se las planteó la Escolástica. Momentos de reflexión que quedaron grabados como vivos recuerdos. Fue una gran sorpresa encontrarme después con estas disquisiciones en los libros de Historia.
Enunciémoslo así:
Porfirio, neoplatónico del siglo III d.c., se pregunta en la Introductio in Praedicamenta, si existen los géneros y las especies en sí mismas o sólo en el pensamiento, y en caso que existan, si son corpóreas o incorpóreas, si están separados de las cosas sensibles o se encuentran entre ellas. Él sólo plantea las preguntas, y Boecio (siglo IV d.c.), que traduce al latín su obra, contesta que los géneros y las especies no existen por sí mismos, no son sustancias, que el universal (el género, la especie) es un concepto de algo que existe fuera de la mente y que es incorpóreo, pero que cohabita con las cosas sensibles unido a los accidentes individuales corpóreos y separado a la vez en tanto que concepto formulado por la mente humana. La porfía estalla en su plenitud en el siglo XII, con los nominalistas proclamando que la única realidad existente es el individuo (este hombre, ese perro, aquel caballo) y que el universal (el nombre común y genérico de las cosas) es un flatus vocis (sonido fonético), y los realistas defendiendo la realidad ontológica de los universales, exactamente al estilo platónico, como entidades que están antes y fuera de las cosas.
Sí, lo sé. Un flatus vocis, en conjunto, parece todo esto al primer golpe de vista. Una variación más del coloquio sobre el sexo de los ángeles. Un entretenimiento de infantes introvertidos aburridos. Pero démosle otra oportunidad. Examinemos más profundamente qué tenemos en juego: por un lado, está aquella postura que sólo siente como legítimos y verdaderos los datos recabados a través de los sentidos. Seguramente a la mayoría le resultará inmediatamente simpática, y muy chocante su contrincante, con su peregrina idea de tomar palabras por realidades trascendentales. Pero démonos cuenta de que el universal es un primario, sencillo e inmediato ejercicio de abstracción. O sea, un primer paso desde la realidad sensorial al pensamiento. Si somos nominalistas ¿estamos acusando al pensar de hacer desde su primer ejercicio vana y fútil metafísica?
Lo que se pone en juego en el debate de los universales es el valor de la esencia misma del pensar. Si la abstracción no nos puede conducir en el fondo a una, quizás subjetivamente útil, pero errónea concepción de la realidad.
En la formulación actual de este género de dilemas estamos acostumbrados a enfrentar el pensar científico, cernido sobre los objetos sensoriales, con el pensar metafísico, perdido en las nubes de la imaginación. Pero aquí ponemos en tela de juicio el pensar científico también, enfrentándolo a la directa e inmediata sensación. Tengamos en cuenta que la mayoría de lo que consideramos hitos en la historia de la Ciencia se producen a través, no del ejercicio de la observación, sino de la abstracción. No son heroicidades de los sentidos, sino de la razón. Grandes avances de la Ciencia son leyes formuladas matemáticamente: ley de la gravedad de Newton, teoría de la relatividad de Einstein, ley de gases de Boyle-Mariotte, principio de Arquímedes… O son concepciones revolucionarias acerca del mundo sensorial, como el modelo heliocéntrico de Copérnico, las cuales de todos modos son alcanzadas a través del puro razonar y matematizar (sin dudas, alguno habrá que se le ocurra como gran avance científico una creación tecnológica revolucionaria, como el automóvil o el ordenador. Le tendría que señalar que estamos hablando de Ciencia como Conocimiento, y que ninguna creación tecnológica significa saber más sobre los fundamentos de la realidad. Los barcos ya flotaban desde mucho antes de nacer Arquímedes).
El gran científico, como cualquier filósofo, no es un acumulador de datos sensoriales. No siente que «la verdad esté ahí afuera». Lo que percibe a través de sus sentidos es lo mismo que puede ver cualquier necio. Es más: necesita muy pocos estímulos sensoriales. Se alimenta de escasos «mordiscos de realidad». A Newton le bastó una simple y banal manzana. La Humanidad ha contemplado a lo largo de su historia millones de manzanas, sin avanzar más allá del conocimiento de que se caen, y están ricas. Newton, experimentando la caída de una manzana (concreta, temporal) deduce una ley que parece adecuarse a todos los cuerpos del Cosmos (universal), para siempre (eterna). Es un salto descomunal, que no necesitó siquiera para darse ningún laboratorio de experimentación. El laboratorio de Arquímedes fue una bañera. Seguramente, la usaba incluso poco. Einstein era un adolescente demasiado ensimismado para fijarse siquiera en los objetos de alrededor. Imaginaba cosas acerca de espejos, velocidades, luz. La Teoría de la Relatividad nace al mundo después de ser gestada por una fantasía. Desde la mente hacia la mente. Pero, entonces ¿Dónde queda la realidad?
El valioso legado del Hombre de Ciencia son pensamientos expresados como fórmulas matemáticas. Son entes del Mundo de las Ideas platónico. Kant llegará a decir: «todas las ciencias teóricas de la razón contienen juicios sintéticos a priori como principios». O sea, que los juicios sintéticos a priori son el fundamento mismo de las ciencias. Un juicio sintético a priori es una afirmación sobre lo real previa (a priori) a la experiencia sensorial, dicho un poco rudamente. Aunque sería con Hegel con quien los juicios a priori, las categorías kantianas, retornasen al olimpo metafísico, las afirmaciones de Kant sobre la Ciencia se parecen ya demasiado a la formulación de los supersticiosos realistas escolásticos acerca de la ontología del universal, como entidad que está antes y fuera de las cosas.
Cuando parecía que el nominalismo era el gran avalista del conocimiento científico, empujando al Hombre a volcar su atención hacia el siempre franco y honesto mundo de la realidad externa objetiva, liberándolo de su cárcel de fantasías y superstición, de repente se revuelve y lo muerde, traicionándolo. En lugar de seguir haciéndole favores al hombre de ciencia, le obliga a preguntarse (y a nosotros con él) cosas tales como:
¿Existe la ley de la gravitación, igual que existen las manzanas y los planetas? ¿Un vector de fuerza es algo real? ¿Existen el tiempo y el espacio, o son dimensiones artificiales de la abstracción?
¿Cuál es la categoría ontológica de la Matemática? Un problema ejemplar.
Este asunto merece un apartado propio. Partamos de que es inconcebible Ciencia sin Matemática, y que aquella se porta frente a ésta tratándola como si fuera un objeto real: la observa, la analiza, la investiga. La convierte en objeto de conocimiento, más allá de usarla como sujeto de conocimiento. En realidad, la mima. Se sorprende y se maravilla de su comportamiento a menudo, exactamente como si fuera un organismo con vida propia. Se abisma ante sus misterios, como ante un agujero negro o el ADN. Siendo en sí misma la esencia del proceso de abstracción, y un espejo fiel del proceso mismo del pensar en general, podemos tomar el problema ontológico matemático como el epítome de todas las preguntas que nos estamos planteando. Kant también se lo tomó así, dicho sea de paso. Vamos a ver ahora, precisamente, un mini resumen acerca de cómo se han enfrentando a estos galimatías los pensadores a lo largo de la Historia.
Una larga y enconada trifulca
Antes, un excurso.
Al contemplar en perspectiva la documentación que atesoramos hoy sobre la historia del pensamiento racional, que es la historia de los grandes filósofos y científicos, hay algo que debe resultarnos curioso. La Antropología concibe la adquisición de inteligencia humana como una consecución que, con toda evidencia, está ahí, como las patas del guepardo o las alas del halcón, para producir una más efectiva y exitosa adaptación al medio. La dirección del esfuerzo pensante se entiende evolutivamente, en pos de una ganancia adaptativa, ya sea porque conduzca a un avance tecnológico o a cualquier otra ventaja favorecedora de la supervivencia y enriquecedora de la vivencia. Antropológicamente entendemos el pensamiento como un arma de progreso. Por si no es bastante evidencia hacer el balance general de la expansión y auge de nuestra raza a lo largo de las eras a golpe de arma, técnica y máquina, podemos enfocar la mira en algún período histórico especialmente demostrativo de todo esto, como la entusiasmada Ilustración, donde avance científico, explotación de recursos, riqueza y bienestar social se hicieron definitivamente una piña indiferenciable. A la Antropología no pueden caberle dudas, por tanto, de que el genuino homo sapiens es un científico e ingeniero, cuyo volumen craneal ha crecido a favor de la comprensión, para la dominación y explotación, de la naturaleza circundante. Tiene que explicarse cualquier otro tipo de producción intelectual humana a lo largo de los siglos, o bien como producto inmaduro propio de unas balbuceantes funciones aún en período de entrenamiento y ejercitación (pensamiento mágico, mitología, religión en general), o bien como curiosos apéndices, efectos secundarios y colaterales, de las nuevas aptitudes conseguidas (arte, amor). Sin embargo, una de las primeras cosas que ocurren cuando el intelecto humano comienza a desplegar todo su maduro potencial, a través del pensamiento libre y ya plenamente lúcido de los primeros genios de la Razón, es que, justo al mismo tiempo en que se empieza a abocar diligentemente hacia la naturaleza, como es su deber biológico, se empieza a enroscar sobre sí mismo para auto cuestionarse. El Logos, precisamente allí donde se halla favorecido por el más alto coeficiente intelectual, comienza precozmente a replantearse su fundamento, su alcance y su legitimidad (incluso con tanto tiempo perdido que contrarrestar, tanto artilugio por inventar, y tanta sugerente manzana alrededor gritando «¡mira cómo caigo!»). Por ejemplo, el siciliano Gorgias, en el siglo V a.c., afirmaba que no existe realidad alguna, que si existiera no se podría conocer, y que si se conociera no se podría comunicar ¿Una función otorgada en pro de la pragmática adaptabilidad, empleándose en algo tan contraproducente como es discutirse sus propios fundamentos? Esto es algo así como si un halcón (y precisamente el más rápido) se cuestionara su facultad de volar, o el sentido de hacerlo. Estamos tentados de calificarlo, desde el punto de vista antropológico, como involutivo. No se trata ya de un replegarse desde la bañera a las matemáticas. Se trata del pensar replegado sobre sí mismo, antes incluso de poner el pie en el agua. Si alguna cosa puede ser la reflexión por antonomasia, debe ser esto.
Podría parecernos quizás un mero y eventual ejercicio de duda metódica muy necesario precisamente en unos tiempos en que había que limpiar mucho residuo aún del pensamiento supersticioso, y en los que el ser humano necesitaba colocarse justo en la orilla contraria de la fe, la orilla del total escepticismo, para balancear su posición cognitiva antes de emplearse a fondo en la auténtica tarea que le quedaba por delante. Algo hay de eso. Pero lo cierto es que el Logos sigue hoy, en nuestros ya asépticos días, dirigiéndose una y otra vez hacia los mismos lugares, a poco que se descuide. Bastan unos pocos ingredientes esenciales (cierta facultad, cierto carácter) para que el proceso de abstracción en la mente moderna vuelva a abismarse en las mismas consideraciones de un modo totalmente espontáneo y natural, por sí mismo y sin que medie ninguna finalidad compensadora pedagógica. Los pensamientos siguen hoy, como siempre, sumergiéndose, aunque sea a duras penas, en sí mismos, desnudándose de accidentes en todo lo que pueden, como empujados por una llamada a la transformación que los reclama desde su origen, allí donde se encuentran sus fundamentos. Lo que yo llamo la «revolución de la conclusión contra las premisas».
De hecho, hoy coexisten una Ciencia, que se preocupa por conocer la realidad, una Ingeniería, que se ocupa de aprovecharla y una Epistemología (Gnoseología), por encima de ambas (más perspicaz, más profunda), que más que coetánea parece comportarse a veces como anterior (filogenética, ontogenética y ontológicamente), y que se sigue preocupando, sin gratuito optimismo, de qué es eso de la realidad, y qué es eso del conocimiento. Por supuesto, el epistemólogo siempre sufre más a la hora de ganar un sueldo y adaptarse al medio.
Nuestra época ha presenciado ya cómo la misma materia, flagrantemente desde el laboratorio experimental, nos puede obligar a replantearnos nuestras actuales concepciones básicas gnoseológicas. «Este hombre, ese perro, aquel caballo» no son, de entrada, ni tan reales ni tan inatacables como entidades básicas de nuestro conocimiento («Este hombre, ese perro, aquel gato de Schrödinger»). Pero, sin necesidad de sofisticados instrumentos, al puro estilo de los físicos teóricos clásicos, el espíritu humano desnudo también sabe innatamente, y así viene haciendo desde hace mucho, adentrarse por los mismos vericuetos, y hacer descubrimientos de aún más trascendental alcance en el laboratorio cuántico del alma.
En definitiva, quizás la Antropología esté entendiendo mal la esencia evolutiva humana como una búsqueda incansable de seguridad a través de la mejora en la adaptación al ambiente, en una visión tecnológica de la Historia alrededor de nuestro ingenioso intelecto, a pesar de las apariencias. Porque más bien pareciera, profundizando desde otro ángulo, que el Hombre siempre se ha sentido mejor adaptado al medio que a sí mismo, y muy poco más inquieto por lo que ve que por lo que piensa, siente, imagina y presiente. Una de las primeras preocupaciones del ser pensante parece ser eso mismo, ser pensante. La gacela, el águila, viven felices sus maravillosos dones. Se nos antoja que desde que el simio recibió un voluminoso cerebro, no vive para otra cosa que para adaptarse a las consecuencias. Lo cual está bien lejos de ser un juicio original.
Pasemos, ahora sí, al recuento de hechos:
Filosofía presocrática
Arrancamos desde el siglo VI a.c. con la preocupación por la constitución primigenia de la Naturaleza (Physis), plenamente presente en Tales y Anaximandro, desde el siglo anterior, y las primeras críticas explícitas al conocimiento. Ejemplos:
– Jenófanes: No hay ni habrá un hombre que haya conocido lo claro o haya visto cuantas cosas digo acerca de dioses y de todo. Pues aunque llegara a expresar lo mejor posible algo acabadamente, él mismo no lo sabría; lo conjetural, en cambio, se extiende sobre todo
– Heráclito: Se engañan los hombres acerca del conocimiento de las cosas visibles, de la misma manera que Homero, que fue el más sabio de todos los griegos. A él, en efecto, unos niños que mataban piojos lo engañaron, diciéndole: «cuantos vimos y atrapamos, tantos dejamos; cuantos ni vimos ni atrapamos, tantos llevamos».
Ni aun recorriendo todo camino llegarás a encontrar los límites del alma; tan profundo logos tiene.
Siendo el logos común, casi todos viven como si tuvieran un logos particular.
– Zenón de Elea: Para demostrar, en apoyo de Parménides, que no existe movimiento (en efecto, el movimiento es una cualidad conflictiva), que el tiempo no transcurre y que el espacio tiene una dudosa validez, ingenia sus famosas aporías.
– Los Sofistas (V a.c.): Ya tenemos a Gorgias referenciado. Añado la celebérrima cita del agnóstico Protágoras: El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son en cuanto que no son.
Demócrito, Parménides y Pitágoras
Hay que mencionarlos aparte, pues en ellos el dilema que nos ocupa se diferencia bastante y se van aclarando y acalorando las posiciones:
–Parménides: Nos habla ya abiertamente, aunque no de un modo tan conciso como luego lo haría Platón, de dos vías del conocer: la verdad , que es el noble camino de la razón, y la opinión, que es el ruín camino del conocimiento sensorial. Esto para él, desde luego no es mera retórica. Su filosofía parte de unos juicos ontológicos a priori (nada que es puede no ser, y el ser es y el no-ser no es), y en tanto la realidad sensorial parezca no adecuarse a ellos, la errónea es la realidad sensorial. Además, era materialista, o sea, estamos hablando de una filosofía que pretende hacer ciencia física. Podríamos decir que Parménides resolvería la dicotomía de los universales de un modo bien sui-generis: sencillamente el recto pensar es, per se, el fiel reflejo de lo real, así que si es recto pensar en los universales, son ellos los que existen, materialmente existen, y la multiplicidad individual que creen ver los sentidos, en realidad, es una ilusión. En efecto: como su lógica no podía concebir que algo se transformara en otra cosa, porque dejaría de existir, para él un absurdo, y como su lógica no permitía la existencia del vacío, concluyó que el mundo en realidad es un ente macizo y eterno, y esto que vemos, en constante movimiento y cambio, una mentira sensorial. Algunos de sus exégetas concluyen que se trata todo de una confusión con el significado del verbo ser, que en Parménides queda adscrito unilateralmente al uso existencial y nunca al predicativo. Es posible que algo así se de. Pero yo creo que estaba, por un lado, barruntando como podía la idea de que algo hay en la física que siempre permanece, y precisamente hoy son tópicos la ley de la conservación de la materia y la ley de la conservación de la energía. Su discípulo Demócrito, sigo creyendo que retomando el mismo hilo subyacente, precisamente fue el que postuló la esencia atómica de la naturaleza. Justo aquello que menos padece el cambio, y más permanece. Por otro lado, trate alguien de imaginar la existencia de un Universo tan grande como el que ahora conocemos, pero… vacío.
En Parménides tenemos al primer científico teórico en que el pensamiento (en él literalmente), se cosifica.
–Demócrito: Su concepción de lo real está basada en la sola existencia de átomos y vacío, jugando, como Parménides, con la dupla Ser/No-Ser, aunque en él no es sólo posible, sino necesaria, la existencia del vacío. Es una visión mecanicista y decididamente nominalista: existen las partes, mas los conjuntos y el todo, no. Sin embargo, está claro que él no tiene en mente cuerpos vivos en ningún momento, sino sólo inertes (una tendencia que sigue presente en la ciencia contemporánea), así que, a diferencia de Aristóteles, que es el primer gran biólogo de la Historia, la forma le importó poco (en biología la morfología es crucial), y por eso en su abismal pensamiento pudo analizar y triturar los objetos hasta la última consecuencia, sin sentir en ningún momento que violaba ninguna esencia fundamental. En un giro, al que estamos muy acostumbrados hoy, la sustancia fundamental del ser es la materia, abstraída de todo lo demás, y todas las otras cualidades, epifenómenos y accidentes que no son. Cualquier sustancia compuesta al triturarse cambia mucho sus cualidades organolépticas, así que supongo que teniendo esa imagen en mente pudo decir: «por convención el color, por convención lo dulce, por convención lo salado, pero en realidad sólo existen átomos y vacío». Desde esta postura desapegada de los sentidos, que trata de mantenerse fiel a Parménides en lo posible, tiene explicación la leyenda según la cual acabó arrancándose los ojos, para seguir razonando mejor, sin distracciones. Sin embargo, citado por Galeno, se replica a sí mismo así: «¡Oh, mísera razón que tomas de nosotros [los sentidos] tus certezas! ¿Tratas de destruirnos? Nuestra caída, sin duda, será tu propia destrucción.» Perfectamente acorde declaración con lo que aquel pensamiento directamente heredero del nominalismo, el empirismo, defendería muchos siglos después.
–Pitágoras: Es el paradigma de lo que queremos decir con pensamiento solidificado. Codo con codo con Platón, es el mejor ejemplo de inteligencia donde, sin solución de continuidad, se da el salto desde la abstracción a la Metafísica. Con la escuela pitagórica caben pocas dudas al plantearse qué categoría ontológica tuvieron en ella las Matemáticas: el Número es el principio de todas las cosas. En cita de Diógenes Laercio (III d.c.), la cosmogonía pitagórica nos dice esto: El principio de todas las cosas es la mónada o unidad; de esta mónada nace la dualidad indefinida que sirve de sustrato material a la mónada, que es su causa; de la mónada y la dualidad indefinida surgen los números; de los números, puntos; de los puntos, líneas; de las líneas, figuras planas; de las figuras planas, cuerpos sólidos; de los cuerpos sólidos, cuerpos sensibles, cuyos componentes son cuatro: fuego, agua, tierra y aire; estos cuatro elementos se intercambian y se transforman totalmente el uno en el otro, combinándose para producir un universo animado, inteligente, esférico, con la tierra como su centro, y la tierra misma también es esférica y está habitada en su interior. También hay antípodas, y nuestro ‘abajo’ es su ‘arriba’. La línea lógica subyacente es que si todo lo visible se puede medir y comparar al respecto de sus medidas, y se comprueba que se atiene a reglas de proporción, siendo la Matemática la matriz de las leyes de proporción eternas y universales, entonces lo visible, lo creado, es hijo subordinado y contingente de ella, que es lo inmanente. Puede resultar chocante que algo tan de todos modos prosaico, y tan inerte, como la cantidad acabe convirtiéndose en el fundamento de una personalidad religiosa como la del pitagórico, pero lo podemos entender mejor si pensamos que Pitágoras era también músico y poeta. Los versos tienen métrica, el ritmo es proporción y el sonido de las notas está directamente relacionado con estas o aquellas medidas en la física del instrumento. De este modo, la Matemática se empieza a convertir en pie de rey no sólo del reino de la cantidad, sino también de la calidad, lo emocional y lo intangible: el reino de las musas.
Aunque me extenderé en esto más abajo, me gustaría adelantar aquí algunas consideraciones. Cuando la mera razón, fría y despegada, crea dogmas sobre el Cosmos, concibe una Physis a imagen y semejanza de ella: inerte y mecánica, automática como la lógica. La lógica es relojera, y crea relojes. El problema es que el relojero, si no tuviera amigos, mujer e hijos, libros de poesía y algunos discos, llevaría una vida muy incompleta y muy triste. El conflicto que se trae el Logos con el Mito no se basa sólo en que expulse del Universo a los espíritus. Radica también en que expulsa los sentimientos. No es sólo un enfrentamiento entre cualidades de lo real, es también entre cantidades: la Razón tiende a concebir mundos más pequeños y parciales, no holísticos (diríamos hoy). La navaja de Ockham sesga demasiada pulpa de la fruta de lo real. Pero el Hombre es un Todo, o No-Es (yo apuesto a que al Cosmos le pasa lo mismo, y si es un reloj, debe ser un reloj con alma y corazón). Es por esto que pasan los siglos y ser científico no trasciende de ser una vocación, a veces una mera elección profesional, y no una apuesta vital completa como es ser, por ejemplo, monje o sacerdote (cuando realmente se es). Con la galopante especialización disciplinar agudizamos este problema. La Ciencia, por sí misma, es incapaz de reproducir un código de vida tal y como sí expresa una y cualquier sagrada escritura, aunque siga siendo esa la esperanza del cientificista aún hoy. Para hacer eso tiene que reconvertirse, cuanto menos, en filosofía. Pero ésta tratará de hacer su oficio, y llenará el vacío entre los átomos de consideraciones sobre el sexo, la política, el arte, la ética, la vocación. Entonces es como meterle una astilla entre las ruedas dentadas al perfecto reloj. No; es más sencillo dejar las cosas como están: busquemos la Teoría del Todo concienzudamente… Hasta la hora de comer. Y luego al cine, o de tiendas con la familia.
Newton en las horas libres de su oficio de genio histórico llegó a escribir bastante más del doble sobre Alquimia y Teología que de Ciencia. Faraday daba sermones como presbítero sandemaniano todos los domingos. Maxwell asistía asiduamente a un club de conversación llamado «Los Apóstoles», donde exponía sus ensayos sobre el misterio divino que la Ciencia no destierra. Darwin, reconocido juerguista en su juventud, dudó mucho antes de escribir «El Origen de las Especies», y aún así omitió reflexiones… para no enfadarse con su mujer. Yo lo entiendo: ¿de qué vale saber de dónde venimos, si nuestra esposa es bastante más difícil de tratar que una mona? En definitiva, la Ciencia deja demasiado tiempo libre. Que tiene que ser ocupado con eso tan irracional que llamamos vivir.
Todo esto queda bellamente resumido en una anécdota contada por Diógenes Laercio en la biografía del gran astrónomo Tales de Mileto. Cuando iba camino de un buen observatorio para contemplar las estrellas, cayó a un pozo. Al pedir ayuda a una vieja, ésta le respondió: «¿Cómo pretendes, Tales, saber acerca de los cielos, cuando no ves lo que está debajo de tus pies?».
Kant, sin embargo, dice: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellos la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”. Esa es la dirección correcta hacia la Totalidad. La filosofía pitagórica fue muy completa: unificó el estudio lógico de las esferas celestes y terrestres (objeto) con la conmoción poética del corazón (sujeto), y de repente surgió como Tertium non Datur (el tercero imposible) el ejército de los Números transfigurados en símbolos mitológicos. Así, no fue difícil dar el siguiente obvio paso y llegar hasta la puntillosa ética de una forma religiosa de vivir, donde los conceptos de áscesis y pureza eran la piedra angular: vegetarianismo, vida contemplativa (bios teoretiós), superación de los deseos y necesidades carnales en todo lo posible… Como ya veíamos venir, el abandonarse a la exaltación del entusiasmo místico a poco que se diera la oportunidad se convirtió en un precepto más.
Postulamos ahora que existe una relación directa, que debiera resultarnos muy obvia, entre la facultad abstractiva del pensamiento y el ascetismo que universalmente se suele imponer en la ética espiritual. Cuando el pensamiento se abstrae, se retira del objeto y refluye al interior, participando de la misma dinámica libidinal que sostiene al asceta. La abstinencia vegetariana o sexual está comprometida directamente con el razonamiento necesario para obtener el teórema de Pitágoras, como la hipotenusa compromete a los catetos. Pero ¿ésta es la última explicación? ¿toda la historia de la espiritualidad se reduce a una ridícula escenificación de las facultades del pensamiento introvertido? Dejemos esta pregunta aquí, sólo por el momento.
porque aqui no mencionan a descartes? luego el no habló nada sobre la mente?
Este artículo tiene publicadas la primera y la segunda parte nada más. Como se extiende en orden cronológico, no ha llegado todavía al siglo XVII. En cuanto pueda lo continuaré.
Saludos