4.- Atenea
La diosa Atenea prestó su nombre a la gran ciudad de Atenas, la patrocinó, y también fue protectora de Esparta. Dos ciudades que enarbolan para la Historia sendos estandartes de la masculinidad: la concentración y profundidad del pensamiento y la pasión guerrera, respectivamente. Así como Esparta y Atenas fueron hermanas y fueron rivales, el pensamiento y la guerra, incluso cuando no se llevan bien, siguen siendo siameses inseparables. Esto es lo que nos transmite la imagen de la diosa y sus atributos, con su casco, su escudo y su lanza como símbolos guerreros, y su mochuelo como símbolo de penetración intelectual: un compendio de las cualidades masculinas más determinantes invistiendo a una mujer. Con esta mezcla de géneros, y siendo también una deidad promotora de la virginidad, a veces no resulta inmediato distinguir una personalidad atenea de una artemisa. De hecho, hay un subgrupo especial de ateneas que procede de artemisas, donde el pensamiento y la intelectualidad se han solapado a la intuición. Pero la encarnación más frecuente de esta diosa es la mujer decididamente solar, no lunar, cuyo elemento es más la cultura y la civilización que la salvaje Naturaleza, y que se apoya antes en cualidades conscientes como la estrategia y la voluntad que en la recepción pasiva de información desde lo inconsciente (intuición). Siendo tan guerrera como Artemisa, mientras esta lucha casi exclusivamente por preservar su individualidad a salvo de las coacciones sociales, y así garantizarse el suficiente poder frente al medio que le permita a su naturaleza expresarse sin cortapisas, según le venga en gana, Atenea, para quien el medrar en sociedad es vocacional, a menudo también se embarca en arduas y sonoras competiciones, pero lo hace más por el placer del triunfo en sí, y con avidez de mando, popularidad y reconocimiento. Mientras la mujer artemisa no es raro que sea huérfana (literalmente), en el centro de la personalidad atenea, escondida más allá del casco y el escudo, suele haber una tierna feminidad que se alimentó de niña de una profunda relación con el padre, fascinada por sus cualidades intelectuales y sus habilidades técnicas, en la que el latente lazo erótico cedió su lugar a un casto compañerismo, donde ella empezó a encarnar el carácter de un prometedor hijo varón que continuaría la misión de su padre. Esto suele ocurrir cuando la mujer ya nace con una fuerte complexión masculina implícita en su inconsciente, que puja por salir y abrirse hueco a través de la personalidad femenina (y en la relación con el padre encuentra la primera excusa), pero también hay casos en que la mujer atenea es en realidad una afrodita educada por sus mentores para el combate, para la competición social. De una forma o de otra, Atenea no es unisex. Su personalidad masculina lo es más que Artemisa, y su personalidad femenina también. Es dos cosas a la vez, lo cual es especialmente problemático.
El varón que emerge desde lo inconsciente puede llegar a convertirse en un violento tirano con el ego femenino. A menudo le exige a la mujer atenea perfección inhumana, y es, por ejemplo, el responsable en último término de la temible anorexia. En alguna ocasión la mujer atenea se rompe en sus dos mitades, y se convierte en una agresiva ejecutiva de día y en una adicta a prácticas de sumisión sexual de noche. Precisamente el éxito masivo que tiene hoy en día la literatura erótica de sesgo sadomasoquista (éxito entre el público femenenino), procede del exponencial incremento estadístico de esta tipología, promovida ferozmente por la cultura imperante.
No solo a favor de sus intereses profesionales, sino también por las necesidades de su feminidad, de su frondoso eros (ambas cosas en ella tan entremezcladas), atenea se resiste a la soledad y busca siempre abundantes relaciones masculinas, estando su entorno ricamente entretejido de amigos, colegas, socios y mentores. Pero su pragmática frialdad varonil a veces sostiene un muro que hace imposible un acercamiento verdaderamente íntimo, más allá del inconducente coqueteo y la interesada cooperación. En esos casos, sólo un héroe, que supere mil pruebas impuestas por ella misma (o, mejor dicho, su animus), se encontrará con la ternura y la entrega que está guardada con siete sellos en su corazón, un suceso que, desde luego, no ocurre frecuentemente.
La ópera Turandot, de Puccini, se desarrolla sobre este exacto argumento. De manera similar, la leyenda nórdica que relata la rebelión de la walkiria Brunilda contra el belicoso dios Wotan, a favor del amor y la pareja, nos cuenta un proceso de liberación del ego femenino de la cárcel en que se ha convertido un complejo paterno despótico. Pero también hay casos donde la respuesta correcta a un desgarrador conflicto de esta naturaleza es justo la inversa: avanzar resueltamente por el sendero de la virilidad, y ser cada día más Atenea. Espaldas anchas, caderas estrechas. Madre soltera de una numerosa colección de libros.
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