En la sección Multimedia estamos divulgando una reciente producción de la BBC que tiene interés para todos aquellos que sienten curiosidad por la realidad de las curaciones milagrosas y, aún más, para quienes se preocupan por la etiología y la terapia de la neurosis. Para entender lo que vamos a volcar a continuación en este artículo es preciso proceder antes a la visualización de dicho documento.
La bestia Pan y la bella modelo
El radical esencial de todo síndrome neurótico es el miedo. La ansiedad y la angustia las encontraremos en la base de todas las estructuras neuróticas, sean del tipo que sean, haciendo del neurótico la personalidad distímica que por definición es. El histérico reacciona a su escenográfico modo, pidiendo desesperadamente auxilio a los demás en un pico de estrés. El neurótico de carácter arrastra por la vida su timidez, inseguridad e inhibición, crónicamente asustado, existencialmente angustiado. El fóbico concentra su inquietud sólo en determinados motivos. Las ideas y rituales obsesivos comienzan a estructurarse sobre una ansiedad endémica y sorda que se extiende por años. En medio de este panorama podemos decir que la neurosis de ansiedad, con sus típicos ataques de pánico, es la forma más simple y «pura» de trastorno neurótico.
Estamos defendiendo aquí una concepción unitaria de las neurosis, aunque solamente atendiendo a los síntomas, tal y como se viven más o menos conscientemente por los enfermos. Podríamos también unificar las neurosis de un modo más objetivo, atendiendo a lo estructural, tratando alrededor de su etiología esencial: se trata siempre de la tensión psicodinámica entre ego e inconsciente, donde el Yo defiende su entereza sustentado en sus niveles de coherencia intelectual, autoestima y seguridad en sí mismo, y el inconsciente embiste con el aterrador ariete de la caótica pulsión instintiva y visceral. Las diferencias sintomatológicas atenderían, por un lado, a los diferentes estadios en el devenir de esa terrible batalla, y, por otro, a las diferencias innatas entre los yoes en relación a su tipología y aptitud. Cada cual trata de resolver los problemas que se encuentra, tanto en el mundo exterior como en el interior, a su genuina manera. Cada persona tiene su modo, y su propia capacidad, de armarse de valor, cohesión y amor propio. Y la oposición de lo inconsciente, según cada caso, varía en virulencia, en vehemencia, y en el empleo de una u otra de sus clásicas tácticas militares.
Una de las pruebas más sólidas que podemos esgrimir a favor de la homogeneidad esencial de las diferentes estructuras neuróticas es que en algunos historiales clínicos, extendidos por el suficiente lapso de tiempo, nos asomamos a la evidencia de que en un mismo paciente la neurosis ha sido capaz de cristalizarse en varias de sus formas posibles.
Por supuesto, no todas las escuelas psiquiátricas están de acuerdo con una concepción unitaria de las neurosis, ni con esta determinada interpretación de su uniformidad. Pero, generalmente, cuando se defiende una visión pluralista de la etiología neurótica es porque se sostiene, tácitamente, una visión unitaria de la personalidad. Cuando la Psiquiatría piensa como la Medicina entregada al problema somático, en términos de una fisiología común y universal de toda la raza humana, donde diferentes síndromes responden sin duda a diferentes enfermedades, se despista del hecho de que la fisiología del alma no es ni mucho menos la misma en todos los seres humanos, ni la misma a lo largo de un proceso de desarrollo de la personalidad en el mismo ser humano. Nuestra especie está compuesta de varias subespecies psicológicas bien diferentes, que reaccionan ante los mismos virus psíquicos de modos diversos, y lo psíquico tiene un aspecto que es intrínsecamente cambiante, evolutivo. Como si procediera de un ADN en constante transformación.
Hablemos, entonces, de ese terror que encontramos en el meollo de toda disfunción neurótica, y que es prácticamente el exclusivo protagonista del trastorno de ansiedad. Pánico es el adjetivo correspondiente al sustantivo Pan, y ya desde el principio estamos obligados con la neurosis a lidiar con la mitología. El semidios Pan, el Fauno en la mitología romana, es un personaje del cortejo de Dioniso. Podríamos decir que es un aspecto o encarnación de este dios. Con sus patas de cabra, sus costumbres montaraces y su celo continuo, representa la pasión desenfrenada y animalesca. La agresiva y sádica pulsión fálica hace de Pan el acosador y violador que es, sembrando el terror entre sus víctimas. En el seno del cristianismo acabó convirtiéndose en Satán, proxeneta de brujas, el promotor de la gran bacanal del aquelarre. En el inspirador de la sexualidad orgiástica, concomitante con la agresividad ciega, como lo opuesto a la civilización, la intelectualidad, la espiritualidad. Como vemos, sólo con esta somera aproximación mitológica a la cuestión del pánico entramos de plano en los pilares del psicoanálisis freudiano, los cuales desde esta perspectiva quedan firmemente apuntalados: un ataque de pánico, esencia neurótica, es un feroz intento de violación del Yo, la delicada ninfa, por parte del brutalmente libidinoso Ello, que se desvela como la forma psicoanálitica de llamar al Fauno. Neurosis y problema sexual quedan indisolublemente unidos también desde esta perspectiva. Es que, de hecho, así es. Atendiendo al mero recuento sintomático, las neurosis tienen otro común denominador en la siempre presente, a veces en primer plano, o no tanto, disfuncionalidad sexual. En la Edad Media, la problemática que en la Antigüedad pagana se exponía a través de la mítica del Fauno se reactualizó a través de los cuentos de miedo sobre íncubos y súcubos, los violadores nocturnos, ahora diferenciados en hembra y macho, aunque ambos por igual sádicamente fálicos. En nuestra época será Jung, con su Anima y Animus, la Puta de Babilonia y Barba Azul, el trovador que continuará alimentando esta sólida tradición alrededor del sexo, el terror y la tragedia, de un modo mucho más atinado, afinado, que el mismo Freud. Escuchémosle cantar:
«Una inquietante gracia de antaño se llama hoy «fantasía erótica», y complica penosamente nuestra vida anímica. Nos sale al encuentro como una ondina; es además como un súcubo; tiene muchas figuras y se transforma como una bruja y muestra una insoportable autonomía, impropia de un contenido psíquico. A veces provoca fascinaciones, que pueden hacer frente al mejor exorcismo, y estados de angustia más intensos que los que cualquier aparición del diablo podría causar«. [1]
Nuestra época, sin embargo, ha involucionado lo suficiente como para perder fatalmente la necesaria sensibilidad y perspicacia ante tan monumental tema. Llevamos siglos tratando de trivializar la cuestión sexual, intentando sustraerla de la magia, a veces negra, que le es inherente, reduciéndola a cuestiones básicamente fisiológicas, reproductivas, o propias del derecho al placer intrínseco al paradigma del bienestar. En cualquier caso, asuntos propios sólo de lo más cotidiano y natural. Claro que la sexualidad es una fuerza de la Naturaleza, como Pan bien nos deja ver. Tengo que decir, como vocero eventual de los faunos, que no encuentro mejores contextos para el encuentro sexual que el bosque o la playa. La cuestión es que la Naturaleza es al mismo tiempo sobrenatural, como el Fauno lo es, y todas sus cosas son mucho más complejas de lo que aparentan. Algo que si nuestro ego ya ha dejado de saber, de todos modos lo sigue sabiendo nuestra Sombra: nuestra cultura, que lucha denodadamente contra las supersticiones de la tradición, esa mojigatería que tanto le fastidia, y ha logrado convertir en bandera de corrección política los eslóganes de la revolución sexual, sin embargo cae en la contradicción esquizofrénica una vez más cuando sigue castigando draconianamente lo que considera delito sexual. De este modo es como se llegan a dar esas circunstancias paradojales tan abundantes hoy día en que los enemigos acérrimos de la Iglesia se convierten en más papistas que el Papa. Es evidente que la sexualidad, aún convertida en el tótem de un paradigma cultural, no deja de convocar alrededor de ella el tabú. Por otro lado, mientras que poderosos sectores sociopolíticos están empecinados en hacer de Afrodita y su obscena provocación el modelo erótico a seguir, al mismo tiempo criminalizan cada día más inquisitorialmente el patrón sexual masculino que representan sus consortes naturales: el agresivo Ares y el compulsivo Dioniso, en su forma de Pan. Así se sientan las bases de una neurosis social, y se cierran todos los caminos para una posible reconciliación Lingam – Yoni.
En el extremo opuesto, tenemos la demonización en que cae la sexualidad en contextos moral-filosóficos como son el catolicismo o el budismo. Las religiones modernas y refinadas. Mientras que las indesconocibles huellas de Pan, el incontenible, nos descubren como corretea él, cada vez menos impunemente, por los recovecos del interior de iglesias, seminarios y monasterios.
Pero dejemos de momento todo ese ruido de ahí afuera y regresemos al mundo real, la psique. Ciertamente, la sexualidad vive extensa e intensamente en la fantasía. En un porcentaje bastante mayor el sexo es imaginal más que físico. En un razonamiento tan sensato como erróneo podríamos deducir que la imaginería erótica es al encuentro carnal como soñar con pasteles lo es al hambre: una mera representación mental de una necesidad puramente corporal. El asunto es que incluso la alimentación, eso tan cercano e inmediato, se convierte a veces en la metáfora de otra cosa, por encima de lo fisiológico. A veces queremos comer cosas distintas que proteínas. Repensemos en aquello que nuestros abuelos hacían todos los domingos en la misa, esa «barbacoa» católica. Pues la apetencia sexual y toda su fértil imaginería, en muchísima mayor medida que el hambre, se refiere a necesidades cuyo entorno es lo psíquico, no lo físico. Son metáforas de otras cosas. Necesidades tan imperiosas como la reproducción, y deseos que nos obsesionan de un modo inconsciente aún más que los placeres carnales. Constatando que desde detrás de una intensa fijación erótica se van abriendo hacia la consciencia contenidos relativos al propio desarrollo personal y el propio destino fue como se descubrieron las verdaderas cualidades de Anima y Animus, esos entes mediadores, que por un lado son nuestros modelos sentimentales y eróticos, la fuente de toda nuestra turbulenta sexualidad, y por otro nuestras musas y guías hacia esos planos trascendentales sustentadores del arte, la mística y la filosofía. Se desvela así la sexualidad como un cajón de sastre medio escondido en nuestras sombras en el que primero encontramos belleza y esperanza, luego monstruosidad y dolor, y, más abajo aún, un doble fondo con una trampilla hacia lo que al ego le resultan mundos inconcebibles. Desde esta perspectiva, comprendemos cómo la sexualidad, en todo lo que esconde más allá de la pulsión reproductora, es en esencia la Sombra que se opone a la máscara del Yo. Es la fuerza natural (sobrenatural) que amenaza con derribar todo el civilizado y adaptado orden que ha logrado construir el ego; la selva inhóspita de la que desde siempre se tratan de proteger los muros de nuestras ciudades. Una energía que trata de doblegar a la conciencia con seducción o violencia. La bestia de pasión e ira dentro de nosotros que no sin razón han querido enjaular el cristianismo, el budismo, el islamismo. Que el freudismo intentó domesticar, ingenuamente. Ante la que el paganismo sentía igualmente pánico. Pero, y ahí está la trascendental diferencia, sin perderle el respeto. No interrumpas la siesta del fauno, exigía el pagano. No coartemos el decurso de la fantasía sexual. No neguemos lo inconsciente, por más miedo que nos de. El fauno no es un error, ni procede de un desafortunado trauma infantil, ni de una falla en la evolución normal de lo psíquico que hay que reparar. Es la angustia normal y natural que el ser humano, con 3 ó 90 años, siente ante el empuje vehemente de la fuerza de la naturaleza, de la sobrenaturaleza. Es el temor de Dios. Es el miedo ante el rayo, el terremoto, el lobo, y sus contrapartidas psíquicas: las flechas del oscuro deseo que doblegan nuestra voluntad, que nos hacen tropezar y perder el recto y seguro camino. Los maléficos elementales del bajo astral. La epifanía de los arquetipos, que amenazan con consumirlo todo en su fuego. La violación del Yo por el Deus Absconditus, el Falo que esgrime el impulso creador que es el alma de la Naturaleza misma. Frente a lo Inconsciente, todo Yo es sumisamente femenino, y todo neurótico de angustia siente, como Jodie Kidd, que está a punto de morir, o de volverse loco, a manos de un sádico enemigo invisible que espontáneamente interpreta como el mismísimo Satán.
Pero el plan, aunque muchas veces desgraciadamente no supere ese destructivo estrato, es otro. Pan, como consagrado músico, empieza a desvelarnos el devenir arquetípico de los complejos neuróticos sexuales, en su viaje desde lo animal y visceral a lo cultural, hacia unas habilidades superiores que antes no eran reconocidas por el ego y que estaba llamado, por las malas, a encontrar. Pan se hizo flautista cuando persiguiendo, obsesionado de amor, a la ninfa Siringa, ésta no encontró otro modo de frustrar sus intenciones que convertirse en un cañaveral. El amor se escurrió de entre sus pezuñas, pero quedó prendado por el sonido que producía el viento al soplar las cañas. Como no tenía nada mejor ya que hacer, inventó la siringa, la flauta de Pan. El objeto sexual se transforma en instrumento musical, que exige usar los labios para soplar, no para besar. Y, así, su sexualidad caprina acabó reconduciéndolo hacia un invento y una vocación paradójicamente finos que antes ni imaginaba tener.
El griego vuelve una y otra vez en su mitología al tema de la música como sustituto de un amor que se convierte en trágico (recordemos a Orfeo), y la filosofía griega va a aconsejar una y otra vez la música, a lo largo de los siglos, como el adecuado sublimador del ímpetu sexual, desde los pitágoricos a los neoplatónicos. La línea evolutiva que conduce desde la erótica a la música trata del desarrollo de la función sentimental, primero restringida a lo concreto e interpersonal y luego reconducida hacia lo abstracto e ideal. Pero el término Pan significa «todo», para la Antigüedad el fauno no sólo es sexo sino fertilidad y creatividad masculinas en general (al estilo de Urano), y la mitología apunta una y otra vez a Hermes como padre de Pan, siendo Hermes, Mercurio, un concepto alquímico que nos es útil como representación de lo inconsciente in toto. Estas apreciaciones encajan con la experiencia de que la transformación que exige una neurosis es más global que la evolución de una sola función psíquica. Lo que en principio parece afectar sólo al área de la emocionalidad, la sexualidad, se desvela relacionado sin solución de continuidad con lo intuitivo y lo mental. Un complejo sexual esconde un conflicto filosófico en el corazón de la personalidad. Anima y Animus, los panes modernos, se abren hacia el Yo desde la Sombra, la función inferior, conflictuando su mundo emocional, pero por el otro costado se abren a la totalidad del Inconsciente Colectivo, conectando al ego con el Self. Paralelamente, el Fauno hacia un lado queda inserto en lo salvaje e instintivo y hacia el otro se convierte en Dioniso, cuyo culto es en muchos aspectos indistinguible del de Jesús de Nazareth. Es preciso comprender entonces que la sexualidad es la materia prima en la obra alquímica de la expansión de la conciencia. Quien vence en el encontronazo con Pan es llevado al Olimpo, a conocer a los dioses y al menos una parte de sus planes con el Universo. La parte que a él, como individuo, le incumbe directamente. Exactamente como las doctrinas tántricas hindúes describen, el viaje de la serpiente Kundalini, la libido global, empieza en los chakras sexuales y aspira a terminar en los superiores, los relacionados con el conocimiento religioso. Sexualidad y espiritualidad son opuestas precisamente porque son hermanas. El camino que conduce al monasterio pasa, según el modelo arquetípico normal, por el «puticlub».
Inseparables: ansiedad neurótica y angustia existencial
Jodie Kidd es obligada por la neurosis a abandonar el maquillado mundo de la máscara y a recluirse en una granja, donde el contacto con la naturaleza y los animales le alivian considerablemente su afección. El retiro al campo, cuando los medios económicos lo permiten, es un patrón típico en el decurso de la neurosis de ansiedad. Obviamente, se trata de una victoria de Pan, que arrastra al enfermo a sus dominios. Incluso podemos imaginarnos a la modelo cabalgando como un guiño al fauno a través de una figura mitológica tan semejante como es el centauro. El inconsciente se tranquiliza en contacto con su entorno, nunca mejor dicho, natural. El trato amable con las bestias es tomado por la Sombra como una prueba de buena actitud del ego hacia los instintos, lo mismo que el hecho de apartarse del mundanal ruido en reclusión monástica, introvertiendo la libido, en busca de la verdad interna original. Es un reset, un borrón y cuenta nueva, una necesaria muerte iniciática. Sin embargo, no es suficiente. La simplificación de la vida y el regreso al reparador útero materno no disuelven por sí solos el conflicto esencial. Todo neurótico de ansiedad padece paralelamente a su inquietud emocional irracional un acoso constante y obsesivo de preguntas existenciales al respecto de qué son el cosmos y la vida en realidad, que embrollan profundamente su intelecto. En el TAG (trastorno de ansiedad generalizada) coexisten la alteración ansiosa neurovegetativa, el conflicto sexual y la angustia existencial filosófica de un modo tal que se hace muy complicado para el análisis racional decidir qué es la causa de qué. De hecho, para la Psiquiatría académica la relación entre estas cosas es un jeroglífico complicado. Pero, según lo que hemos explicado arriba, no nos puede resultar extraño a nosotros relacionar unos planos sintomatológicos con otros, y no nos debe resultar sorprendente que, al cabo de los años, la ansiedad acabe empujando a Jodie a pactar con la BBC la subvención de su arquetípico viaje iniciático, su travesía heroica, tratando de encontrarle respuestas a sus preguntas sobre la existencia de Dios, de una fuerza milagrosa sobrenatural, y su propio papel en mitad de todo eso. Aunque seguramente ella misma no se haya dado del todo cuenta, desde aquí podemos ver nítidamente cómo a través del pánico se han acabado destilando las preocupaciones filosóficas esenciales que estaban ocultas detrás. Su TAG, básicamente, trata de cumplir la misión de sacarla del paradigma cultural que apresa a su ego y reconducirla hacia verdades más profundas, que la reconecten con lo inconsciente colectivo. La búsqueda de la realidad de lo milagroso, de lo sobrenatural, era en sí misma, en realidad, la cura milagrosa que ella esperaba de su neurosis.
Sin embargo, aunque su viaje la llenó de valiosas experiencias (y eso siempre ocurre: si uno va hacia la respuesta, la respuesta viene hacia uno), se nota que la racionalidad de nuestra época es fuerte en ella, y eso significa que a esta mujer le quedan aún un par de etapas que superar para terminar cerrando el círculo de este proceso, y pasar al siguiente nivel. Vemos como su primer acercamiento a lo religioso es a través de la medicina New Age, esa que trata de unificar lo científico con lo místico en un batiburrillo a menudo más turbio que otra cosa, y que está tan de moda hoy día. Su terapeuta era un empleado de la Nasa experto en cristales curativos. Ahí es nada. Se entiende que a su ego le resultaba tranquilizador embadurnar lo mágico con terminología y tecnología científica. Y también que eso no le era realmente suficiente para saciar su ansiosa curiosidad. Las inspiradoras historias del niño autista con el chamán siberiano, la mujer que supera el cáncer en manos de la curandera y, sobre todo, su propio viaje a Asia, con su encuentro allí con una auténticamente distinta cosmovisión, sus experiencias con los «huevos proféticos», con la videncia pura y dura en toda su salsa irracional, su internamiento en la selva pánica para vivir un sofisticado ritual chamánico, sí están tocándole ya en el centro de sus complejos. Pero, de regreso, vuelve a exponerse demasiado a las explicaciones puramente racionalistas. Una parte de ella se resiste, pero otra se sigue sintiendo cómoda en ese contexto intelectual. Finalmente, ante la duda, se aferra a su función superior, el sentimiento, y alza la bandera del humano amor como supremo valor, en su evolución desde el eros hasta la compasión, creando de camino la Jodie Kidd Foundation, dedicada a la infancia, e invirtiendo en la organización Marie Curie Cancer Care. No está nada mal; hemos llegado muy lejos en el proceso individuatorio. Sin embargo, como dije antes, el refinamiento de una sola función no es suficiente para saciar los deseos del fauno. Se precisa un cambio de la mente y el corazón, ambos renacidos decididamente en lo esóterico, lo mistérico, lo transpersonal. En cualquier caso, que siga por ahí, que vamos bien y falta poco…
El arquetipo del Sanador Herido
Como epílogo, hablemos un poco de este mitema. Pan es cazador, músico y curandero. Quirón, el centauro, es también músico y médico. Orfeo, con su eterna letanía, es considerado por muchos el santo patrón de los psicoterapeutas. El Santo Grial, la medicina católica (universal), se obtiene a través del Rey Pescador, el de la herida incurable. Todo chamán atraviesa la enfermedad que lo capacita como galeno. En el mito y en la práctica, encontramos constantemente relacionada la sabiduría, y la pericia curativa, con el sufrimiento, con la pérdida, con la herida. Todo resuena homeopático: el veneno es la cura. Esto es chocante para muchos, pero esos son precisamente los mismos que no entienden por qué el parto tiene que doler tanto. Para convertirse en experto es preciso pasar de aprendiz a maestro, y como la leyes de la vida no se explican sólo con las cosas de este mundo, las que puede percibir cualquier niño, quien está llamado a conocer algo más de los mecanismos invisibles de esta máquina que es el Cosmos tiene que atravesar el descenso al infierno, el tránsito al otro mundo. Si no se rasgan los velos, no se aprende verdaderamente nada, y el velo que hay que romper no es otro que nosotros mismos. La tortilla es el maestro, y la tortilla no existe si no se casca al aprendiz, que es el huevo.
El sufrimiento neurótico, con su típica herida romántica, es el modelo de aquello que queremos decir con «enfermedad como camino». La meta del filósofo es comprender en algo la vida, saber algo de la libido. Es decir, conocer al amor. Pero, como saben todos los personajes que enumeré al principio, no se puede conocer al amor, o sea, a la vida, si no se conoce la muerte. La única que nos capacita para mirar la Diosa Libido desde otra más profunda perspectiva. Hasta Freud intuyó algo de todo esto…
Por si alguien se pregunta por qué tan insistentemente quedan relacionadas vocacionalmente la filosofía y la medicina, diremos que si el verdadero conocimiento exige un sacrificio, un dolor, un trauma, el que conoce adquiere la capacidad de compadecerse, realmente, no desde la impostura y la pose, de todos aquellos que caen en la misma trampa. Por otro lado, una vez que comprendemos que la madre de todas las enfermedades, psíquicas y físicas, es la ignorancia, asimilaremos con naturalidad que el gurú, el iniciado, el filósofo maestro, es el verdadero médico, el médico arquetípico, y es obligado por ese arquetipo que lo rige a ejercer por igual de instructor y curandero. La cura de una afección física se convierte en este contexto en una metáfora de una sanación del alma. Cuando Jodie se preocupaba tanto por encontrar el médico y la medicina capaces de realizar curaciones milagrosas a los problemas somáticos, estaba en realidad buscando, como para ella misma ha llegado a ser, en parte, consciente, la doctrina que le devuelva a su vida la auténtica salud. Es decir: el correcto sentido.
[1] C. G. Jung – Arquetipos e Inconsciente Colectivo. Paidós (1994).
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