El sistema cardiovascular del espíritu

[…] Aparentemente, el «espíritu» llega siem­pre desde lo alto. Para esa concepción espíritu significa liber­tad suprema, un flotar sobre las profundidades, una liberación de la prisión de lo ctónico y por lo tanto un refugio para todos los timoratos que no quieren «llegar a ser». Pero el agua es terrenalmente palpable, es también el fluido del cuerpo regido por el impulso, es la sangre y la avidez de sangre, es el olor animal y lo corpóreo cargado de pasiones. Lo inconsciente es esa psique que va desde la claridad diurna de una conciencia espiritual y moral hasta ese sistema nervioso denominado sim­pático desde mucho tiempo atrás. Este sistema, que gobierna la percepción y actividad muscular como el sistema cerebro-espi­nal y por eso no puede controlar el espacio circundante, pero que mantiene en cambio el equilibrio vital sin valerse de órga­nos sensoriales y que siguiendo secretos caminos no sólo nos da noticias sobre la naturaleza íntima de otra vida sino que tam­bién provoca en ella un efecto interno. En ese sentido es un sis­tema extremadamente colectivo, es la verdadera base de toda participation mystique. La función cerebro-espinal, por lo con­trario, alcanza su culminación en la separación de las cualida­des específicas del yo, y como el medio en que se despliega es sólo el espacio, a través de éste capta invariablemente superficialidades y exterioridades. El sistema cerebro-espinal vivencia todo como exterior, el simpático vivencia todo como interior.

Lo inconsciente es visto comúnmente como una especie de in­timidad personal encapsulada, que la Biblia designa como «cora­zón» y considera, entre otras cosas, punto de origen de todos los malos pensamientos. En las cámaras del corazón habitan los ma­los espíritus de la sangre, la ira pronta y las debilidades de los sentidos. Así aparece lo inconsciente mirado desde la conciencia, Pero la conciencia parece ser algo dependiente del cerebro, que todo lo separa y todo lo ve aislado, y al ver de ese modo lo in­consciente lo presenta como si no fuera más que mi inconsciente. Por eso se cree generalmente que quien desciende a lo incons­ciente cae en la estrechez de la subjetividad egocéntrica y en ese callejón sin salida queda librado al asalto de las alimañas que se supone albergan las cavernas del inframundo psíquico.

Es cierto que quien mira en el espejo del agua, ve ante todo su propia imagen. El que va hacia sí mismo corre el riesgo de en­contrarse consigo mismo. El espejo no favorece, muestra con fidelidad la figura que en él se mira, nos hace ver ese rostro que nunca mostramos al mundo, porque lo cubrimos con la per­sona, la máscara del actor. Pero el espejo está detrás de la más­cara y muestra el verdadero rostro. Esa es la primera prueba de coraje en el camino interior; una prueba que basta para asustar a la mayoría, pues el encuentro consigo mismo es una de las cosas más desagradables y el hombre lo evita en tanto puede proyectar todo lo negativo sobre su mundo circundante. Si uno está en si­tuación de ver su propia sombra y soportar el saber que la tiene, sólo se ha cumplido una pequeña parte de la tarea: al menos se ha trascendido lo inconsciente personal. Pero la sombra es una parte viviente de la personalidad y quiere entonces vivir de al­guna forma. No es posible rechazarla ni esquivarla inofensiva­mente. Este problema es extraordinariamente grave, pues no sólo pone en juego al hombre todo, sino que también le recuerda al mismo tiempo su desamparo y su impotencia. A las naturalezas fuertes -¿o hay que decir más bien débiles?- no les gusta esta alusión y se fabrican entonces algún más allá del bien y del mal, cortando así el nudo gordiano en lugar de deshacerlo. Pero tarde o temprano la cuenta debe ser saldada. Hay que confesarse que existen problemas que de ningún modo se pueden resolver con los medios propios. Esta confesión tiene la ventaja de la probidad, de la verdad y de la realidad, y así al asumir esa imposi­bilidad se ponen las bases para una reacción compensatoria de lo inconsciente colectivo, es decir, que quien reconoce la existen­cia del problema está inclinado a prestar atención a una ocu­rrencia útil o percibir ideas que antes no había dejado aparecer. Atenderá quizás a sueños que sobrevienen en tales momentos o reflexionará sobre ciertos acontecimientos que justamente en ese tiempo tienen lugar en nosotros. Si se tiene tal actitud se pueden despertar y captar fuerzas útiles que dormitan en la naturaleza profunda del hombre, pues el desamparo y la debilidad son la vivencia eterna y el eterno problema de la humanidad y para esa situación existe también una respuesta eterna: de lo contrario el hombre hubiera desaparecido hace ya mucho. Una vez que se ha hecho todo lo que se pudo hacer, queda todavía lo que se podría hacer si uno tuviera conocimiento de ello. Pero ¿cuánto sabe el hombre de sí mismo? De acuerdo con todo lo que la ex­periencia nos muestra, es muy poco. Por eso queda todavía mu­cho espacio libre para lo inconsciente. Como es sabido, la plegaria requiere una actitud similar y por ello tiene también análogos efectos.

C. G. Jung, en Arquetipos e Inconsciente Colectivo

Debió ser en algún momento del año 1985 cuando ocurrieron los hechos que voy a relatar a continuación.

Yo cursaba los preceptivos estudios de secundaria en el liceo, pero me había anotado a la modalidad especial de clases nocturnas. Lo intempestivo de la hora de salida y la larga y aburrida caminata a la que nos obligaba a algunos el necesario encuentro diario con la cena hicieron que se convirtiera en costumbre común, para todos aquellos que compartíamos proximidad en los destinos, el abordar el rutinario paseo en entretenida pandilla. Como debe ser en tales lozanas circunstancias, la alegre y charlatana comitiva estaba atravesada por mil flechas de Cupido, desde y hacia todas las direcciones posibles, lo cual concedía a aquel grupo una especial coherencia. En realidad, más allá de la prudencia horaria y de las fuertes necesidades gregarias adolescentes, la razón básica que acabó consolidando aquella reunión fue la relevante importancia para todos los implicados del tornadolado deseo que campaba a sus anchas en su seno.

Mi turbador objeto de pasión platónica, a la sazón, vamos a decir que se llamaba Victoria. Era el mío y de las tres cuartas partes del liceo también, pues se trataba de una muy popular «cheerleader», pero yo tenía la enorme suerte de pertenecer a su círculo íntimo de fraternal confianza y acompañarla a su casa casi todos los días. Para un enamorado eso significa, obviamente, vivir en un arrobado estado de buena y gran esperanza.

Es normal que los diferentes intereses intelectuales acaben disgregando el original grupo peripatético en distintos corrillos, coyunturalmente. Una de esas noches, más o menos hacia la mitad del recorrido, yo me encontraba discutiendo de no se qué con no sé quién, retrasado de Victoria y sus propios contertulios unos metros. Debía ser primavera, pues me parece recordar la escena envuelta en un agradable clima. Mientras hablaba, mi vista y mi corazón se absorbían en la fascinada contemplación del escultural reverso de la muchacha. La melena, rubia (de bote), le caía a media espalda, con tal gracia que hubo un momento en que perdí la compostura, se me despistó el represivo censor, y avancé decididamente unos pasos dispuesto a acariciar su cabello, sensual y algo temerariamente. Entonces, de hecho, con suavidad, la toqué.

Aquel roce supuso algo inopinado. Como si hubiera agarrado un cable pelado de corriente psicotrópica de alta tensión, la conciencia cayó fulminada en un estado alterado. Desapareció la percepción ordinaria del entorno, de la gente y de Victoria. Ella se volvió algo así como transparente, y ante mi desconcertada vista surgió un espectáculo sobrecogedor de venas y arterias que hacían circular por un incorpóreo cuerpo una sangre luminiscente, fosforescente, bombeada con furia por un corazón que se agitaba como un tambor cósmico. La impresión primaria era la contemplación de la circulación de lo que hoy puedo llamar mana, de la fuerza vital en sí misma, de una sangre transustanciada que es la esencia de la vida. Una exuberante plenitud. La Salud, con mayúscula. Aquel sistema vascular no animaba sólo a la chica, sino, en realidad, de un modo tácito, a todo. La visión contenía cierto toque latente de universalidad, de unidad. El fenómeno duró unos segundos. Luego todo volvió a la normalidad. Entonces advertí en mi amiga, ya «reencarnada», no más que una leve y común expresión de sorpresa por mi repentina aparición a su lado. Mi primera conclusión fue: «esto no es ya Victoria. Esto es otra cosa; más grande, más importante, que está más allá de ella y de tu amor».

Por supuesto, habíamos tenido contacto físico los dos en multitud de ocasiones, como ocurre siempre en el contexto de la amistad. Pero es obvio que en aquella oportunidad mi estado previo de, digamos, recogimiento erótico-romántico, a modo de incubación, propició que ascendiera desde lo inconsciente profundo este contenido avasallador.

Mi intelecto consciente estaba vacío de consideraciones sobre lo mitológico, lo esotérico y la psicología analítica. Pero mi intuición, como digo, supo captar inmediatamente la dirección correcta hacia la que apuntaba la visión. Bueno, ese es el oficio de la intuición, precisamente. En mí y en todos. Aunque algo así podría, en otro carácter, con otra «sintonización» intuitiva sólo levemente distinta, convocar una fuerte vocación hacia la cardiología, por ejemplo. Sin embargo, la intuición por sí sola apenas puede remontarse por encima de lo artístico. Si no se alía con otras cualidades e instrumentos de la personalidad, sólo puede convocar hacia este tipo de cosas una especie de, precisamente, enamoramiento platónico, que no acaba nunca de transformar plenamente la realidad del sujeto. Crea en él una sensibilidad especial, una lúcida añoranza íntima, que incluso le puede dar mucho dinero y éxito, si decide venderla como artista, pero la vida real, la contante y sonante, lo que existe más acá del cuadro, la película y la escultura, transcurre encauzada en los raíles del pragmatismo y no más allá de la ordinariez. Quizás haya un matrimonio con la Victoria de turno, con la musa, que al poco tiempo aparecerá como vacía, como sin sangre en las venas. Entonces será la oportuna amante la que porte una cabellera mágica.

La obra de arte es, la inmensa mayoría de las veces, una expresión de la sabiduría que aún no se comprende y de la vida que aún falta por vivir. Nos hemos acostumbrado a no esperar del arte que transforme el mundo, pero el lugar hacia el que él nos conduce sí tiene como vocación y misión el hacerlo.

Algunos años después, cuando mi vida había dado ya un giro de 180º (para bien, para mal), cayó en mis manos el texto de Jung que he citado arriba, con su apasionado discurso sobre el anima, la vida y la sangre. Mi intuición se sintió como en casa y mi intelecto, aliado con ella, ya estaba preparado para entender bastante mejor los significados y las implicaciones de algo así.

Bob Fosse fue un muy inspirado artista. Bailarín, coreógrafo, director de cine… Un gigantesco showman. Muchos dirán que Cabaret es su obra maestra, pero yo opino que la cumbre de su arte y su intuición, que es bien profunda, está en All That Jazz, de 1979. Ésta producción tiene las cualidades visionarias y proféticas que normalmente se dan en la última obra, o en la obra póstuma, de un genuino creador, aunque a él aún le quedaba por filmar alguna película más. De marcadísimo carácter autobiográfico, con ella predijo incluso cómo sería su muerte, acaecida ocho años después.

Luego de todo lo que acabo de contar, creo que nadie puede sorprenderse de que el número final y central de All That Jazz suponga para mí un elemento fascinador quizás tan poderoso como lo fue para Fosse. Es una coreografía absolutamente dedicada al anima, y en ella aparecen representadas no sólo una, sino dos «Victorias cardiovascularmente transfiguradas». Jessica Lange, que hace el papel de anima Muerte, la Diosa Madre que estuvo al principio y estará al final, es la Deméter que preside la muerte/renacimiento iniciática que representa esta escena, a modo de ritual eleusino. En efecto: si elevamos la captación intuitiva por encima de lo aparente (cosa que en este caso no implica ningún esfuerzo, porque Bob lo da todo mascado), vemos que mientras el número nos habla explícitamente de la muerte física, está contándonos al mismo tiempo sobre el deceso de un frívolo y ordinario ego de showman travieso y pícaro, que escapa así de la mentira de su vida y accede, por fin, a la añorada verdad. Es la escenografía de una redención. Roy Scheider, el actor, con su mercurial aspecto, su mefistofélico aspecto (no le falta aquí ni la diabólica perilla pelirroja), presta su ideal figura para representar a Joe Gideon, el puer eterno uraniano, indiscriminadamente creativo y «excesivamente generoso con su falo». Es el puer eterno en su versión de donjuán: el que busca al anima compulsivamente conquistando mujer tras mujer, mientras que todas acaban resultándole rápidamente indiferentes porque no la encuentra en ninguna.

Ésta es la maldición no sólo del donjuán, o del artista, sino del ser humano en general. La maldición de una búsqueda eternamente insatisfecha. Nuestra conciencia es lo suficientememente aguda para darnos a conocer de la realidad todo lo que nuestros deseos quieren satisfacer. Pero no lo que nuestro inquieto espíritu necesita y barrunta. Hubiera sido más piadoso haber frenado la evolución en la conciencia animal, que parece sentir curiosidad por nada más que aquello que es útil a la mera supervivencia física.

A la coreografía no le falta un detalle: tenemos también a la sombra, representada por el actor de color Ben Vereen, que precisamente fue aquel que actuó como Judas en Jesucristo Superstar sólo unos años antes. El grupo musical está situado arriba, por encima del escenario, a modo de jueces-testigos que tocan ex cathedra, algo así como un coro griego posicionado en la autoridad de un Olimpo. Las dos «Victorias arteriadas» explicitan la duplicidad del anima que más cerca de la conciencia está, el anima en su aspecto más personal. Su belleza está más allá del bien y del mal. Gideon va a morir, y ellas son la Salud, la Vida. El anima Muerte es la unificación de las dos, en el arquetipo de la esposa mística, lista para el Hierosgamos. En ella la intuición de Fosse alcanza su límite en la percepción del Sí mismo.

La canción es un precioso y muy libre arreglo de letra y música del éxito de 1957 «Bye bye love», de los Everly Brothers.

All That Jazz tiene mucho que envidiarle al Turandot de Puccini. Pero… no demasiado.

Esta obra se estrenó en 1979. Es anterior a mi alucinada experiencia. Es lícito pensar que el impacto numinoso de su contenido me conmoviera lo inconsciente vía subliminal allá en la infancia y hubiese quedado todo agazapado desde entonces, esperando la oportunidad de saltar a la luz en cualquier momento posterior. Sin embargo, nunca pude establecer tal conexión directa de causa y efecto a la hora de investigar la etiología de mi visión, dentro de mi autoanálisis. De todos modos, huevo o gallina, el auténtico principio de algo así no puede descansar en otra cosa que el Arquetipo. ¿A cuento de qué si no se volvería tan importante un mero baile de Broadway para una psique?

Esta entrada fue modificada en 7 julio 2018 11:49

Raúl Ortega: Soñador e intérprete de sueños. Batería. Melómano del funk y el jazz. Creador y curador de Odisea del Alma. Ensayista. Terapeuta de orientación junguiana. Programador y desarrollador web. Criador de aves exóticas. Devorador de berenjenas y brevas. Bebedor de Ribera del Duero. Paradigmático puer aeternus. Hippie extemporáneo en formación continua.