El fuego de los filósofos. Desmontando a Darwin II. Segunda parte

Viene de El fuego de los filósofos. Desmontando a Darwin II. Primera Parte.

Desde: «El fuego secreto de los filósofos». Ed. Atalanta. ISBN: 9788493778422 . Barcelona, 2010.

Capítulo 13
La transmutación de las especies

Los hechos de la vida

Un número sorprendente de personas cree que los seres humanos descienden de hombres del espacio que aterrizaron en la tierra y que, como los misteriosos nefilim del Génesis, «se unieron a las hijas de los hombres». Podemos sonreír ante este mito, pero no es especialmente ridículo. Todas las culturas tradicionales creen que son descendientes de dioses, humanos divinos como los antepasados o animales divinos, muchos de los cuales vinieron del cielo. Naturalmente, no comprendemos a los clanes que reclaman descender de un leopardo o de un oso, porque pensamos que ellos creen en una descendencia biológica literal, lo que no es cierto. Son los occidentales quienes toman literalmente sus mitos de procedencia, de manera que, cuando dejamos de creer que descendemos literalmente de Adán y Eva, que fueron creados según el arzobispo Ussher de Armagh en el año 4004 a. C, sin demasiado esfuerzo pasamos a creer que descendemos del mono. Los pueblos tribales entenderían por ello antepasados monos divinos, pero ¿monos reales…? Serían ellos los que sonreirían. La última risa superior es la nuestra, desde luego, porque, a diferencia de los ingenuos pueblos tribales y los chiflados que hablan de extraterrestres, nosotros tenemos una teoría científica sobre nuestros orígenes: la evolución.

En 1992, un escritor científico llamado Richard Milton publicó un libro, The Facts of Life, que cuestionaba la validez científica de la teoría de la evolución. Cuando leí una reseña de Richard Dawkins, que describía el libro como «disparatado», «estúpido» y «baboso», y a su autor como alguien que «precisa asistencia psiquiátrica», me sentí naturalmente agradecido hacia Dawkins por llamar mi atención, a través de su crítica cuidadosamente razonada, hacia una obra que de otra manera me podría haber pasado inadvertida. Mr. Milton resultó estar desconcertantemente sano. Escribió su libro como un padre preocupado porque a su hija le habían enseñando una teoría como si fuera la verdad del Evangelio. No hay, dice, pruebas suficientes para establecer que la teoría de la evolución sea una realidad.

La teoría, como todo el mundo sabe, afirma que todos los organismos del planeta han evolucionado por «mutación fortuita». De vez en cuando, un miembro de una especie nace por accidente con alguna característica que le da una ventaja sobre sus vecinos, como un cuello ligeramente más largo que le permite comer follaje de una parte más alta del árbol. La selección natural hace el resto, y la evolución produce una jirafa. Por eso, en el curso de millones de años hay lo que en la época de Darwin se llamaba una gradual «transmutación de las especies», por medio de la cual todo lo que ahora está vivo evolucionó de algún antepasado común, como un sencillo organismo del mar. Muchas especies no sobrevivieron, sino que fueron eliminadas por la selección natural {así lo cuenta el cuento); y conservamos sus restos fósiles -todos los dinosaurios, por ejemplo- para probarlo.

Un hecho crucial es que la teoría predice inmensas cantidades de fósiles, como invertebrados con rudimentarias espinas dorsales, peces con patas, reptiles con alas medio formadas, es decir, fósiles de todas las especies de transición que relacionan los peces con los reptiles, y a los reptiles con las aves y los mamíferos. Predice aún más fósiles de todas las especies intermedias entre los primeros mamífieros conocidos (posiblemente un pequeño roedor) y nosotros mismos. Así mismo, predice más fósiles de todas aquellas especies intermedias que no sobrevivieron, los monstruos que fortuitamente experimentaron un cambio sin salida. Sin embargo, no tenemos ni uno solo de tales fósiles (bien, tal vez haya uno, y ya hablaré de ello).

La falta de fósiles desconcertó a Darwin y a sus colegas, pero supusieron que finalmente aparecerían las pruebas. Hemos estado buscando en todos los lugares posibles durante más de cien años y todavía no hemos encontrado ningún fósil correspondiente a esas especies de transición (salvo, quizá, uno). Ni se tiene noticia de ninguna especie de transición viva en la actualidad. ¿Cuándo dejaremos de promulgar la evolución como un hecho probado?, pregunta Milton, al que también molesta con toda razón el fervor religioso con que se promueve la teoría y la manera en que cualquier disidente es desautorizado, o se le niega el acceso a las publicaciones científicas. Él mismo no pretende saber cómo apareció la vida que conocemos. Categóricamente, no es un creacionista (un creyente en la verdad literal del relato bíblico de la creación). Sin duda quedaría espantado por mi propia glosa del evolucionismo. Simplemente, deplora «hasta qué punto el darwinismo ideológico ha reemplazado al darwinismo científico en nuestro sistema educativo».

El fervor de una ideología puede a veces llevar a sus partidarios a decir verdades a medias, e incluso a tratar de hacer juegos de manos con las pruebas. Los evolucionistas están naturalmente dispuestos a mostrarnos una «secuencia evolutiva». Pero la única con un número decente de «pasos» -es la prueba clásica- muestra unos caballos evolucionando en línea recta. Fue construida apresuradamente y, a medida que fueron apareciendo más fósiles, resultó que la evolución no había sido en absoluto lineal ni ascendente, sino que (con referencia al tamaño solamente) los caballos habían sido más altos en un principio, pero luego eran de nuevo más bajos con el paso del tiempo. Además, aunque existen similitudes entre, digamos, los dos primeros caballos de la «secuencia», Eobippus y Mesohippus, las diferencias son todavía mayores; y no hay pruebas de ninguna especie que los conecte. La sugerencia de que forman una cadena evolutiva «no es una teoría científica, es un acto de fe». Felizmente, hay un «eslabón perdido» en el que descansa en gran parte la teoría de la evolución: el Archaeopteryx.

En 1861, unos canteros de Solnhofen, en Baviera -zona conocida por sus fósiles-, partieron una piedra que contenía un Compsognathus fosilizado, un dinosaurio del tamaño de una paloma. Sorprendentemente, tenía plumas. O, al menos, tenía plumas cuando fue vendido al Museo Británico…

Llamado Archaeopteryx, el fósil era tal vez la prueba no sólo de una especie de transición, sino también del momento en que los reptiles se transformaron en aves. Sus características de reptil incluían garras «rudimentarias», dientes y una cola ósea. Sus características aviares eran las «plumas y alas verdaderas», y posiblemente su
espoleta, análoga a la clavícula de los mamíferos, que no tienen los dinosaurios. Sin embargo, no poseía los poderosos músculos pectorales necesarios para volar, así que debía de haber sido un planeador o, si no, algo que se parecía un poco a un pollo. En resumen, podía ser un dinosaurio con alas o un ave dentada de cola ósea, dependiendo de cómo lo miremos, aunque el supuesto pájaro lucia el que evolucionó (Protoavis) ha sido descubierto en Texas en lechos considerados setenta y cinco millones de años más antiguos que aquellos en los que se encontró el Archaeopteryx. Por último, se debe recordar que el Archaeopteryx es un «eslabón perdido» sólo conjeturalmente. Como el resto de las especies, está aislado en el registro de fósiles, sin ninguna huella de antepasados o descendientes inmediatos.

El Archaeopteryx es ambiguo, elude la interpretación, cambia de forma entre ave y reptil según el observador. Visto desde la fe neodarwinista, es un ser intermedio entre ave y reptil. En otras palabras, cumple todas las funciones de un daimon, igual que hacen todos los eslabones perdidos. Son intrínsecamente borrosos, abiertos a diferentes lecturas interpretativas. Son incluso turbios, como el eslabón perdido entre los humanos y los monos que se encontró en un pozo de grava en Sussex en 1912. Un fragmento de caja de cráneo humano y una quijada de mono proporcionaron la base para una «reconstrucción» del hombre de Piltdown. Cuando cuarenta años más tarde se demostró que era un engaño, se puso claramente de manifiesto que los científicos pueden ser tan crédulos como cualquiera. Cuando aparecen pruebas para su ideología, ven lo que esperan y desean ver.

Si, por ejemplo, se mira el Archaeopteryx a través de los ojos de los profesores antidarwinistas Fred Hoyle y Chandra Wickramasinghe, se ve de inmediato que es un fraude. Las plumas son totalmente modernas y quedan impecablemente alineadas en un plano, mientras que la roca en la que está el fósil ha sido partida con tan improbable precisión por el centro de las plumas, que el dibujo de las dendritas en la roca natural está únicamente ausente en las zonas emplumadas. Las plumas no están siquiera arraigadas en la cola, sino meramente a su alrededor. El Archaeopteryx es un auténtico Compsognathus fósil, afirman los profesores, al que se han añadido las marcas de las plumas, tarea sencilla si se imprime un poco de pasta y piedra pulverizada.

El primer Archaeopteryx fue conseguido por Karl Haberlein y vendido al Museo Británico por una gran suma de dinero dos años después de la publicación de El origen de las especies de Darwin. Fue una singular casualidad, pues el principal propagandista de Darwin, T. H. Huxley, acababa de reflexionar sobre que las aves debían de descender de los reptiles y que un día aparecería un reptil emplumado. Y apareció, casi idéntico a la descripción de Huxley. Desgraciadamente, la cabeza de este primer Archaeopteryx estaba destrozada, de manera que era imposible llegar a una conclusión sobre la cuestión crucial de la presencia o ausencia de dientes. Por suerte, como para colocar el asunto decisivamente a favor de los darwinistas, dieciséis años más tarde apareció otro Archaeopteryx. Fue descubierto por Ernst Haberlein, hijo de Karl, que también consiguió una gran cantidad de dinero por él. ¿Suerte? ¿Coincidencia? ¿O el caso de un padre que transmite sus habilidades, algunas de ellas arqueológicas, al hijo?

Hay otros pocos Archaeopteryx, pero son o bien «reclasificaciones» de Compsognathus fósiles o bien exiguos restos igualmente interpretados por el ojo de la fe. Los recientes descubrimientos en China, en la década de 1990, de dos reptiles del tamaño de un pavo, emplumados pero incapaces de volar, denominados respectivamente Protoarchaeopteryx robusta (pues se cree que es un antecesor del Archaeopteryx) y Caudipteryx (debido a las plumas de la cola) han sido recibidos como nuevas pruebas de que las aves descienden de los dinosaurios. Pero en realidad sólo hay pruebas de que algunos dinosaurios pequeños, incluido tal vez el Archaeopteryx, tenían plumas, pero no para volar, sino posiblemente como aislante, camuflaje, o tal vez como una broma, y sin necesidad de estar relacionados con las aves.

Evolución e involución

¿Por qué los evolucionistas creen en su teoría contra lodas las pruebas? En parte, supongo, porque no existe ninguna historia alternativa creíble; sobre todo, porque es un poderoso mito de creación que exige ser creído implícitamente.

El análisis estructural ya ha demostrado cómo mitos que pueden parecer muy diferentes en la superficie son en realidad variantes del mismo mito. Simplemente, son transformados según ciertas reglas arquetípicas. Esto es cierto en los mitos de evolución e involución.

Tradicionalmente, los mitos de creación son involutivos. Describen cómo descendemos de dioses o de antepasados divinos, y nuestro estado presente es una caída, una regresión desde la perfección del pasado. Somos inferiores a nuestros antepasados. Nuestra misión es recrear las condiciones del Edén o de la Arcadia, el estado de la armonía pasada.

Sólo nuestro mito científico occidental es evolutivo. Describe cómo hemos ascendido desde los animales hasta nuestro presente estado avanzado, progresando desde la imperfección del pasado. Somos superiores a nuestros ancestros. Nuestra tarea es crear las condiciones de la Nueva Jerusalén o Utopía, el estado de la armonía futura.

Observamos que los dos mitos son, como ocurre muy a menudo, simétricos pero invertidos. Así, mientras el mito evolutivo pretende que no es un mito en absoluto, sino historia, que reemplaza a todos los demás mitos, vemos que en realidad es una variante del mito involutivo, una variante excéntrica que quiere que se la tome literalmente.

El evolucionismo coloca a los humanos en la copa del árbol, posición que con anterioridad ocupaban los dioses. También nos dota de los poderes divinos de razón, etc. Pero afirma, al mismo tiempo, que somos sólo animales, un producto meramente biológico. En otras palabras, hemos «ascendido» para convertirnos en los «animales divinos» de los que tantas culturas tradicionales dicen descender.

El lugar en que realmente se produce la «transmutación de las especies» no es la naturaleza, sino el mito. Especies de dioses y dáimones siempre se están apareciendo a los seres humanos en forma animal. Brujas y chamanes asumen forma de animales, y algunos animales se quitan la piel para asumir forma humana. El intercambio de humanos y animales es una metáfora de la relación recíproca entre este mundo y el Otro, de la manera en que cada uno fluye en el otro. Antiguamente, creíamos en hombres lobo; las tribus africanas todavía creen rutinariamente en hombres leopardo o en hombres cocodrilo. Actualmente, nosotros creemos en hombres mono. El mito no plantea ninguna objeción a la transformación de un mono en un hombre, o viceversa; pero sólo a los evolucionistas se les ocurriría entender esto literalmente; la transmutación de las especies es una literalización del cambio de forma daimónico.

Las especies de transición abundan en el mito, donde no sólo tenemos hombres-animal, sino también centauros, sátiros, faunos, sirenas, etc.; pero están ausentes en la realidad. La evolución actúa imaginativamente, pero no literalmente. La búsqueda del mágico hombre mono, o «eslabón perdido» que transformará el mito en historia, tiendee a seguir la misma secuencia de acontecimientos: se encuentra un diente o un hueso y se saluda con excitación como prueba del eslabón perdido. Pasa el tiempo y se lo clasifica a regañadientes como de hombre o de mono.

Eslabones perdidos

La búsqueda de «eslabones perdidos» en la cadena evolutiva se puede remontar hasta la doctrina escolástica -axiomática durante más de mil años- de que «la naturaleza no da saltos». Esto a su vez repetía el principio filosófico de continuidad, que afirmaba que no hay ninguna transición abrupta de un orden de realidad a otro. A su vez, este principio era idéntico a la ley del término medio formulada por el filósofo neoplatónico Jámblico, que sostenía que «dos términos disímiles deben estar unidos por otro intermedio que tenga algo en común con cada uno de ellos». Cita como ejemplo el papel de los dáimones que median entre dioses y hombres, e igualmente el papel del alma, mediadora entre la eternidad y el tiempo, y entre el mundo sensible y el inteligible. Oculta en la teoría de la evolución hay, por tanto, una doctrina de los dáimones que debe más a la tradición que al empirismo.

Pero aparte de esta especie de precedente filosófico de los «eslabones perdidos», lo que parece suceder es simplemente que la necesidad de continuidad ejerce tanta fascinación arquetípica sobre la imaginación como pueda ejercer la idea del cambio de forma. Construimos siempre una serie de vínculos entre nosotros y los dioses (o lo que pensemos que es el fondo de nuestro ser), como las emanaciones neoplatónicas, la Cadena del Ser medieval o los santos, los ángeles y la Santísima Virgen del catolicismo romano.

Cuando el protestantismo y, más tarde, el deísmo del siglo XVIII suprimieron los vínculos entre nosotros y Dios, fue más fácil dejar de creer en Él; pero también quedó un vacío que clamaba por ser llenado con alguna nueva cadena del ser, y la teoría de la evolución cumplía exactamente los requisitos. El modelo de la cadena evolutiva no era sin embargo teológico ni filosófico. Era la imagen especular de esa cadena involutiva que en las sociedades tradicionales proporcionan las genealogías. Cuando remontamos hacia atrás, hacia nuestros orígenes, hasta los dioses o los antepasados, derivamos de un modo correcto la historia del mito, que por tradición siempre es anterior. El evolucionismo trata, incorrectamente, de literalizar el mito convirtiéndolo en historia.

En la época de Darwín la genealogía era, por decirlo así, la visión ortodoxa normal de la evolución: todos éramos descendientes de Adán y Eva. En vez de desliteralizar esta versión involutiva fundamentalista de los acontecimientos devolviéndola al mito, el evolucionismo se fue al polo opuesto, igualmente literal, insistiendo en una versión evolutiva fundamentalista. El atolladero continúa hasta hoy, con los darwinistas llevándose a matar con los creacionistas, a los que no hay forma de hacer desaparecer. En octubre de 1999, el Consejo de Escuelas de Kansas votó la eliminación de la enseñanza de la teoría de la evolución del curriculum escolar.

El sacerdocio científico

¿Pero a qué nos une la cadena evolutiva, si no es a Adán y Eva? La respuesta darwinista, por supuesto, es que nos une a un antepasado simiesco en primera instancia, y finalmente a moléculas de proteínas en el océano primitivo. La respuesta psicológica es que nos vincula a una versión simétrica pero invertida del Dios trascendente que ha sido abolido: es decir, nos vincula a una diosa inmanente. Los darwinistas no son conscientes de ella, pero está presente en la visión de Darwin de la naturaleza como un poder cruel, que sus sucesores han heredado. Todavía hoy ven la naturaleza a la luz romántica, sin ser conscientes de ello, como la fuente incontenible de todas las formas de vida («por medio de su fertilidad prodigiosa, sus poderes de variación espontánea y sus poderes de selección», puede hacer todo lo que Dios hizo). Cuando Jacques Monod escribió sobre los «inagotables recursos del pozo del azar», estaba utilizando una metáfora que tradicionalmente pertenece a la Creadora, en su manifestación como Alma del Mundo.

La diosa está particularmente presente en cualquier ideología que enfatice el crecimiento y el desarrollo. Como James Hillman ha observado, «los términos evolutivos de la biología darwinista […] se armonizan con la persona del arquetipo de la madre». Es su perspectiva la que «aparece en las hipótesis sobre los orígenes de la vida humana, la naturaleza de la materia y la generación del mundo». Si ella era el arquetipo que estaba detrás del modelo de evolución en forma de arbusto planteado por Darwin, «una rica radiación de formas variadas», fue otro arquetipo -el apolíneo- el que cambió este modelo en algo que Darwin nunca pretendió. La evolución llegó a identificarse no sólo con el crecimiento, sino con el crecimiento ascendente, una «escalera mecánica» hacia una mejora cada vez mayor. Parecía ofrecer así la prueba biológica de la creencia ilustrada de que el género humano sigue el mismo modelo de crecimiento que el individuo. De este modo, los discípulos de Darwin vieron claramente una progresión desde las infantiles culturas nativas a las más maduras culturas occidentales, hasta llegar a la más madura cultura occidental -la británica-, y a los individuos más desarrollados en esa cultura, a saber, los científicos británicos, que, por una feliz coincidencia, resultaron ser ellos mismos.

De esta manera, los científicos se convirtieron en una nueva clase de sacerdocio del que fluía toda autoridad. Ellos mismos fueron muy explícitos sobre este punto, promoviendo sin ironía la teoría de la evolución como un nuevo «evangelio». Seguidores de Darwin, como Hooker, Tyndall, Spencer y Huxley, se integraron en un enclave secreto -el X club- con la deliberada intención de tomar el poder en la Royal Society, comprometiéndose a «colocar un sacerdocio intelectual a la cabeza de la cultura inglesa». Las religiones no necesitan una prueba científica, y la suya tampoco: la verdad de la evolución era realmente una revelación de la diosa por la que habían sido apresados de modo inconsciente.

Y esa revelación es verdadera, aunque sólo sea porque todas las historias, incluso las más sorprendentes, encarnan una verdad imaginativa. «Todo lo que puede ser creído -afirmó Blake- es una imagen de la verdad.». Los evolucionistas son culpables de idolatría, no porque adoren imágenes falsas, sino porque falsamente adoran una sola imagen, fijando la riqueza de las metáforas de la naturaleza en un modo único y rígido y obstruyendo así el fluido y oceánico juego de ía imaginación, tan espantosa para Darwin y, sin embargo, tan esencial para la salud del alma.

Genes como dáimones

Según Platón, al nacer se nos asigna al azar un daimon que determina nuestro destino. Representa, en otras palabras, esa combinación de azar y necesidad que Jacques Monod, en el influyente libro del mismo título, atribuye a los mecanismos clave de la evolución (mutación genética fortuita = azar; selección natural = necesidad). Monod parece pensar que se trata de principios científicos neutrales, libres de cualquier valoración, pero, desde luego, no lo son: son la «diosa» habitual en dos de sus apariencias más antiguas. El azar es la ciega diosa Fortuna, a la que los científicos reconocen inconscientemente cuando, como hacen a menudo, califican el azar de «ciego», lo que ningún principio abstracto podría ser. Además, el azar es precisamente de lo que se supone que nos salva una hipótesis científica. Al menos debería ser tratado como una hipótesis que hay que establecer. En lugar de eso, el azar se da acientíficamente por supuesto, como trasfondo sobre el que se desarrolla cualquier investigación. En pocas palabras, es una creencia.

La necesidad es a veces la todopoderosa diosa Ananke, a veces las tres Moiras que hilan, enrollan y cortan el hilo de nuestra vida. Son ellas quienes nos dan nuestros dáimones bajo el aspecto de azar y necesidad. Pero los dáimones encarnan también aspectos opuestos: telos, o propósito, opuesto a azar, y libertad, opuesta a necesidad.

El daimon es nuestro esquema imaginativo. Impone el mito personal que representamos en el curso de nuestra vida; es la voz que nos llama a nuestra vocación. Todos los hombres y mujeres daimónicos son conscientes de sus dáimones personales y de sus paradojas. Yeats y Jung decían tener dáimones que les conducían despiadadamente hacia la autorrealización -a menudo, les parecía, contra su voluntad-, y que daban libertad a cambio de un duro servicio. El mismo lenguaje de conducción despiadada y necesidad brutal, pero sin el sentido y la libertad concomitantes, es utilizado por los biólogos para describir los genes.

Los genes son dáimones tomados literalmente. Por supuesto, no estoy afirmando que no existan; pero estoy lejos de ser el único que dice que su función y significado no son tan bien comprendidos como pretenden los sociobiólogos. Son entidades oscuras, fronterizas, evasivas, ambiguas -a juzgar por los grandes desacuerdos que existen sobre ellas- y, como tales, satisfacen los criterios daimónicos.

Preocupan poderosamente a Richard Dawkins, un defensor eminente del evolucionismo. En un lenguaje notable por su antropomorfismo primitivo, afirma que los genes «crean la forma», «moldean la materia», «escogen» e incluso emprenden «carreras de armamentos evolutivas». Como los demonios, los genes «egoístas» «nos poseen». Ellos son «los inmortales». Nosotros somos «torpes robots» cuyos genes «nos crearon en cuerpo y alma». Sin duda, esto parece más un sermón que una explicación científica. Ciertamente, demuestra la ubicuidad de los dáimones, incluso (especialmente) cuando la literalización les impide ser reconocidos como tales. Tradicionalmente, nuestro cuerpo ha sido considerado el vehículo de nuestro daimon personal, nuestra alma o «sí superior». Ahora, por una divertida inversión, se nos pide que creamos que nuestros atributos más preciados están simplemente al servicio de los genes: «Son realmente nuestros genes los que se propagan a través de nosotros. Nosotros sólo somos sus instrumentos, sus vehículos provisionales…». A partir de esta ideología extremista, no resulta sorprendente que los sociobiólogos quieran creer que la ingeniería genética lo resolverá todo, desde el cáncer hasta la adicción a las drogas y el paro. Pero, como señala el genetista de Harvard R. C. Lewontin, no sólo esta ideología es irreal, sino que todas sus «explicaciones de la evolución de la conducta humana son como las historias de Rudyard Kipling en Just so, acerca de cómo el camello consiguió su joroba».

Los lectores de esta web ya están de sobra acostumbrados a argumentos similares a los que emplea Harpur para atacar al cientifismo moderno, ensañados los junguianos especialmente con pilares de nuestro paradigma como son el darwinismo y ciertos postulados centrales astrofísicos. Se trata de la batalla en el corazón de los paradigmas, que siempre es su mito genésico, su mito de creación. Sin embargo, en esta cruzada contra el darwinismo considero que lo más importante está aún por decir. Así que me temo que habrá finalmente una tercera parte, de mi exclusiva autoría. Ya que aún no he encontrado autores (no ha querido la casualidad -aunque quizás sí que conozco ya a uno, y es egregio-) que aborden el tema desde esa perspectiva que a mi entender es la definitiva.

Me detengo ahora en una cuestión destacada por este autor que me parece especialmente espeluznante: el fraude científico. Estoy de sobra familiarizado con las denuncias que cada día se universalizan más sobre la falsedad que se infiltra en la producción científica, alentada por el fanatismo, la mera competitividad, o empujada desde los oscuros hilos del interés industrial que se mueven por detrás de las investigaciones; también es un tema recurrente en esta web. Pero las dudas alrededor de mi amado Archaeopteryx son un golpe bastante duro. Este animal es un héroe infantil para bastantes generaciones, a la altura del Tyrannosaurus. Recuerdo que de pequeño lo veía aparecer como estrella una y otra vez en todas las enciclopedias de historia natural que me bebía apasionadamente. Y ahora entendemos que probablemente fuera así debido a una singular propaganda… Debido a que pudiera ser no otra cosa que un producto muy bien publicitado. Definitivamente, uno se siente como al descubrir la verdad de los Reyes Magos. Hay que reconocer que, de ser en efecto las cosas de esta guisa, la campaña ha sido un gigantesco éxito.  

Historias como ésta son el exacto paralelo dentro del paradigma cientifista de los fraudes alrededor de las reliquias religiosas tan típicos dentro de la cristiandad. Patrick Harpur nos coloca frente al Archaeopteryx como ante la Sábana Santa. No podemos poner la mano en el fuego por nada.

Esta entrada fue modificada en 6 junio 2015 23:03

Raúl Ortega: Soñador e intérprete de sueños. Batería. Melómano del funk y el jazz. Creador y curador de Odisea del Alma. Ensayista. Terapeuta de orientación junguiana. Programador y desarrollador web. Criador de aves exóticas. Devorador de berenjenas y brevas. Bebedor de Ribera del Duero. Paradigmático puer aeternus. Hippie extemporáneo en formación continua.

Ver Comentarios (1)

  • Hola Raúl:

    Qué buena entrada la de hoy. Enlaza muy bien con la que he publicado hace unos días.

    Hay un libro muy interesante sobre esta temática titulado Metafísica del Sexo, que recomiendo a quienes estén interesados en ir descorriendo velos sobre la teoría de la evolución.

    Un abrazo

    JOsé