La gente suele hacer planes. Todas las construcciones personales y sociales, desde lo mental a lo material, han participado de una estrategia arquitectónica. Normalmente se trata de descartar en todo momento la injerencia del temido azar, pues el ser humano, desde mucho antes que la Física convirtiera en Segunda ley de la termodinámica el concepto de entropía, siente pavor ante la reconocible tendencia al caos que tiene todo el Universo cuando se abandona a su pura suerte. Sin embargo, no es menos evidente que ciertos sucesos de sin par trascendencia en nuestras vidas están librados al capricho del destino. No elegimos patria, ni familia, ni cuerpo, ni carácter, para empezar. El amor y sus imprevisibles consecuencias suelen asaltarnos a la vuelta de la esquina como embozado ladrón. Un cúmulo de accidentes, menores o mayores, acaban desviando nuestra trayectoria vital de un modo tal que es imposible que los tratemos como meras contingencias. El sentido común aconseja, frente a este estado de cosas, que redoblemos siempre el empeño de nuestra diligente voluntad frente al ataque constante de tanto caos. El sentido común no se fía de la suerte ni aún cuando reconoce que a veces los accidentes, como los premios de la lotería, son regalos y no castigos.
Pero hay quienes se guían, obligados desde los azares de su propio carácter, por un sentido algo fuera de lo común. Hay ciertos congéneres que no están plenamente de acuerdo con el Segundo principio, y más bien andan convencidos de que el Universo librado a su pura suerte se acaba convirtiendo en lo que, de hecho, es: un Cosmos ordenado de un modo muy complejo y preciso. Para esta minoría la realidad de que la Naturaleza por sí sola se estructura en sistemas complejos plenos de sentido y coherencia, mucho más allá del planificador utilitarismo humano (a menudo dolorosamente), y contradiciendo la tendencia a la disolución y el sinsentido que predice la ciencia, es decisiva; es decir, interviene de un modo muy activo en sus decisiones. Para estas personas, el no hacer demasiados planes es el mejor y más sofitiscado plan.
A la postre, no sólo esta bizarra minoría étnica, sino toda la Humanidad en general, está obligada a aceptar la evidencia de que la Naturaleza construye accidentalmente catedrales de una envergadura y majestuosidad tales que ni el más audaz sueño del más avezado de nuestros ingenieros podrá jamás abarcar. Aún cuando la mayor parte del tiempo no sepamos, penosamente, qué se venera exactamente en esos templos, y a menudo tengamos la impresión de que parecieran acoger algún tipo de culto a Satán.
Desde esta perspectiva antientrópica valoro la cadena de pequeños sucesos fortuitos que nos acabaron trayendo a las manos de un pequeño grupúsculo fraternal, dentro de esa minoría étnica, el libro y el autor de los que hoy quiero hablar aquí. La Naturaleza no descansa, y este tipo de cadena de sucesos sólo aparentemente casuales está ocurriendo constantemente, nos demos cuenta o no. Siempre fluye copiosa la fuerza inteligente natural que acaba llevando las bolas en los tableros de billar cósmicos al agüjero por el que tienen que caer. Pero me he tomado el interés de subrayar este caso ahora, en particular, porque se trata de una bola de billar bastante especial.
Patrick Harpur es un escritor y conferenciante inglés, nacido en Windsor en 1950. Empezó su carrera como novelista, y en 1990 publicó «Mercurius. The Marriage of Heaven and Earth«, que se acabó convirtiendo en un libro de culto. En 1995 empieza realmente lo bueno, cuando se lanza al ensayo con «Realidad daimónica» [reseña en el link], y en 2002 publica el libro que hoy nos convoca aquí: «El fuego secreto de los filósofos«, del que confieso no tenía ni idea un par de semanas atrás. El señor Harpur, hasta donde sé, no es un analista junguiano ni tiene ninguna implicación con el aspecto clínico de lo junguiano, pero sí que es un pensador junguiano. Se le nota bastante influido, sobre todo, por la escuela arquetipal. No es mi corriente, pero eso no tiene ahora más relevancia. Lo importante es que él ha cogido el toro por los cuernos y está haciendo con lo junguiano algo que, en mi opinión, es prioritario hacer, independientemente de la escuela a la que se pertenezca: filosofía, ideología. Política.
La terapia no es la máxima responsabilidad que nos echa encima el saber científico de los arquetipos. Tampoco lo es la enseñanza, por más útil que ésta sea incluso sobre la primera. El gran compromiso nos ata con la sociedad y la Historia. Lo primero que un junguiano tiene que reconocer y acatar es el explícito alcance del atributo colectivo de lo inconsciente. Sea para rechazar la sociedad actual, sea para tratar de transformarla, la prioridad junguiana es tener una postura ideológica sobre ello. Después, la divulgación no es importante si se hace a pequeña o gran escala. Lo mejor es que a menudo ocurre por sí sola.
Saber algo de la naturaleza humana (por ende, de las sociedades y sus entresijos -y, siguiendo al oráculo, de los dioses y el Universo todo-) es lo más serio y grave que se puede atesorar como conocimiento. Recordemos la obviedad de que en un paradigma cientifista como el nuestro son las ciencias sociales en general y la psicología en particular las que heredan esa capacidad de influir inmediatamente en los códigos éticos, y, por lo tanto, legales, de los pueblos, que tiene la teología en los paradigmas religiosos. Profundizar en la Physis con fórmulas matemáticas transforma rápida y radicalmente nuestros sistemas de producción, pero sólo cuando la ciencia se ocupa explícitamente del quiénes somos la estructura social en sí misma es transformada. Desafortunadamente, es intrínseco que los saberes pierdan exactitud cuando se acercan a lo trascendente. Psyché es refractaria a ser atrapada por el cazamariposas matemático. No es un problema de endeblez científica en las Humanidades, sino que se debe a la inasible reciedumbre de los objetos a los que tratan de aplicarse.
En El fuego secreto de los filósofos Patrick acomete una deconstrucción de los pilares de nuestro paradigma contrastando sus valores con aquellos que nos explicitan los mitos religiosos, entendidos estos desde la perspectiva ontológica junguiana. Ni más ni menos que en los mismos términos a los que ya están acostumbrados los navegantes de esta web, pero refrescando el contenido con nuevas asociaciones, nuevos excursos y nuevas disquisiciones. Su arenga es bastante explícita y clara: el ser humano, sus sociedades, necesitan abandonar la literalidad materialista, ella en sí misma un mito (en la acepción más peyorativa del término), en que nos ha sumido la democritiana Ilustración, si quieren salir del caos de alienación y destrucción en que hemos quedado atrapados en esta encrucijada de la Historia. Regresar a la crédula inocencia original en todo lo posible es el antídoto salvífico que propone Harpur, como cada día más exploradores de estas temáticas estamos haciendo. Aunque yo también pondría el énfasis en un necesario movimiento paralelo, que llamaré ahora contrarrevolución industrial: el éxodo desde la artificiosa urbe fabril al entorno rural, de regreso al vientre de la Madre Naturaleza. Este nuevo paradigma, que llamo psicoecológico, entiendo que es, además, el único modo legítimo de religarnos con esa Diosa, con lo Femenino, cuyo ariete retumba cada día más amenazando con disolver catastróficamente nuestras estructuras sociales si no atendemos sus reclamos, y que, por cierto, los tópicos feministas malinterpretan de un modo trágico por contraproducente. El regreso a una naturaleza sagrada como Gran Madre y al mito como Gran Padre es ese retorno de las diosas, los dioses y los brujos que cada día más almas, y más urgentemente, están necesitando. Escapar de estos pésimos constructos religiosos, la pseudociencia moderna, de estas idolátricas reformulaciones con que abordamos hoy día lo que somos, lo que son nuestros semejantes y lo que es el mundo, se ha convertido en el programa de reformas políticas más urgente.
Instando encarecidamente a los lectores a que se consigan este magnífico libro, el cual incluye muchas más genialidades que aquellas que desvelo aquí, paso a transcribir ahora algunas de las exposiciones que más me han deleitado, separadas en dos entradas del blog. Luego vendrán más comentarios.
Desde: «El fuego secreto de los filósofos». Ed. Atalanta. ISBN: 9788493778422 . Barcelona, 2010.
Capítulo 12
Los animales que miraron fijamemte a Darwin
Cuando Charles Darwin se embarcó, a finales de 1831, en un viaje al Nuevo Mundo que iba a durar cinco años a bordo del Beagle, era un científico en ciernes que sostenía la visión racionalista de la naturaleza propia de la Ilustración, es decir, que ésta era una máquina, tan precisa como un reloj, que un Dios trascendente había puesto en movimiento dejando que siguiera su propio curso. Al mismo tiempo, no había olvidado en absoluto la reacción romántica, que veía la naturaleza más poéticamente, a veces de manera panteísta, como un reino de manifestación divina.
Darwin era un hombre imaginativo amante de la poesía (El paraíso perdido de Milton era su constante compañía), y su primer encuentro con la naturaleza tropical fue esencialmente romántico, similar a una epifanía. La «exuberancia salvaje» de la jungla, dice, es como «las glorias de otro mundo»; contemplarla es una visión nueva y arrolladura, «como dar ojos a un ciego». El recorrido por la lluviosa selva brasileña le resulta fascinante y profundamente conmovedor. Siente una «devoción sublime por el Dios de la naturaleza». ¿Cómo podría Darwin expresar tal encantamiento?
Podría haber respondido poéticamente a esa visión y convertirse en una especie de Wordworsth, pero odiaba escribir. Podría haber pasado sus días alabando al Creador de tanta belleza, si hubiera sido el clérigo que estaba destinado a ser. Pero era, y siguió siendo, un científico. Su trabajo no era permanecer abierto a la naturaleza de forma imaginativa, sino desglosarla en hechos individuales. Encuentra difícil hacerlo, porque realmente no subscribe la visión ilustrada de la naturaleza como máquina diseñada por un Dios protestante. Piensa en ella como en un poder creador, fuente de toda forma de vida: «a través de su prodigiosa fertilidad, su poder de variación espontánea y su poder de selección, podría hacer todo» lo que Dios hizo. En otras palabras, Darwin imagina a la naturaleza como una especie de diosa. Apenas es consciente de ello, desde luego, pero deja algún indicio, porque en sus escritos se disculpa ante los lectores por hablar tan a menudo de la selección natural como si fuera un poder inteligente: «También yo he personificado la palabra naturaleza; pues me ha sido difícil evitar esta ambigüedad».
Se empieza a notar la disparidad entre su éxtasis inicial y su deber profesional. Su diario cambia de tono. La belleza constante empieza a «desconcertar la mente»; el bombardeo de imágenes, el «caos de deleite», se hace «fatigoso»; como «un sultán en el serrallo», «se acostumbra la belleza». Peor aún, cada vez le da más vértigo, y finalmente es presa del pánico: «los animales me miran fijamente a la cara, sin etiquetas ni epitafios científicos». Es un momento decisivo: el momento en que Darwin abandona el intento de abrazar a la naturaleza en su totalidad con sus maravillas y su fecundidad; entonces, desde el amor al «caos», empieza a armarse contra ella con clasificaciones y datos.
Éste, recordemos, es el problema con la Madre Naturaleza. No es la entidad fija que los científicos, que la ven a través de sus lentes literalistas, querrían hacernos creer. Es un mar de metáforas que nos devuelve reflejado el rostro que le mostramos. La describimos, según la perspectiva con la que la observamos, como un enemigo implacable, por ejemplo, o un ritmo inmenso y armonioso; como una criatura salvaje que debemos domesticar, una ninfa que debe ser respetada o un violento animal con garras y dientes ensangrentados. En la medida en que Darwin se acobarda ante una naturaleza desconcertante y la rechaza, en la misma medida ella vuelve a él, hostil y escalofriante. Hacia los cincuenta años, escribirá sorprendentemente: «La visión de una pluma en la cola de un pavo real me pone enfermo cada vez que la miro».
La náusea de Darwin
El primer encuentro de Darwin con la náusea fue a bordo del Beagle. Estuvo horrible, angustiosamente mareado durante cinco años. Nunca se adaptó, nunca se sintió a gusto en el mar, pero, de un modo heroico, ni abandonó ni se volvió a casa, a pesar de que lo deseaba ardientemente, pues sufría también de una nostalgia paralizante que le impidió percibir la riqueza y variedad de sus últimas escalas, de Tahití a Mauricio. Luchó contra la náusea cumpliendo su deber de naturalista, reuniendo y catalogando tenazmente muestras, anhelando estar en casa y maldiciendo el mar, ese «monstruo furioso» al que toda su vida «odió y aborreció».
El mareo físico de Darwin es claramente un síntoma de una náusea más existencial. Odiaba el mar porque nunca dejaba de fluir, de moverse, sacudiéndole hasta los cimientos. Se puede ver como una metáfora de su propia vida inconsciente y especialmente de sus movimientos, las emociones. Lo sabemos porque, en cuanto llegó a casa, se instaló en la campiña de Kent y apenas se volvió a mover. Cualquier viaje, incluso un viaje de un día a Londres, le hacía marearse de sólo pensarlo, le provocaba violentas náuseas y trataba de retrasarlo tanto como podía. Pero el movimiento físico no le afectaba tanto como el movimiento emocional. Un desacuerdo trivial con un colega le dejaba postrado con náuseas; el pensamiento de lo que la crítica pudiera decir sobre sus libros le hacía vomitar durante horas. Su enfermedad, nunca diagnosticada de manera satisfactoria, que se declaraba cada vez que se movía o era obligado a moverse, hizo que su vida llegara a veces a ser insoportable. «Una tercera parte de su vida laboral la pasó doblado, temblando, vomitando y remojándose con agua helada». No sorprende, pues, que la naturaleza, turbulenta y caótica como el aborrecido mar, le produjera náuseas. Cuanto más hermosa era -una pluma de pavo real- más conmoción y más repugnancia le producía.
La madrastra imbécil
En presencia de la selva virgen, «templos llenos de las variadas producciones del Dios de la naturaleza», el joven Charles no podía evitar sentir que «hay en el hombre algo más que el mero aliento de su cuerpo». Estos eran los templos que él esperaba adorar científicamente. Pero antes de que se cumplieran tres años de su vuelta a Inglaterra
ya se había convertido en un materialista encubierto. Tuvo que ocultar su creencia porque, aunque el materialismo era corriente en las escuelas médicas más radicales y entre los que se proclamaban ateos, era todavía anatema para la ortodoxia anglicana imperante, y por lo tanto para la respetabilidad que Darwin temía perder.
No es que él abrazara el ateísmo, entonces o más tarde. Era ambivalente en la cuestión de Dios, agnóstico, aunque podamos ver cómo, en el transcurso de su vida, el sentimiento religioso de su juventud simplemente se iba desvaneciendo. Era como si ya no le interesara. Cada vez que se le importunaba preguntándole por sus creencias religiosas, daba rodeos o se contradecía. Entretanto, su materialismo le decía que no había «nada más en el hombre»: la mente podía ser reducida a materia, a átomos vivos que se organizan a sí mismos; y el pensamiento era meramente una secreción del cerebro, como la bilis que el hígado secreta. Como he tratado de indicar, es la gran atracción de la «madre» escondida en el materialismo, que conecta todos los acontecimientos psíquicos con los materiales y convierte todas las metáforas en mera materia. Tomando literalmente la metáfora de la «mera materia», Darwin esperaba neutralizar el poder perturbador de la Madre Naturaleza y fijarla en una unidad de significado que le diera la estabilidad que tanto anhelaba.
Pero la naturaleza no se estabilizaba ni se movía uniformemente, como la máquina que se suponía que era. Cada vez que Darwin la contempla, le hace estremecerse. Piensa en ella como una especie de madrastra malvada, aunque imbécil: «desmañada, derrochadora, torpe, grosera y horriblemente cruel». No puede soportar la vida, dice, sin la ciencia, su único baluarte contra el mareo y la repugnancia. Lucha por alcanzar el adecuado desapego científico, pero no puede mirar por la ventana de su estudio sin acordarse de «la espantosa aunque silenciosa guerra de seres orgánicos que se desarrolla en los pacíficos bosques y los amables campos».
Pero, en realidad, la guerra continúa en otro sitio. Detrás de la sonriente cara pública de Charles, por debajo de la pacífica rutina doméstica, el materialista racional es socavado por una profunda angustia y se siente atormentado por los sentimientos nauseabundos del amante de la poesía. Tragándoselos como podía, le eran devueltos como naturaleza demonizada, más vengativa por haberle sido negado el reconocimiento consciente. Sabe que la naturaleza es despiadada porque mató con una de sus enfermedades a Annie, su hija pequeña, a la que lloró todos los días de su vida. Cualquier otro se habría vuelto hacia Dios, o le habría echado la culpa. Pero, para Darwin, Dios está demasiado lejos, y los fortuitos actos de brutalidad de la naturaleza son inmediatos. La única manera de habérselas con ella es definirla y confinarla científicamente en una ley. Él la denomina ley de la «selección natural», que será aceptada como el mecanismo de la evolución. Pero hay algo más que un poco de la visión distorsionada de Darwin en esa «ley» que él y sus sucesores afirmaron como una verdad objetiva.
La supervivencia del más apto
La teoría moderna de la evolución afirma que las especies evolucionan hacia otras especies por selección natural. Muy ocasionalmente, una mutación fortuita en la estructura genética de un miembro de una especie favorecerá su supervivencia. Ese individuo y su descendencia son por ello seleccionados naturalmente para prosperar sobre otros miembros de su especie.
El ejemplo de selección natural que me convenció de su veracidad es el caso de las polillas de Manchester. En el siglo XIX, las chimeneas de las fábricas de los alrededores de Manchester vomitaban tanto humo que los árboles se teñían de negro. Una polilla de color gris claro (Biston betularia) permaneció en su corteza y se valió de su camuflaje para evitar ser devorada por los predadores. A medida que los árboles se iban volviendo más oscuros, las mariposas iban «evolucionando» hacia una coloración progresivamente más oscura.
Imagínense cuál fue mi decepción cuando descubrí que no se trataba de una prueba de selección natural. Lo que en realidad sucedía era lo siguiente: originalmente había una gran cantidad de polillas grises y unas pocas más oscuras de la misma especie. Las de color más claro eran devoradas porque su camuflaje ya no servía, mientras que las más oscuras prosperaron. No había ningún cambio evolutivo, ni tampoco selección natural, sólo un cambio de población; algo así como si una enfermedad exterminara a los blancos y no afectara a los negros. Aunque esta historia evolucionista fuera verdad, sólo representaría una pequeñísima alteración en una única especie; no habría nada remotamente parecido al cambio de una especie en otra.
Los darwinistas pueden protestar diciendo que ellos nunca afirmarían que la historia de las polillas es una evidencia de la selección natural. Sin embargo, la historia está todavía en libros de texto y enciclopedias; y, aunque no fuera así, los darwinistas de a pie siguen contando orgullosamente el cuento de la polilla. Es un tipo de leyenda que no se preocupan de corregir aquellos que tienen más conocimientos. Más aún que una leyenda: ésta era la teoría oficial al menos hasta 1970, cuando el A Handbook of Evolution del Museo Británico de Historia Natural describía la «melanosis industrial» de las polillas como «el cambio evolutivo más sorprendente realmente presenciado» y como «prueba de la selección natural». Mi opinión es que muchas «pruebas» darwinistas se sitúan en ese nivel; dicho de otro modo, parecen ser una especie de folclore.
Darwin modificó el énfasis de la «selección natural» cuando adoptó la expresión «supervivencia del más apto», de Herbert Spencer (que también acuñó el término «evolución»). Esta expresión es más apropiada a su concepción de la vida como una amarga lucha. Pues lo que sucede, decía Darwin, es que aquellos animales que son más aptos para su entorno son los que tienen más éxito y los que tienen más descendencia. ¿Cómo medímos la aptitud de cualquier animal? Por su capacidad de supervivencia, dicen los darwinistas. Por eso los más aptos sobreviven, y aquellos que sobreviven son los más aptos. Es dudoso que una simple tautología -que los supervivientes sobreviven- pueda ser nunca una ley significativa.
Aunque no fuera tautológica, la supervivencia de los más aptos seguiría siendo dudosa. Es una noción completamente individualista que excluye la cooperación, el amor y el altruismo que caracterizan a muchas especies sumamente prósperas, incluida la nuestra. La competición sanguinaria que Darwin imaginó como la característica distintiva de la naturaleza pocas veces se encuentra en la práctica. La abrumadora mayoría de las más de 22.000 especies de peces, reptiles, anfibios, aves y mamíferos no luchan ni matan por comida ni compiten agresivamente por el espacio. Además, en el éxito influye gran cantidad de factores, y la suerte no es el menor; de hecho, la idea de que un entorno competitivo elimina a los débiles y asegura la supervivencia del más apto ya no es, para ser justo con los darwinistas, ampliamente suscrita. «Más aptos» ha tendido a ser reemplazado discretamente por «adaptados».
Las teorías de la selección natural, o la «supervivencia de los más aptos», no clarifican cómo evolucionan las criaturas. Es sólo otra manera de decir que algunos animales viven y se reproducen, mientras otros desaparecen. No es una «ley», ni siquiera una descripción especialmente precisa de la naturaleza. De ser algo, es algo más parecido a un síntoma de la visión enferma de Darwin que otra cosa: su rechazo a reconocer los múltiples rostros de la naturaleza , y su insistencia en un solo rostro, que le devolvía su mirada fija como una máscara cruel.
Como la naturaleza le asaltaba con oleadas de náuseas, Charles construía frenéticamente diques de hábitos y «rutinas puntuales, con sus días iguales como «dos guisantes»», y se esforzaba por proteger su vida emocional. Pero, por supuesto, los muros que levantó para mantener a raya a la naturaleza se convirtieron en su prisión. «He perdido, para mi desdicha, todo interés en cualquier tipo de poesía», escribía con tristeza. Desaparecido el amado Milton de su juventud, perdido su Paraíso, incluso lo intentó desesperadamente con algo más fuerte: Shakespeare, a quien había amado siempre. Pero «lo encontré tan absolutamente monótono que me produjo náuseas». ¿Monótono, de verdad?. Su único placer radicaba en pequeños experimentos con sus queridas lombrices de tierra y las flores diminutas que reprendía y alababa; y esto era admisible sólo porque podía pasar clandestinamente bajo el manto de la ciencia. Sin embargo, los gusanos no podían salvarle. «Mi mente se ha convertido en una especie de máquina para procesar leyes a partir de numerosas colecciones de hechos». Pobre Charles, un hombre bueno y amable, que se había pasado la vida negándole a la naturaleza su alma y que, a resultas de ello perdió la suya; la máquina en que quería convertirla acabó siendo aquello en lo que él mismo se convirtió.
Xabier dice
Hola Raúl. Un placer. Ya me extrañaba a mí que no conocieras la obra de Harpur, sobre todo en conexión con el tema tratado. Me parecía vislumbrar un óptimo paralelismo entre su exposición y lo que en el presente blog se iba debatiendo. Pero al final no quise intervenir. Quizás se tratara de un autor menor. Pero los hilos del destino son inescrutables. A través de un foro social, servidor y otros confesos amantes de los dáimones harpurianos, solicitamos a la editorial responsable la posibilidad de verse publicada su obra de culto «Mercurius. The Marriage of Heaven and Earth», ilustre ensayo alquímico que afotunadamente verá la luz a partir del año que viene.
Sin duda, Harpur es una referencia obligada, desbordante de originalidad, aún desconocido en muchos ámbitos, y por ello, de redoblado valor. Reconozco que «El fuego secreto de los filósofos» es uno de los mejores representantes que pueblan mi biblioteca, que ya es decir.
Excelente el nuevo enlace Vitruvio Cinéfilo.
Un abrazo.
Raúl dice
Es mejor así, Xabier. Es mejor que converjan los pensamientos desde las originalidades individuales a que se propaguen por contagio e influencia. Si aún nadie hubiera hablado de arquetipos, nadie lo podría hacer ya, seguramente. ¿Por qué? Porque con el amasijo abigarrado de información en que vivimos desde hace unos años sería muy, pero que muy difícil, discernir entre la producción espontánea de lo Inconsciente Colectivo y lo que queda grabado dentro nuestro, en el inconsciente personal, al mirar documentales u hojear periódicos, libros, revistas e Internet. ¿Cómo demostrar hoy día que se pueden soñar mandalas sin la injerencia del canal Historia o del National Geographic, por ejemplo? La duda popular ante la procedencia de las ideas e imágenes arquetípicas es uno de los mayores escollos ante los que se encuentra hoy la Psicología Analítica. La gente tiende a pensar en la actualidad que todo procede del contagio y la divulgación, ya que eso es una seña de nuestros tiempos.
En este contexto, recordemos a Alfred Russel Wallace. Él alcanza la idea de selección natural en exacto paralelo con Darwin, desde su propia búsqueda y destino. Esto es un dato crucial, lejos de anecdótico. Quiere decir que el paradigma cientifista quería abrirle paso a esta idea en justo aquella época, o sea, que la conciencia colectiva estaba siendo conducida a pensar en esa misma dirección, como derivada lógica de todos los pasos que había dado la cultura hasta entonces. O bien, más profundo aún, esto legitima la idea de selección natural como una verdad que asciende desde los mismos arquetipos, que espera el momento histórico oportuno para hacer sociedad y cultura (esto lo trabaja Harpur desde cierta perspectiva cuando se detiene en la verdad mítica del Animal Sagrado como origen y/o tótem para la Humanidad). Porque, tengo que decir, yo creo que el darwinismo claro que aporta algo real al cómo se producen ciertas varianzas en la morfología y la etología de las especies. No sólo desde la perspectiva que enlaza con la verdad mítica, sino desde la más estricta literalidad científica. Cualquier criador de animales (yo mismo lo he sido), desde el Neolítico, sabe que se producen varianzas en las nuevas generaciones que son seleccionables en la dirección de la subespecie o de la raza. Lo que es una tremenda falacia es apostar a que el darwinismo, por sí sólo, explica la evolución natural en toda su colosal envergadura e implicación, por ejemplo desde sistemas simples a ultracomplejos. U otro craso error: extrapolar directamente, como hizo Darwin, el proceso de selección ganadera a la Naturaleza, sin más, porque ¿a quién le damos, en mitad de un proceso que nos representamos intrínsecamente ciego, el inteligente papel planificador del criador seleccionador?
No es la primera vez que corroboro sorprendentes paralelismos entre mis ideas y las de otros pensadores que se vuelven para mí entonces más que afines. Trato de explicármelo según los dos posibles caminos expuestos, y agonizo si tengo que decantarme nítidamente por uno u otro. Por un lado, me parece completamente lógico que aquellos que traten con las mismas realidades alcancen, por pura lógica científica, las mismas conclusiones. Un poco como Descartes decía: «Todos los que dediquen el mismo tiempo que yo a reflexionar, llegarán a mis mismas conclusiones». Ser junguiano, de verdad, conduce naturalmente a estas cosas que dice Harpur o que decimos otros en blogs como éste. Pero, al mismo tiempo, hay algo más. Como explicaba en el epílogo al artículo, en este tipo de convergencias se entrometen arquetípicos eventos que implican un orden de calado paranormal, transpersonal. Y esto obliga a pensar que hay ciertas trayectorias filosóficas que están empujadas por un daimon común, que procede de un origen que está mucho más allá, hacia el Self y lo Inconsciente Colectivo, de la mera lógica del pensamiento racional. Cuando los daimones individuales se vuelven comunes a un colectivo, se crea eso que llamamos «Aurea Catena». Aunque en la práctica haya, como es mi caso, eslabones en ellas de pobre plomo.
Un abrazo, Xavier. Por cierto, habría que presionar también para la publicación en castellano de Edinger. Otro coloso, rebelde e incorrecto político como el que más. O sea, junguiano de pura cepa. Y por eso tan obviado…
Xabier dice
Ojalá se estrene algo de Edinger en castellano (y de otros muchos ausentes y descatalogados junguianos), preferentemente en materia alquímica. Que los dáimones nos oigan. De momento sé que se van a publicar perlas como «Origen y presente» de Jean Gebser, «Los orígenes e historia de la conciencia» de Erich Neumann o el propio «Mercurius» de Harpur. Moveré los hilos.
Raúl dice
Jean Gebser y Erich Newmann podríamos decir que conforman por ellos mismos el paradigma de los gemelos cósmicos Leo-Acuario, para esta época. O sea: son la voz de la Era de Acuario. De un modo tal que a veces superan a Jung. Sumamos alemanes ilustres a nuestro saco de los brillantes. Creo que en todo esto estarás plenamente de acuerdo conmigo. La era de Acuario, por tanto, sería una era, no química, no física, no matemática, no teológica, sino algo que está más allá: una era concienciológica. (Esto último reconozco que lo acabo de decir a las apuradas).
Interesante que salga Gebser ahora que ando repasando, alrededor de un tema concreto, a otro gigante que en más de un punto se enlaza con su destino: Ortega y Gasset.
Xabier dice
Lo prometido es deuda:
http://issuu.com/atalantaweb/docs/gebser
http://www.atalantaweb.com/libro.php?id=64
Abrazos.
Raúl Ortega dice
Muchas gracias, Xabier. Gebser me trae mucho a la mente a Wilber, y lo primero que me llama la atención de esto es la leonidad de Gebser en perfecta correspondencia con el acuarinismo de Wilber. Interesante…
Un abrazo