No dejan de sucederse noticias como la que traigo a continuación, y de las que a menudo me hago eco en el blog. Este nuevo paradigma sobre el amor y las relaciones se está extendiendo como una epidemia, y yo asisto a este espectáculo con aprensión. Mientras Cupido yace cada día más enfermo, a nuestra sociedad no se le ocurre otra cosa que seguir administrándole venenos, pensando que son paliativos. Los ilustrados positivistas arremetieron contra las posturas románticas en materia de humanidades a lo largo del siglo XIX, como Iglesia contra cátaros, y ahora están empeñados en aniquilar el romanticismo mismo. Pocas formas de suicidio colectivo tan estúpidas como ésta. «Con las cosas de comer no se juega», nos enseñaron, y ahora se ha llenado todo de jovencitos Frankenstein que andan divirtiéndose a costa de trastear imprudentemente con la energía que sostiene esa molécula primordial, ese constituyente básico de la psique y de la sociedad, que es la pareja. Ya hicieron lo mismo con las fuerzas que cohesionan los ladrillos del mundo, el átomo, y desde entonces un terror nuevo, el pánico nuclear, se ha convertido en un elemento cotidiano más de nuestra forma de vida. Está claro que cuanto más nos adentramos en la mefistofélica Era de Acuario más nos posee, en lo mejor, el espíritu prometeico, en lo peor, Satán mismo.
Estos Frankenstein, sus mecenas (la industria química), y sus esbirros (los medios), están diligentemente embarcados en hacer proselitismo con lo que van a leer a continuación, a pesar de que la noticia acabe, como tantas veces en un periódico que se debe a amplio público y diversas sensibilidades, con la populista y mediadora coletilla del «pero quién sabe…». No es más que un truco. La intención básica es el «contemos, que siempre algo queda». Fíjense no más en el titular aparecido en prensa («Lujuria, atracción y compromiso, mero producto de la mezcla de hormonas» -ahí es nada-). Fue así exactamente como se extendió el psicoanálisis y su paradigma del «todo problema psíquico hay que buscarlo en la familia, en la infancia», que tanto nos ha despistado a la hora de comprender el trastorno mental. El proceso se repite, ahora con el paradigma neurológico.
Lujuria, atracción y compromiso, mero producto de la mezcla de hormonas
ElConfidencial.com
Rubén Díaz Caviedes 30/04/2012
La literatura romántica es clara al respecto: el enamorado siente que todo le da vueltas, nota las célebres mariposas en el estómago, no puede pensar nada más que en la otra persona y cuenta las horas que median hasta el reencuentro con el ser amado. Un estado físico y mental que resulta ruinoso si lo ponemos en términos clínicos –hablamos de ansiedad, sofoco, mareos y episodios de obsesión, entre otros síntomas–, pero que se convierte de repente en algo deseable, positivo e incluso mágico, según sea el grado de entusiasmo con que vivamos el trastorno. La explicación, según un reciente estudio, radica en nuestro cerebro, que podría estar inmunizándonos contra los efectos adversos de la pasión a través de una especie de enajenación mental transitoria.
Cóctel hormonal
En su libro Why We Love: The Nature and Chemistry of Romantic Love –Por qué amamos: naturaleza y química del amor romantico, ed. Punto de Lectura–, la antropóloga Helen Fisher, de la Rutgers University de Nueva Jersey, recoge las conclusiones a las que ha llegado tras estudiar las raíces psicofísicas del amor durante más de 35 años. La principal de ellas es la de que esta emoción se desarrolla en tres fases –que llama de lujuria, de atracción y de compromiso– que desatan distintos procesos bioquímicos en tres áreas diferenciadas del cerebro.
Durante la primera fase –en la que el deseo sexual es más fuerte–, serían las hormonas sexuales, en particular testosterona y estrógeno, las que toman las riendas de nuestro cerebro. En el segundo estadio del enamoramiento –en el que experimentamos los sentimientos más encontrados y atravesamos por episodios obsesivos– descienden los niveles de estos químicos y suben los de adrenalina, dopamina y serotonina.
La adrenalina explica la afectación física que adquiere el amor y se traduce en nerviosismo, transpiración o pupilas dilatadas. La dopamina está relacionada con el modo con que nuestro cerebro regula el juego entre deseo y recompensa, y sería responsable de la sensación de necesidad que experimentamos respecto a la persona amada. La serotonina, por último, cambia el modo en que pensamos; cuando nos enamoramos, los niveles de este neurotransmisor ascienden hasta equipararse con los de cualquiera diagnosticado de trastorno obsesivo-compulsivo, lo que nos impide darnos cuenta de que estamos cayendo en un proceso obsesivo irracional.
Y es que el amor, según Fisher, no es ciego, pero casi. El conjunto de cambios en nuestro cerebro –que incluyen la inhibición de procesos neurálgicos relacionados con lo social y el apagón de la zona límbica que gestiona los sentimientos negativos– y el cóctel químico que nubla nuestro juicio afectan de modo determinante a nuestra percepción de la realidad, en particular durante estas dos primeras fases. El estado, por suerte, no dura para siempre. Fisher especula con que, dependiendo de la persona, el individuo no puede volver a enamorarse químicamente –y esto implica enamorarse a secas– hasta pasado un lapso que en adultos va de los seis meses a los tres años. Los adolescentes, según la experta, atraviesan estas dos fases con mayor frecuencia e intensidad debido al desorden hormonal propio de su edad. La tendencia adolescente a enamorarse mucho no se debería, pues, a la inmadurez o la falta de experiencia: sencillamente, no podrían evitarlo.
En la tercera fase del amor, también la más duradera, serían la hormona antidiurética –la arginina vasopresina– y la oxitocina –una hormona relacionada con el comportamiento maternal– las que nublan nuestro sentido. La primera, entre otros efectos, contribuye a que adoptemos una actitud monógama. La segunda –cuyos niveles se disparan entre las mujeres tras el parto y durante la lactancia–, es responsable de nuestro deseo de tener hijos. Producimos más cantidad de ambas cuando vivimos en pareja y en particular, a través del contacto físico.
Pero no es suficiente…
Es lo que mantiene el célebre antropólogo evolutivo Robin Dunbar, de la Oxford University, que en su reciente publicación The Science of Love and Betrayal (ed. Faber and Faber) sostiene que son las endorfinas las verdaderas responsables de las relaciones duraderas. Si la hormona sexual, la serotonina o la vasopresina nos llevan a enamorarnos, sería la endorfina la responsable de que, después, sigamos enamorados durante años. La oxitocina, explica, “tiene una vida relativamente corta, demasiado para contribuir de forma significativa a la consolidación de una pareja duradera. Para explicar estas relaciones necesitamos algo más robusto, más persistente: es ahí donde entran las endorfinas”.
Este neurotransmisor tiene un efecto sedante y analgésico similar al de los opiáceos, y está demostrado que el hipotálamo y la pituitaria los producen durante la excitación, el dolor, el orgasmo o el ejercicio, además de cuando comemos chocolate o picantes. También el contacto físico estimula su liberación, en este caso de forma sostenida y constante a lo largo de la relación. Son una sustancia adictiva, lo que también explicaría el patrón de comportamiento que adquieren muchos enamorados, que parecen incapaces de vivir el uno sin el otro y emprenden relaciones que llamamos, precisamente, dependientes.
Si el amor “es algo complicado”, según Dunbar, es porque consiste en «un proceso diseñado evolutivamente para que nos enganchemos a otra persona». Interrumpir ese proceso resulta siempre traumático, pues el cerebro se ve obligado a abortar violentamente su estricto programa de hormonado. Ante la ausencia repentina de aquella persona a la que profesamos amor, nuestro cuerpo no sabe cómo reaccionar, pues a esas alturas del proceso ya estamos inundados de hormonas que nos empujan a comportarnos de una manera que choca frontalmente con la realidad. Estamos a merced, en resumen, de nuestra propia bioquímica.
El experto, en todo caso, matiza que no del todo. En el amor, explica Dunbar, “hay siempre un juego entre lo consciente y lo inconsciente”. Aunque muchos factores de acción inadvertida nos impelan a lanzarnos, también “existen una serie de puntos durante el proceso en los que nos detenemos y nos preguntamos: ¿realmente quiero llegar más lejos?”. Y muchas personas, comenta el experto, toman la decisión de no hacerlo “pese al increíble efecto de los bioquímicos”. De modo que la ciencia, explica, está lejos de poder arruinar el romanticismo con sus explicaciones: “Todavía hay muchas cosas que desconocemos”.
No me malinterpreten: todo esto es interesante y útil, aunque, como ya me han escuchado decir los asiduos a este blog hasta la saciedad, las conclusiones a las que nos conducen una y otra vez estas investigaciones caras y sofisticadas no tengan más alcance que el punto al que ya habíamos llegado hace eones a través de la mera experiencia vital, sedimentada con acierto, a menudo, en la sabiduría popular. Cosas como «los hombres piensan en sexo mucho más que las mujeres» han pasado de ser una obviedad rancia y tópica a convertirse en tesis punteras (y hasta revolucionarias) entre los licenciados de Harvard. Como también digo siempre, la más moderna neurología y la perspicacia de las abuelas y los tertulianos de barra de bar se dan la mano. Contado todo esto (una vez más), sigo aconsejando fervientemente seguir tomando nota de todo este aluvión de apuntes neurológicos (delicias de todos los punsetianos), que en la mayoría de los casos nos van a servir para apoyar y argumentar también desde territorios cientifistas las tesis sobre la psicología erótica que sostenemos en la psicología arquetípica. La cual extrae sus contenidos desde muchas fuentes, incluyendo no sólo ancianos sabios, sino abuelitas listas, discotecas y bares.
Es importante, entre otras consideraciones, no perder de vista ni la jerarquía de significados ni la auténtica línea causal a la hora de comprender todo este tipo de fenómenos. El biólogo moderno trata de definir la causa primera de los comportamientos del organismo alrededor del gen, obviando todo el plano sistémico que se significa como el organismo en sí. Es el típico movimiento de caer, reduciéndose, desde el concepto «casa» al concepto «ladrillo», donde lo que una casa es y para lo que sirve se queda perdido por el camino, y algo necesario y esencial acaba en el punto ciego de la mente . Realmente el sendero reductivo es un disparate. Por eso tratar de encontrar los pilares de cosas como el amor en sus correlatos químicos es como creer que tu imagen reflejada en el espejo eres realmente tú mismo. Yo no agarro el vaso de agua porque mis músculos se contraen; mis músculos se contraen porque tengo sed y quiero beber agua. La explosión de adrenalina que ocurre en nuestro interior cuando tenemos pánico ha sido «programada» para responder ante un peligro real, objetivo. No hay miedo sin lobos. Lo esencial es, por tanto, la interacción que se da a niveles sistémicos, no intracelulares. La interacción entre unos organismos y otros, no dentro de un organismo. El amor de madre no lo produce la oxitocina, sino al nacimiento de un hijo, y toda la química está al servicio de eso, no al revés. El amor no es un complejo cóctel de hormonas; es el encuentro trascendental entre dos seres humanos, en el que intervienen todos los planos, desde el espiritual al físico. Por supuesto, como sabemos que todo es reflejo y copia de unos planos en otros, ver un cerebro en acción algo aporta, aunque sea insuficiente, sobre lo que ocurre en otros lugares, digamos, más reales.
Me pregunto si se reflejará en algún lugar del cerebro toda la fenomenología astral y espiritual asociada al amor romántico, como son las sincronicidades, los sueños premonitorios, la inspiración artística… Todo el contenido kármico y dhármico asociado al encuentro amoroso, todo ese contenido puramente tántrico. Que algunos describen, entre ellos yo mismo, como lo verdadero del amor. O como el amor verdadero.
Por todo ello yo no añadiría como coletilla final, sino que entresacaría como titular de esta noticia, una frase como ésta: «[en el amor] hay siempre un juego entre lo consciente y lo inconsciente. Todavía hay muchas cosas que desconocemos».
ANEXO:
Gracias a la gracia de la mágica sincronicidad, la publicación de esta entrada se ha entrelazado por sí sola con la divulgación del video que expongo a continuación. Disfruten. Pocas veces se oye a Jung hablar tan clarito 😉
Juan Pablo dice
Estos científicos están a un paso de reconocer que no han hecho nada sin consentimiento de su madre naturaleza. Un gran avance por cierto. Solo le falta reconocer que tienen alma y gualá, de reduccionistas a psicólogos junguianos.
cristhian dice
me perdonas me rio muy fuerte comente esto en una emisora de mi pais y gane un premio gracias guala con tilde y todo «J»enial jajajaja gualaaa solo falta que reconozcas jajajaja perdón conozcas el francés gracias amigo por tu comentario By the way jejeje RAUL YA MISMO ME HAGO SEGUIDOR DE ESTE SITIO JEJEJE el articulo esta genial muy bueno!!!!
Juan Pablo dice
¿Es un agravio o un halago? «¿Todo ‘J’enial?» «¿reconozcas, perdón, conozcas el francés?»
La verdad que no le entendí nada Cristhian, favor de aclararme… Me interesa saber su anécdota pero se me hace imposible, su comentario es demasiado ambivalente.
Un saludo.
cristhian dice
ambivalente a menos que guala no sea voila o el francés cambiara soy ambivalente igual gane un premio guala para ti también !!! amigo gracias de todos modos no responderé mas comentarios. gracias feliz vida !!!!
Juan Pablo dice
Ah! ni siquiera soy europeo, jamás estudié francés y me tiene sin cuidado su idioma. Así que bastante bien por ser mi primera vez, le hice ganar un premio! usted solo no habría podido 😉 … Eso si, vaya concurso habrá sido ese, mofarse de los que no hablamos francés, eso los ubica en una posición bastante cuestionable a los franceses, sabe?
Natacha dice
Hola, acabo de conocer esta web que me parece interesantísima.
Con respecto al problema del post, pues hace tiempo que constato LA MUERTE DEL AMOR en esta sociedad estúpida. El amor es visto como química o como adicción, como problema, como algo que nos priva de la «libertad». Nadie se quiere enamorar, ni sufrir, ni entregarse al otro. Todo es egoísmo, banalidad y SOLEDAD.
Cada vez son más las personas solas y separadas, encontrar pareja es casi imposible, el sexo se ha degradado a puro consumo entre los jóvenes y los no tan jóvenes.
Así lo siento yo y así lo estoy padeciendo, sintiéndome cada vez más incomprendida y más sola. ¡Que malos tiempos nos ha tocado vivir!
Moni Petrosyan dice
Me interesan mucho estos temas deseo saber mas sobre sus publicaciones y en general
Raúl Ortega dice
Gracias por el interés, Moni. Suscríbete al blog y síguenos en Facebook y estarás más al día.