«Champiñones», pan y circo. Y Paul el pulpo

Los españoles somos, por fin, «champiñones». A Copa do Mundo é, ahora, nossa. Cantamos esto a ritmo de pasoboble, y no de batucada. Los excesos en la celebración han sido compartidos por todos. Ahí estuvimos en las fuentes, las plazas, las barras de los bares. Jaleando, gritando, bailando, bebiendo… El exquisito placer de sumergirse en la conciencia grupal, en el hermanamiento unitario, es casi insuperable. A mí, personalmente, me fascina. Un baño renovador de conciencia primitiva, literalizado con agua y vino. Pensamiento y sentimiento mágicos, hasta el paroxismo. Bacanal, aquelarre. Catarsis y participación mística. Sin introducirse en estas cosas al límite (o hasta más allá de él) no se pueden conocer de verdad los misterios del vivir y el ser humanos.

Pero hay que saber regresar. No perder de vista el sentido global. Dejar cierta parte de uno al margen, consciente de otras cosas. Relativizar. Usar el evento para los fines adecuados y no dejarse llevar como un pelele por la ciega histeria colectiva hasta lugares contraproducentes y absurdos.

He abrazado estos días a un montón de compatriotas y nos hemos llamado hermanos. He aprovechado el momento para tratar de limar asperezas innecesarias, para unir lo que se estaba aflojando (la Navidad sirve para lo mismo). He instrumentalizado el evento acechando, dejándome arrastrar por él, pero tratando de que sólo fuera hacia los lugares que a mí me resultan interesantes y provechosos. Porque hay que ser trágicamente tonto para creerse de verdad que darle patadas a un balón significa realmente algo. Para imaginar que un éxito deportivo es un hito sociocultural nacional, y que los futbolistas son héroes patrios. En ese punto, la broma pasa a ser pesada, el juego deja de ser un juego, y la magia de la fiesta primitiva se convierte en hechizo nigromántico.

Pero así es como nos tomamos estas cosas. En España, y en el resto del mundo. La masa, realmente, tiene fe en todo esto. Se lo toma de verdad en serio. La autoestima popular crece efectivamente. La gente se siente mejor. No sólo nos sentimos mejores deportistas (incluso los que somos incapaces de acertarle con una patada a un cerro), sino mejores personas. Más guapos, más capaces, más inteligentes… Un orgulloso pueblo. El nacionalismo se corporaliza, toma consistencia. La patria se engrandece. Increíble, ante la evidente insustancialidad del hecho. E.U. celebró con menos entusiasmo su llegada a la Luna y estoy convencido de que Colón, de descubrir ahora el Nuevo Continente, hubiese sido aplaudido muchísimo menos. Quizás tan poco como lo fue Cela ganando el Nobel. ¿Qué tiene algo así que toca tanto la fibra nacionalista popular? Pues lo mismo que la guerra. Una guerra mundial y una copa del mundo comparten bastantes cosas. El ser eventos basados en la competencia física, primaria y visceral, en la falicidad primitiva, en las consignas infantiles y en el simplismo de «ésta es la bandera de los buenos, la nuestra, y aquellas las de los malos»… Para los hombres y mujeres hylicos, los seres materialistas, los dueños y señores de las sociedades y del mundo, esta simplificación de las cosas las convierte en muy gratas a su pobre y primitivo estado de conciencia, que entiende tan bien qué significan las hostias y las patadas como el dinero y las tetas, y para quienes otras cosas se vuelven ya demasiado complejas para resultarles empáticas. Esta asimilación entre guerra y fútbol la corroboran ciertos sueños que han aparecido en este tiempo, donde todo empieza en el mundial de Sudáfrica y acaba en la tercera guerra del mundo. Confieso que hasta el último día no estuve seguro de si esos sueños eran o no… premonitorios.  

Todo es metáfora, todo es símbolo, ya sabemos. Todo esto es proyección. Pero de ahí no escapa la conciencia colectiva, la ciega mente grupal. El poeta Juvenal satirizaba en el siglo I con su «pan y circo», y los romanos seguimos siendo idénticos a nosotros mismos. Sólo lo trivial se convierte en relevante para la masa. Esto es lo que somos como sociedad, desde siempre. Cuando nos unimos, no damos para más. Sólo somos capaces de sentirnos afines a través de nuestra psicología básica. Nos tocan fuerte un tambor y una flauta y ensalzamos jubilosos a héroes de cartón o linchamos a quien se nos dicte. Ante este panorama, yo me pregunto: ¿qué esperanza podemos tener en nosotros como pueblo?

… La del pulpo

Es lógico pensar que lo Inconsciente Colectivo participe de modo notorio en eventos globales, como los de esta índole. Sueños, señales, se aglutinan alrededor de ellos, llamando principalmente la atención de ciertos individuos. Mucho más raro es el que aparezcan intromisiones arquetípicas, digamos, públicas. Pero debe ser un signo más de los agitados tiempos el que esta vez se haya dado algo tan llamativo para todos como es la historieta del pulpo profético. A mi entender, la principal razón que han tenido los arquetipos para convocar esta bizarra cosa es sembrar la polémica. Provocar una vez más la confrontación entre la sensibilidad astral y el materialismo tenaz a nivel social y dentro de cada uno de nosotros. El cefalópodo enfrenta la superstición, el pensamiento mágico, con la lógica positivista. Escépticos se han desgañitado gritando indignados que ahí no pasa nada, que eso no significa absolutamente nada, el stablishment positivista ha tratado de dar explicaciones lógicas, y la masa se ha escindido entre seguir a estos y tomar la postura supersticiosa cómoda de barrer para casa aceptando pulpo como bendito animal de compañía, sin plantearse nada más de lo que se plantea ante la pata de conejo que lleva en el llavero. La ridiculez aparente de la cuestión supongo que habrá disuadido a muchos ilustres metafísicos de pensar algo en serio sobre todo esto, pero es precisamente esa ridiculez y lo grotesco del asunto la primera prueba de que estamos ante un acontecimiento astral genuino. Que desde el corazón de Europa, desde la Alemania pensante, paradigma de la ciencia y la ingeniería, se haya extendido esta noticia hacia los teletipos de todo el planeta, es fascinante. El inconsciente alemán, núcleo de Occidente, sigue siendo oscuro, abismal, sorpresivo y, por ello, tremendamente interesante…

A los escépticos que afirman que ahí no ha pasado nada más que una pareidolia, un ver lo que uno quiere ver, hay que confrontarlos con una de sus armas favoritas: la matemática. En estadística, lograr aciertos entre tasas tan bajas como el 1% de probabilidad conlleva inherentemente pensar en algo más allá del azar. Así funciona la ciencia, no la creencia. El animal con sus predicciones ha alcanzado la barrera del 0.2%, atendiendo a los ocho aciertos del Mundial. Si contamos con la Eurocopa, tenemos predicciones de Paul sobre 14 partidos a lo largo de dos años, de los cuales ha acertado 12. No es exactamente así, porque el pulpo no ha tenido que elegir la variable del empate, la x, pero pensemos, para hacernos cierta idea, en las probabilidades de acertar 12 en una quiniela. Muchos lo hemos intentado por años, y no lo hemos conseguido. Incluso conociendo bien los equipos y el fútbol. Tenemos que dar entonces, por sentado, que algo ha sucedido. Un extraño fenómeno se ha dado. Pero ¿cuál?

En la forma de pensar contemporánea caben pocas abstracciones y poca metafísica, incluso en las políticamente incorrectas mentes supersticiosas y mágicas. Todo el mundo se ha volcado en el pulpo como causa inicial de todo este barullo. Los mágicos dando por sentado que el animal tiene poderes paranormales, los cientifistas teorizando sobre el color de las banderas, la cantidad de comida o la posición de las urnas como los motivos que impulsan la elección en el cefalópodo. Tengo que decir que yo me decanto por los segundos. Lo primero que hice cuando saltó la noticia fue estudiar los colores de las banderas en litigio. Ahora podemos leer hasta biólogos marinos apostando por ello. Seguramente la explicación desde el punto de vista causal va por ahí. El asunto es que sólo con las explicaciones causales, los eventos extraños como éste siguen sin estar zanjados satisfactoriamente. La significativa alteración del azar, que obliga a pensar en patrones inteligentes y en causas más allá de las implicadas en la mera mecánica fenomenológica, sigue sin estar dilucidada.

A la hora de echar el tarot elegimos por alguna razón aquella carta o ésta. Son nuestras manos quienes toman los arcanos y los van depositando en la mesa. No hay nada de milagroso en ello. Si la tirada da un mensaje, y éste se cumple, la misteriosa inteligencia oracular se ha manifestado, contraviniendo las leyes matemáticas del ciego azar. En este tipo de magia se sustenta el fenómeno de la sincronicidad, el más abundante y quizás más jugoso evento trans-racional arquetípico, entorno al que pertenece el misterioso caso Paul. Erramos a menudo tratando de comprender estos asuntos, porque ponemos demasiado énfasis en las piezas visibles. En los peones, los mensajeros. Lo maravilloso está en el orden implicado, el élan intocable, la energía sólo intuible que está detrás, por encima, por todos lados, englobando todo.

Un verdadero iniciado dirá que todo lo que está ocurriendo alrededor de cada uno de nosotros ahora mismo se está organizando inteligentemente, detrás de la apariencia del puro azar. No es cuestión de poderes paranormales, o de las habilidades psíquicas ocultas de la gente. Es cuestión de que el Cosmos funciona así. Lo que ocurre es que es muy complicado entender este macrolenguaje universal, y un contraproducente sobreanálisis tratar de interpretar cada evento que se va estructurando en torno nuestro. Sólo es preciso y consecuente fijarse en aquellos casos que llamen poderosamente la atención. En esto también interviene la sensibilidad del espectador, por supuesto. la Ciencia avanza gracias a esos genios que son capaces de percibir patrones con sentido allí donde otros son incapaces de captar ninguna ordenación. Los test C.I. se basan en eso: la inteligencia humana se define precisamente por la capacidad de percibir orden en el caos. En el asunto del pulpo Paul una tan simpática como grotesca epifanía de sentido detrás del azar ha ocurrido a la vista de los más tontos también. Desde el mar, paradigmático símbolo de lo inconsciente, nos habla otra forma del mandálico pez redondo, aquel estimado símbolo alquímico del Self: el animal de ocho brazos radiales.

 

Anque, sinceramente, pienso que esto de comparar un pulpo con la rueda del Dharma, el dharmachakra, es sobreanalizar un pelo e irnos demasiado lejos. Que quede como un mero juego de asociación muy libre.

Entre las sincronicidades que se han dado estos días se ha convertido en una de mis favoritas una que hizo un juego de palabras con «fin del mundo» y «final del mundial». Qué ingenioso ¿verdad? Aunque parece que los arquetipos se han ido con esto demasiado lejos…

Esta entrada fue modificada en 25 mayo 2017 17:45

Raúl Ortega: Soñador e intérprete de sueños. Batería. Melómano del funk y el jazz. Creador y curador de Odisea del Alma. Ensayista. Terapeuta de orientación junguiana. Programador y desarrollador web. Criador de aves exóticas. Devorador de berenjenas y brevas. Bebedor de Ribera del Duero. Paradigmático puer aeternus. Hippie extemporáneo en formación continua.